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Mostrando entradas de 2018

Mitología de la criatura

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En este capítulo, parto nuevamente en mi casa, más específicamente en el patio, contemplando el hermoso rosal que hay en el jardín, fruto del arduo trabajo y cuidado de mi madre. Ahí, debajo de la tierra, está enterrado mi tío, el hermano de mi padre, aquel que muriera hace catorce años y que dejara las puertas abiertas a la maldición que caería sobre mi familia. Desde entonces somos la familia horrible.             Salí al patio en busca de mi abuela. Había oído sus gritos llamándome, pero al salir comprobé que no estaba allí. Decidí quedarme en el patio, como ya dije, contemplando el rosal, sentado en el banco de madera que construyera mi abuelo y que ahora se está cayendo a pedazos. Por cierto, mi abuelo tampoco estaba. También había escuchado el ruido de las astillas partiéndose con el golpe de su hacha, pero no estaba en su taller ni en ninguna otra parte del patio. No había nadie en el patio, solo yo. Supuse entonces que adentro de mi casa tampoco había nadie. Me asomé a la e

Jesús Carpintero y la escalera más sabia del mundo

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Bajamos el cerro entre calles empinadas, estrechas y deformes. Una escalera llamó sobre todo mi atención. Era una larga escalera que bajaba por una parte del cerro llena de maleza y basura, y que al llegar abajo volvía a subir por el cerro de en frente. Arriba vi un par de castillos medievales, siempre los veía cuando pasaba por ahí, y Emilio Rojas me hablaba de cualquier cosa y yo no lo escuchaba, pues mi mente estaba atenta a los castillos medievales. Algo que me llamaba la atención de Entrequén, aparte de sus puertos espaciales, eran esos castillos (medievales), que no era en realidad castillos (mucho menos medievales), sino palacios -yo solía confundir ambas palabras, ambos conceptos-, pero me gustaba llamarlos así, porque me hacía mucha gracia. Cuando los miraba no podía evitar pensar en esa época esplendorosa de Entrequén de la que tanto hablaban mis abuelos. Clara, le pregunté cuando casi llegábamos a la plaza pública, al centro de la ciudad, ¿por qué a tu abuelo lo llaman J

Fábrica de Ma, Fábrica de Fi

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Fuimos hasta la cocina y preparamos nuestro almuerzo. Emilio Rojas hizo huevo con tomates y ajo, yo hice el arroz. No demoramos más de veinte minutos en tener todo listo, incluido un jugo natural de naranja y una ensalada de apio, cortesía de la casa. Mientras Emilio terminaba la ensalada, yo me encargué de la mesa. Puse mantel. Puse servicio. Puse vasos. Luego serví los platos y cada uno llevó el suyo. Decidimos dejar un poco por si nos daba hambre después. Nos sentamos, y cuando nos disponíamos a tragar la primera cucharada, alguien golpeó la puerta de la casa. Voy a ver quien es, dijo Emilio Rojas. Dejó la cuchara sobre el plato y se levantó. Desapareció por el pasillo que conducía hasta la puerta principal. Por mientras, empecé a engullir cucharadas y cucharadas de comida, pues no soportaba más el hambre. Emilio volvió al cabo de un minuto, pero no volvió solo, sino acompañado por una chica joven, de nuestra edad, bajita, pelo negro, liso, hasta los hombros, ojos verdes y