TRAYECTO




Bueno, yo estaba esperando bus en el ante penúltimo paradero de Tomé, en la calle del correo y los bomberos. Me sentía fatigado. Todo el día trabajando en la tienda de las máquinas, desde las ocho de la mañana hasta las diez de la noche. La última micro a Concepción salía a las diez y media. El paradero era la entrada del correo mayor, pero la calle en realidad era la calle de los bomberos. Bueno, yo estaba ahí esperando bus, llegué a las diez veinte, después de haber dejado limpio y cerrado el local. Encendí un cigarro y mientras fumaba llegó el bus. Éste era verde con amarillo. Estaba lleno, sólo algunas personas se bajaron.
La mujer que cobraba la tarifa y entregaba el boleto bajó del bus y ordenó a la gente que hiciera una fila. Ella era una señora de cincuenta, bajita y simpática. Tenía el cabello castaño. Usaba siempre un chaleco azul y un buzo rojo. La reconocí de inmediato. Era la Madre de los buses. De pronto me vio. Yo le hice un gesto de saludo con la mano. Ella sonrió y se acercó a abrazarme.
*Hola, mi amor, me gritó en el oído.
*Hola, le dije yo. Hace tiempo no la veía.
*Cierto, mi amor. Gritó. ¿Va para Concepción?
*Sí, voy hacia allá.
*¿Y tan tarde?, gritó.
*Voy a estudiar.
*Mira, arriba, en la oficina, hay dos personas teniendo sexo.
Miré, efectivamente, en una oficina del correo, en la ventana, vi la sombra en la cortina de dos personas haciendo el amor. Noté que más gente estaba mirando. La madre de los buses volvió a sonreír y se acercó a mi oído.
*¿Es eso importante? Gritó.
*No lo sé, le respondí.
*Suba nomas, mi amor, suba, pase.
Subí al bus. El chofer, marido de la madre, era el padre de los buses, también llamado Aquiles. Era un señor viejo y gordo, muy amable y risueño. Me sonrió al verme subir.
Observé el panorama. Había seis mesas con cuatro asientos cada una. En algunas mesas se hacían apuestas, y en otras, se discutían temas al azar. Había mucha gente alrededor de las mesas, observando lo que en ellas sucedía. En la primera divisé al amigo Juárez. Él también me vio, y me hizo un gesto para que me acercara. Todos en la mesa me miraron y guardaron silencio.
*Este es mi amigo, Juan el horrible, el niño que encontró el dinosaurio, me presentó el amigo Juárez. Todos me sonrieron. Algunos dijeron hola, Juan el horrible. Yo hice una reverencia.
*Hola a todos, dije.
*¿Por qué viajas a esta hora a Concepción? Me preguntó el amigo Juárez.
*Voy a estudiar, respondí.
*¿Y qué estudias, Juan el horrible?
*Biología, amigo Juárez.
*Mira, precisamente estábamos discutiendo sobre un tema que puede interesarte. Se trata de las babosas.
*¿Qué hay sobre las babosas? Le pregunté.
*Mira, ven, siéntate.
La persona que estaba a la derecha del amigo Juárez se puso de pie y me cedió el asiento.
*¿Tú crees que está bien comer babosas, Juan el horrible? Me preguntó.
*No lo sé, le respondí. Nunca me lo había preguntado.
*Daniel aquí, me indicó a un joven rubio sentado al frente, dice que comer babosas es un acto de barbarie. Asentí. Y Esteban, indicó a un hombre canoso y ya maduro sentado a su izquierda, dice que comer babosas es un acto divino. ¿Qué dices tú? ¿Quién tiene la razón?
Pues yo creo que comer nunca será un acto de barbarie.
*Entonces Esteban tiene la razón.
*No, no creo que sea un acto divino.
*¿Qué crees entonces, Juan el horrible?
*Nunca he comido una babosa, la verdad.
*Deberías hacerlo, Juan el horrible.
*Sí, dijo Esteban, deberías hacerlo. Te darías cuenta de que es un acto divino.
Dieron las diez y media. La madre de los buses subió al bus y éste partió rumbo a Concepción. El amigo Juárez se puso a hablar sobre un cuento que había escrito. Se llamaba Los liberadores. Trataba sobre un grupo de personas, rehenes en un edificio en medio del mar. Encerrados en una sala oscura, sólo con una ventana al frente, por donde veían el mar y el cielo, eran torturados constantemente por sus captores, siendo sobre todo azotados, para que mantuvieran siempre la vista al frente, en la ventana. Un día los rehenes ven una nave acercarse al edificio y creen que por fin serían salvados. Los tripulantes de la nave rompen el vidrio de la ventana y saltan a la batalla contra los captores, derrotándolos en un santiamén. Los rehenes abrazan y vitorean a sus liberadores. Ellos los conducen por pasillos y puertas del edificio, hasta llegar a una sala exactamente igual a la anterior, con una ventana al frente por donde se ve el mar y el cielo. Entonces los liberadores sacan sus látigos y comienzan a azotar a sus nuevos rehenes.
*¿Qué piensan? Preguntó el amigo Juárez cuando terminó de contar la trama de su cuento.
*No me gusta, dijo Daniel.
*A mí me encanta, dijo Esteban.
*¿Y tú qué opinas, Juan el horrible? Me preguntó.
*Está bien, le respondí. Me gusta.
*Qué bueno que te haya gustado, Juan el horrible. Cualquier día lo imprimiré y te lo pasaré para que lo leas, ¿qué dices?
*Claro, yo lo leeré encantado.
*Excelente, excelente, Juan el horrible. ¿Qué dices, Daniel? ¿Qué piensas de Juan?
*Es un poco extraño. Parece un poco ido.
*Y tú, Esteban.
*Yo lo veo un joven apuesto, amable y humilde.
*Juan el horrible, tenemos un problema. Los de la última mesa son nuestros enemigos. ¿los ves?
*Miré hacia el fondo, a la última mesa. Eran personas que yo no conocía, pero de inmediato sentí desconfianza.
*¿Quiénes son? Le pregunté al amigo Juárez.
*Les llaman la familia Láctea. Daniel dice que es mejor no meterse con ellos. Bueno, ciertamente, son gente muy oscura. Pero Esteban y yo decimos que sí hay que hacerlo. Somos dos contra uno.
*¿Y qué harán?
*Queremos que vayas a su mesa, Juan el horrible, veas lo que sucede y luego vuelvas y nos cuentes. ¿Puedes hacerlo?
*Supongo que sí.
*Muy bien, Juan el horrible. Ve, nosotros esperaremos aquí discutiendo sobre alguna otra cosa.
Me levanté del asiento y caminé hasta la mesa del fondo. Algunas personas de las otras mesas me miraron al pasar. Una que otra cara me era conocida, pero no saludé a nadie. Seguí mi camino y llegué a la mesa de la familia Láctea. Estaba el padre, un hombre de unos cincuenta años, pelo canoso, robusto y bien vestido. La madre, a su derecha, era una mujer muy alta y muy rubia. Usaba demasiado maquillaje, y ropas estrafalarias. A su izquierda, el hijo mayor, de unos treinta años, parecido a su madre, pero robusto como su padre. Frente al padre, la hija menor, de veintitantos, usaba lentes y una falda con flores oscuras. Tenía el pelo liso y muy largo, constantemente se peinaba con la mano derecha. Ella fue la primera en fijarse en mí. Me sonrió dulcemente.
*Hola, me dijo.
*Hola, le dije.
*¿Quieres sentarte? Me preguntó el padre de la familia Láctea.
*No lo creo, le respondí. No estaré mucho rato.
*¿Cómo te llamas?
*Juan. Juan el horrible.
*Siéntate, Juan el horrible, come con nosotros.
La madre de la familia Láctea se puso de pie y desapareció tras una cortina al fondo del bus. Me acerqué y me senté junto a ellos. Un camarero sirvió la comida; arroz primavera y carne de cerdo. Tenía mucha hambre. Rápidamente engullí el plato que acababan de servirme.
*Estaba conversando con mi familia sobre una cosa que escuchamos. Verás, todos en la ciudad dicen que somos una familia oscura. Yo, sin querer sonar vanidoso, me considero una buena persona. Pago mis cuentas, no me meto en problemas. Me he esforzado y ahora tengo una empresa y una buena casa. Mi hijo, sin embargo, dice que debemos venderlo todo e irnos al campo, ojalá a otro país, al campo de otro país, quizás a Italia. Mi hija, en cambio, me dice que debo continuar con la empresa, y que a ella le gustaría un día heredarla. ¿Qué crees tú que debemos hacer?
Iba a responder, pero la madre asomó la cabeza y llamó a sus hijos. Ellos se levantaron y acudieron al llamado de su progenitora.
*Así es la vida, me dijo el padre. En realidad, no importa. Cada uno sabe como hace sus cosas, ¿no crees?
*Claro que sí.
*Bueno, me gusta la honestidad, ¿a ti?
*Sí, me gusta también, creo que es fundamental.
*La gente ya no es honesta, Juan el horrible, y eso es muy triste ¿no crees?
*Sí, sí lo creo, definitivamente.
La madre volvió a asomar la cabeza, pero esta vez fue a mí a quien llamó. Miré al padre, el asintió y dijo que fuera.
*Después seguiremos conversando, Juan el horrible, me dijo.
Tras la cortina había una habitación, y en ella, nada más que una cama de una plaza, con un cubrecama negro y cojines del mismo color. Al lado derecho de la cama se encontraba el hijo, y la hija al lado izquierdo. Ambos estaban de pie, desnudos, mirando hacia mí con una expresión vacía en la mirada. La madre me tomó del brazo y me hizo avanzar unos pasos hacia sus hijos. Yo la miré atemorizado.
*¿No? Me preguntó.
*No, le respondí. Y solté mi brazo de su mano.
Los hijos se pusieron su ropa y volvieron a la mesa. La madre me hizo una seña para que me acercara.
*Ahora verás. Me dijo al oído.
Comenzó a empujar la cama hacia un costado y luego de unos segundos logró moverla lo suficiente como para dejar ver la puerta que había debajo, en el suelo. Abrió la puerta y me invitó a que me asomara. Lo que había ahí me dejó sin aliento. Era un niño de unos diez años, estaba desnutrido y sólo cubría su cuerpo con una manta sucia y raída. Su rostro era diabólico. Me miró y comenzó a hacer muecas extrañas y a emitir gruñidos, como si estuviera intentando decir algo, como si estuviera intentando maldecirme.
No quise seguir contemplando más aquella escena. Me di media vuelta y sin decir nada salí de la habitación donde me encontraba. Ni siquiera le dirigí palabra alguna al padre ni los hijos de la familia Láctea, simplemente caminé hasta llegar a la primera mesa.
¿Y bien? Me preguntó el amigo Juárez al verme llegar.
Pero justo el bus estaba deteniéndose en mi paradero de destino.
*Hoy no podré contarte, amigo Juárez, le dije.
*No importa, Juan el horrible, ya me contarás otro día. 
El bus se detuvo, me despedí del padre y la madre de los buses y bajé. Estaba oscuro y poca gente transitaba por la calle. Caminé hacia la universidad. 

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