Motor



En la casa de al lado, la de la derecha, siempre sonaba un motor. Todo el día y toda la noche. Era un ruido demasiado molesto, no me dejaba dormir ni concentrarme en las cosas que tenía que hacer. Al salir al patio el ruido reducía un poco. A veces era constante y a veces intermitente. Pero esa intermitencia no duraba nada, en ningún momento el motor llegaba a detenerse.

Los gatos de mi vecina me miraban. No sé si ellos escuchaban el motor. Estaban tan calmados. Pero yo me acercaba y ellos escapaban, corriendo muy rápido por los techos de las casas. Volvía a entrar a mi casa, me sentaba en mi cama y comenzaba a escuchar el motor, claramente, como si estuviera en la habitación colindante a la mía de la otra casa. Era muy molesto. Me preguntaba también si mis padres lo escuchaban, pero no quería preguntarles, tenía la sensación de que no reaccionarían bien si les preguntaba. 

Tampoco podía preguntarle a mi vecina qué era lo que sonaba en su casa. La veía desde mi ventana, regando las plantas de su patio. No podía preguntarle porque no nos llevábamos bien.  Habíamos tenido un par de problemas en el pasado. Ella era mayor que yo. Era profesora retirada. Yo quería ser profesor como ella, pero no como ella. Me daba miedo algún día convertirme en ella, y cabía la posibilidad de que así fuera. La única vez que habíamos conversado, antes de ponernos a discutir por una diferencia de opinión, me había preguntado por mi película favorita. No tengo, le dije yo, tengo muchas. Ven a ver una película a mi casa un día, me dijo luego. Yo, impresionado, no atiné a decirle nada. Me quedé callado, mirándola perplejo. Si aceptaba, tendría la posibilidad de ir a su casa y tal vez ver con mis propios ojos aquello que sonaba como un motor. Pero luego nos pusimos a discutir por una estúpida diferencia de opinión. Ella opinaba que los gatos si podían saltar desde una alta ventana al piso. Yo opinaba lo contrario. Discutimos mucho rato, hasta que uno de sus gatos se subió a la ventana y saltó hasta el piso del patio. Ella ganó la discusión y eso me dejó avergonzado. Entonces cuando salía al patio y la veía ya no podía preguntarle nada, por culpa de la vergüenza.

El tiempo pasó. El motor no dejaba de sonar, y yo acabé por acostumbrarme. Uno termina por acostumbrarse a todo, por muy molesto que sea. Me acostumbré y dejé de preocuparme por el ruido de motor de la casa de al lado. A veces, incluso, lo olvidaba. Me dejaba llevar por mis pensamientos y caía tan profundamente en ellos que nada más del exterior me preocupaba. Fue entonces cuando por primera vez dejó de sonar por más tiempo. Cuando se detuvo, levanté la cabeza y abrí mucho los ojos, como si eso me fuera a permitir escuchar mejor. Me sentí extraño, no sabía que pensar, pero no alcancé a descifrar lo que sentía cuando el motor ya estaba sonando de nuevo. Sucedió un par de veces más durante la semana, y a medida que fue pasando el tiempo se hizo más frecuente y durante periodos más prolongados de tiempo. Entonces, mientras esto sucedía, comencé a comprender que lo que sentía en esos períodos en que no sonaba el motor era angustia. Real y verdadera angustia, porque me había acostumbrado tanto a su sonido que ahora sí quería escucharlo todo el tiempo.

No sólo me acostumbré a eso que al principio me parecía un ruido molesto, al cabo terminé por depender de él. Ya no podía dormir si no lo escuchaba, no podía concentrarme si no estaba ahí, constantemente, sonando tan cerca de mí que casi pudiera sentir que estaba adentro de mi propio oído.

Nunca quise saber qué era en realidad. La vecina un día fue encontrada muerta en su casa. Al parecer no tenía muchos parientes ni gente que la quisiera. Vinieron un par de personas, estuvieron una tarde, la sacaron en un cajón y se la llevaron rápidamente en una carroza. Al día siguiente llegó un camión, con la misma gente que se la había llevado a ella. Sacaron todas las cosas de su casa y las echaron arriba del camión. Hace días que el motor no sonaba, y ahora sabía con certeza que ya no sonaría más. El camión se fue y por la ventana observé su camino hasta perderse en el horizonte, en los límites de la gigantesca población donde yo vivía.

Me costó superar el trauma de no escuchar nunca más ese sonido. O quizás, nunca lo superé de verdad. A veces imaginaba que estaba ahí, sonando. Quería morir pensando que en la casa de al lado había un motor. Un motor, encima de un suelo de madera, que funcionaba eternamente.

                                       

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