Juan El Horrible
Me disgusta que
la gente se acerque a mí cuando espero bus en el paradero. Me descoloca, me
siento nervioso con la proximidad de otro ser humano. Prefiero prender un
cigarro y quedarme en un rincón del paradero mirando al suelo, esperando que el
bus pase. Pero el bus se demora. Siempre se demora, hay que esperar demasiado
para que el bus llegue hasta este paradero. Entonces recuerdo cuando era joven,
y mi gran sueño consistía en tener una flota de buses, y no sólo ser dueño sino
también chofer de uno de aquellos buses. Miro la hora a cada momento, porque soy
ansioso y no soporto esperar tanto. Cada vez llega más gente al paradero. Hay
personas que conozco, pero que no saludo. Vecinas de la población, conocidos
del cerro. Todos están fumando un cigarro, con la mirada fija hacia el final de
la calle, esperando, como yo, el bus que nos lleve por fin a nuestras casas.
Caigo en la cuenta de que mi
ansiedad se produce porque todos, excepto yo, están fumando un cigarro. Yo no
tengo un cigarro para fumar en este momento, iba a comprar cuando saliera del
trabajo, pero lo olvidé. Levanto la vista. A lo lejos, al otro lado de la
plaza, veo un negocio abierto. Me pregunto si ahí venderán cigarros sueltos. Intento
recordar…sí, me acuerdo de que una vez compré cigarros ahí. Emprendo el camino hacia
el negocio abierto con dos monedas en la mano. En la plaza están los de
siempre. Los saludo tímidamente sin acercarme. He compartido con ellos pero no
soy un amigo. Esa banca de la plaza les pertenece a ellos. Rara vez llego a esa
banca. Y si llego siempre me siento ajeno. Y si llego es porque soy amigo
esporádico de alguien del grupo. Entonces sólo los saludo y sigo mi camino. Mi
objetivo primordial es ese negocio, el único abierto. No, en realidad el
objetivo primordial es comprar el cigarro. O tomar el bus, por más que se
demore, debo tomar ese bus, es el último que pasa, y luego nada, a dormir en la
calle. Nunca he dormido en la calle. La noche en la calle me asusta. Antes era
todo tranquilo pero ahora está lleno de gárgolas. En la noche la ciudad es una
ciudad de gárgolas.
Compro dos cigarros de cien. Son de
esos malos, pero no importa. En materia de cigarros, cantidad antes de calidad.
Al fin y al cabo el cigarro es para calmar la angustia de la espera. Salgo a la
calle y prendo uno, el otro lo guardo en un bolsillo. Mientras fumo observo la
plaza de forma panorámica y a la gente que pasa frente a mí. A veces, por
casualidad, los miro a los ojos y rápidamente agacho la mirada, o miro hacia
otro lado.
La
plaza antes tenía otra forma, cuando yo era niño. Y antes tuvo también una forma
distinta, cuando eran niños mis padres, mis abuelos y todos los antepasados que
caminaron por la plaza. La he visto en fotos, pero éstas siempre son en blanco
y negro, y parece que todo hubiese sido gris. Ahora la vida es mucho más gris
que antes, y en las fotos modernas parece que viviésemos entre colores. Yo me imagino
una plaza redonda, con todas las bancas en la orilla mirando hacia el centro, y
en el centro una pileta, y junto a pileta, un escenario. Pero en esta ciudad
todo es cuadrado.
De vuelta por la plaza me encuentro
con Juan El Horrible. Es un amigo un poco extraño. Le dicen El Horrible porque
siempre está drogado y su rostro está muy demacrado. Lo conocí a los siete
años, cuando ya fumaba cigarros con frecuencia y había probado sus primeros
pitos.
Yo soy el niño
que encontró el dinosaurio, me dice Juan el horrible después de saludarlo. Yo
soy el niño que encontró el dinosaurio, vuelve a repetir. Me mira de pies a
cabeza y luego agrega; allá en la playa, cuando era niño, yo encontré el
dinosaurio. Vino la prensa. Me hicieron entrevistas. Salí en el diario. Mis
compañeros querían juntarse conmigo y en los pasillos los más grandes me
saludaban. Pero pasó el tiempo y todos me olvidaron. No importa, en realidad no
busqué la fama. Sólo llegó, y fue efímera, eso hay que aceptarlo a tiempo,
antes de que se vuelva una locura, ¿no crees?
Dejo a Juan el horrible hablando solo
y reemprendo mi camino. No tengo tiempo para escuchar una vez más una historia
que ya he escuchado tantas veces. Pero a él no le importa si alguien lo escucha
o no. Le gusta contar sus historias. Las cuenta para sí mismo, y con eso queda
contento. Hace años que soy amigo de Juan el horrible. Siempre lo encuentras en
la plaza conversando con la gente.
Mientras paso por la plaza, miro
hacia el paradero para asegurarme de que aún no haya pasado el bus. Nada. La
gente sigue ahí, esperando, con la mirada fija hacia el lugar por donde debería
llegar el bus. En un instante seré uno más de ellos. No me distinguiré entre la
masa, que a medida que pasan los segundos se va haciendo más y más grande. Debe
haber unas cien personas esperando el bus, todos amontonados en el paradero.
Fumar calma mi ansiedad, pero no la
angustia de la espera. De nuevo en el paradero, me siento aterrado entre tanta
gente. Es tarde. La mayoría vuelven a sus casas, de la escuela, del trabajo,
del carrete. De pronto me tocan la espalda. El espanto. El horror. No quiero
hablar con nadie, quiero fumar mirando al suelo, pero ya no hay nada que hacer,
debo girar la cabeza y saludar. Lo hago. Es juan el horrible. Me ha seguido
desde la plaza.
Yo fui una vez a
la universidad, me dice Juan el horrible. Iba a ser profesor de biología.
Primero fueron las plantas, después los animales, después los hongos, pero
desde niño, lo primero fue la paleontología. Yo encontré el dinosaurio. Ahora
pocos se acuerdan, pero no importa. Una que otra vez alguien me reconoce. Me
invitan a fumar, me piden que les cuente la historia. Y yo les cuento mi
historia. Me preguntan si el mito es cierto. Les contesto que sí. Que el mito
es cierto. Ellos se asombran. Algunos se ríen. No me importa. A mí me gusta
contar mi historia. ¿Quieres oír mi historia?
El bus llega de pronto. Aparece. No
alcanzo ni a darme cuenta y la gente ya está toda amontonada en la puerta. Esta
se abre. El cobrador grita; hagan una fila. Mientras veo llegar el bus, Juan el
horrible desaparece. La fila se forma y yo quedo último. Una a una las personas
comienzan a subir al bus. El cobrador abre el maletero y ayuda a meter algunas
cosas. Pero la mayoría, yo incluido, sólo llevamos una mochila. La fila avanza
cada vez más. Se demora. Son demasiadas personas. Pero avanza. Ya me siento
tranquilo. Podré irme a casa. El hombre que está antes de mí sube al bus, el
cobrador me mira y me dice; lo siento, no cabe nadie más. La puerta se cierra y
el bus parte.
Miro a mi alrededor y veo que soy la
única persona en el paradero. Hay dos opciones, la calma o el llanto. Miro
hacia al frente, hacia la plaza, y veo a Juan el horrible sentado en una banca.
Reviso mi bolsillo y recuerdo que me queda un cigarro. Elijo la calma. Cruzo la
calle y me siento junto a Juan el horrible.
¿Quieres que te
cuente mi historia?, me pregunta.
Sí, sí quiero,
le contesto, y prendo mi cigarro.
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