La posibilidad de una babosa
Salí de mi casa
con una babosa en el bolsillo. Ese mismo día en la mañana la había recogido de la
huerta de mi patio. La llevaba en un frasco de vidrio, para no aplastarla.
Antes de salir mi madre me preguntó si ya había almorzado. Le dije que no, que
almorzaría en otro lado. Me dio la bendición y me dejó marcharme. Ella no sabía
que yo llevaba una babosa en el bolsillo. De haber estado en conocimiento de
tal hecho, lo más seguro es que hubiera puesto reparos a mi intención de salir
de casa. A mi padre poco le importaba. Él tampoco sabía lo que yo tenía en el
bolsillo. Mi hermano y mi abuela, por otro lado, no se encontraban en el
interior de nuestra casa. Estaban en el patio regando las plantas. Antes de
salir me fijé en la hora que indicaba el reloj de la cocina. Eran las once de
la noche. Volvió mi madre y me dijo que
me abrigara. Traía una chaqueta en sus manos. Era una chaqueta verde con rayas
negras, tres veces mi talla. La miré dubitativo.
Está bien, le
dije.
Afuera hace
frío, me dijo ella.
Miré
a mi padre. Asintió. Tenía los ojos cerrados, pero había escuchado todo. Estaba
recostado en el sillón con el televisor prendido.
Sí, dijo, hace
frío.
Podrías prender
la estufa, le dijo mi madre.
Iré a buscar
leña, respondió.
Se
puso de pie y salió de la casa.
¡Espera! Le
grité, y salí con él.
Cerré la puerta tras de mí y tanteé
mi bolsillo. Ahí seguía el frasco con la babosa en su interior. Suspiré
aliviado. Miré a mi padre, que seguía con los ojos cerrados.
¿Por qué no
abres los ojos? Le pregunté.
No lo necesito,
me respondió. Me sé de memoria los caminos.
Yo
también conocía los caminos de memoria, pero temía tropezarme. No sabía que
nuevos obstáculos podían presentarse en el camino, aunque fuera el mismo del
día anterior y de todos los días. Los caminos a veces cambian, decía mi abuela,
a veces se mueven. Un día hay un árbol allí y después lo ves al frente, y la
niebla, ¿te has fijado en la niebla? A veces entras por un camino en la niebla
y sales en otro, una calle paralela, o pasas de nuevo por donde ya pasaste.
Caminos juntos un rato, lentamente.
Pude darme cuenta de que íbamos exactamente al mismo paso. La pierna izquierda
primero, luego la derecha. Así me había enseñado a caminar él muchos años
atrás, cuando yo era un niño.
¿Por qué llevas
una babosa en el bolsillo? me preguntó mi padre.
La recogí en la
mañana, le respondí. De la huerta de nuestro patio. La llevo en un frasco de
vidrio.
¿Para no
aplastarla?
Claro, le dije,
claro, para no aplastarla. No sería bueno aplastar la babosa.
Tú sabes que las
cosas no andan bien, me dijo.
Pensé en ello. A veces lo olvidaba,
pero sí, las cosas no iban bien. Ocurría que de pronto el día iba bien, a las
cinco de la tarde todo estaba claro. De pronto un olor a miedo se dejaba
sentir. Nosotros, sentados a la mesa, conversando trivialidades después de una
buena comida, percibíamos ese olor, y callados, nos parábamos de la mesa y cada
quién se iba a su habitación.
No sé cómo
remediarlo, le dije. Siempre pienso en una forma de remediar las cosas, pero no
lo sé, Padre, no lo sé. Quizás debería hacer algo, algo ya.
No importa, no
está en tus manos.
Luego hizo algo que me tomó por
sorpresa. Se detuvo y sin previo aviso me dio un abrazo y un beso en la
mejilla.
Tú sabes que
nunca te traicionaría, me dijo.
De nuevo estaba ahí ese extraño
sentimiento que hace tiempo no sentía. Una mezcla de miedo, dolor y rabia.
Aguanté el llanto.
¿Darías la vida
por mí?, le pregunté cuando continuamos la marcha.
Un padre debe
morir antes que un hijo. Un padre nunca debe enterrar a un hijo. El hijo
siempre debe enterrar al padre. Cuando sucede lo contrario, tú sabes.
Recordé que mi abuela y mi abuelo
habían tenido que enterrar a un hijo. Mi tío, el hermano de mi padre. Catorce
años iban ya desde aquello.
¿Estamos
malditos?, le pregunté.
No todavía,
respondió.
¿Cuándo?
No lo sé.
Sin
darnos cuenta habíamos llegado a la cancha del barrio. Un equipo de colores
rojinegros jugaba contra uno de azul y amarillo.
¿Quién ganará?, le
pregunté a mi padre.
El que lance la
pelota más alto, me respondió.
Pasada
la cancha del barrio estaba el lugar donde nuestros caminos se separaban. Una
casa roja rodeada de dos caminos, el que conducía a la ciudad, y el que
conducía al bosque. me despedí de mi padre con un abrazo. Ahora nacía de mí el
gesto. Entonces él se fue por el bosque a buscar leña para prender la estufa y
calentar la casa.
Seguí
el camino que llevaba a la ciudad. Un poco más allá estaba el colegio del
barrio. Afuera, en la vereda, ensayaba la banda de guerra. Los miré fugazmente.
Sus rostros me asustaban, además no los veía bien, estaba oscuro, las luces de
los postes no funcionaban hace días. Una vez los hube pasado oí una voz que me
llamaba. Me detuve y me volteé a ver quién era el que me llamaba. Hacia mi
venía caminando un hombre. Recién cuando estuvo cerca pude verle la cara. Pelo corto
y bigote. Era un amigo de mi padre. Pero su nombre no lo recordaba.
Hola, me dijo.
Tenía las manos en la espalda, como si estuviera escondiendo algo. Lo miré a
los ojos. Él no me miraba. Además, una mueca extraña se dibujaba en su boca,
como si no supiera si sonreír o mantenerse serio.
Hola, le dije
yo.
¿Cómo estás?
Bien
¿Qué vas a hacer
con esa babosa que tienes en el bolsillo?, me preguntó.
La recogí hoy de
la huerta de mi patio, le respondí. La llevo en un frasco de vidrio.
¿Como está tu
papá? me preguntó.
Bien, le
respondí.
Mándale saludos.
Me di media vuelta y seguí
caminando. Un poco más abajo del cerro las lucen si funcionaban. Pude ver las
casas a la izquierda de la calle. A la derecha había un barranco. Las casas
eran las más grandes de la población, y sus colores eran los más llamativos. Algunas
casas parecían castillos medievales.
Al
llegar al centro me detuve frente al mercado. En la escalera, un joven
vagabundo sostenía una bolsa en sus manos y me miraba fijamente. Tenía el pelo
largo y vestía un jean con manchas café y una chaqueta de cuero desteñida.
Oye, me gritó,
yo soy de allá de la argentina, de Buenos Aires. ¿Vos de dónde sos?
De aquí, les
respondí. De arriba. Del cerro. Si subes por ese camino de allí llegas a una
cancha. Pasando la cancha, en la última calle por donde pueden pasar los autos,
ahí está mi casa. Es la cuarta. Es roja. En la calle de atrás no pueden pasar
autos porque está ya en el barranco de ese lado del cerro y entre las filas de
casas hay una huerta grande.
¿Y por qué
llevás una babosa en el bolsillo?
Me la pidió un
amigo. Lo estoy esperando.
¿Y cómo se llama
tu amigo?
No lo recuerdo
ahora.
¿Jesús?
Claro. Sí. Jesús.
Ve con dios, me
dijo, y llevó la bolsa a su boca. Comenzó a vomitar.
Sentí un poco de asco al verlo. Las
manos del vagabundo se aferraban a la bolsa como si de eso dependiera su vida.
Vomitó sin parar durante unos cinco minutos. No le quité la vista, quería verlo
vomitar, aunque me diera asco, porque al mismo tiempo sentía cierto placer
inexplicable; quería ver como vomitaba un vagabundo. Antes sólo lo había
imaginado, pero nunca lo había visto en persona. Fue todo un espectáculo. Me
hubiera gustado que mi padre estuviera junto a mí, y toda mi familia. Ellos tal
vez no se hubieran sentido muy cómodos en esa situación. Pero para mí era
importante. Tantos años esperando ver a un vagabundo vomitando en una bolsa
sostenida por sus manos. La espera había valido la pena, me sentía realmente
satisfecho.
Se largó la lluvia. Menos mal yo
estaba bajo el techo de la entrada del mercado. Las personas que salían de los
supermercados aledaños, sorprendidos por la lluvia, emitían alaridos y corrían
en direcciones opuestas, para salvaguardarse del agua. Todos corrieron. De
pronto ya no quedaba nadie en la calle. Los supermercados cerraron sus puertas.
Algunas personas no alcanzaron a salir, tendrían que pasar la noche adentro de
los supermercados. Ese destino igual me asustaba. En realidad, la posibilidad
de quedar atrapado en cualquier lugar me daba miedo.
¡Hey! escuché de
pronto que alguien gritaba.
Miré hacia al frente. Allí estaba
ella. Le hice señas para que cruzara, y así lo hizo.
¿La tienes? Me
preguntó.
Claro, le dije
yo. Claro.
Saqué el frasco de mi bolsillo. Abrí
el frasco y saqué la babosa que traía adentro de él. Miré hacia todos lados. No
había nadie. Tampoco estaba el vagabundo. Me eché la babosa la boca y la tragué
rápidamente, sin dar rodeos ni meditar demasiado lo que estaba haciendo.
Ella sonrío.
Sabía que lo
harías, me dijo. En el fondo la vida no es más que determinación, voluntad de
hacer las cosas.
Claro, le dije,
claro, en el fondo la vida no es más que determinación, voluntad de hacer las cosas.
Me tengo que ir,
me dijo, y me dio un beso en la mejilla. Luego me pasó un pequeño saquito
amarrado con un pedazo de hilo. En su interior había veinte monedas de oro.
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