Ahora la libertad es una cosa de fantasmas







Los hombres que predicaban en la escalera se detuvieron de pronto cuando vieron que una mujer joven, de unos veinte años, vestida únicamente con una sábana que cubría su torso, se acercaba a ellos lentamente, apuntándoles con una pistola en la mano.

-¡Deténgase! Gritó aquel que debía ser el líder de los hombres que predicaban.

Pero la mujer hizo caso omiso a su petición. Siguió avanzando al mismo paso, sin dejar de apuntarles. Tenía el pelo enmarañado, las uñas sucias y largas, en las partes desnudas de su cuerpo se dejaban ver morenotes y cicatrices.

La gente que transitaba por la calle no reparó en ella sino hasta el grito del líder de los hombres que predicaban. Algunos, horrorizados, continuaron su camino acelerando el paso. No querían ser testigos de un evento de tal magnitud. Otros, los de siempre, se detuvieron y se quedaron quietos en su lugar a contemplar la escena. Nadie decía ni hacía nada. Nada más que observar pasivamente, esperando a que algo sucediera.

La mujer se detuvo a dos metros de los hombres que predicaban. Ellos, evidentemente asustados, intentaron cubrirse unos detrás de otros, dejando adelante al que debía ser el líder.

-¡Deténgase! Volvió a gritar. ¡Somos los hombres de la fe! ¡No puede dispararnos!

La mujer comenzó a reír, al principio era casi inaudible pero luego la risa se transformó en carcajadas estridentes, como la risa de un loco o un maniático.

Los hombres que predicaban se miraban entre ellos sin saber qué hacer. Los segundos pasaban y la mujer seguía ahí, detenida a dos metros de ellos, con la pistola en la mano, sin dejar de apuntarles. Aquel que debía ser el líder miró hacia el cielo y comenzó a orar. Cerró los ojos y se entregó a la pasión de su rezo. Los otros hombres no tardaron en imitarle. Oraban con una devoción tal que la gente se apiadó de ellos y soltaron las primeras expresiones de espanto en lo que iba del suceso en sí.

La mujer, que ya había dejado de reír, cayó de rodillas al suelo y comenzó a llorar. Lloraba con la misma pasión que oraban los hombres que minutos antes predicaban ahí en la escalera. La gente también se apiadó de ella, y lo expresaron con comentarios sobre la consternación, la indulgencia y algunos suspiros desesperanzadores.

¡Ya no puedo más! Gritó de pronto la mujer.

Los hombres que predicaban abrieron los ojos y vieron que la mujer frente a ellos estaba en el suelo, de rodillas. La pistola seguía en su mano, pero ya no les apuntaba, su brazo derecho descansaba a su costado.

¡Si tú imploras perdón serás perdonada! Le gritó aquel que debía ser el líder.

La mujer levantó la cabeza, secó sus lágrimas con la sabana, y luego se la quitó, quedando desnuda ante la vista de todos. ¡Vergüenza! Se escuchó decir entre la multitud. Acto seguido, apretó fuerte los dientes, cerró los ojos, llevó la pistola a su cabeza y disparó. Su cuerpo cayó hacia atrás. Sus sesos se esparcieron por el suelo.

Los hombres que predicaban suspiraron aliviados. Entre la gente las reacciones eran diversas, pero nadie se atrevía aún a moverse. Aquel que debía ser el líder dio el primer paso. Luego otro y otro y así, hasta llegar frente a la mujer muerta.

¡Nadie debería acabar así! Gritó.

La gente asintió, dándole la razón. Entonces se escuchó una voz extraña, que no era de la mujer, pero que provenía de su interior.

¡Ahora la libertad es una cosa de fantasmas! Gritó la voz.

Las piernas de la mujer se separaron y de su vagina comenzó a asomar una cabeza ensangrentada, luego salieron los brazos, el tronco y finalmente las piernas. Era un niño de unos cinco años. Su rostro era diabólico. Era muy delgado, se podían notar sus huesos, y al igual que su madre tenía moretones y cicatrices en todo su cuerpo.

Aquel que debía ser el líder retrocedió asustado, presa del pánico, se resbaló y cayó al suelo. El niño tomó la sábana que antes usara su madre y se cubrió con ella. Recogió la pistola con la cual su madre se había suicidado, la miró detenidamente y luego apuntó con ella a aquel que debía ser el líder.

¡Ahora la libertad es una cosa de fantasmas! Volvió a gritar.

Perpetró cinco disparos seguidos contra el hombre que antes predicaba, luego soltó la pistola y rápidamente se escabulló entre la gente y corrió hasta desaparecer a la vuelta de una esquina. Los hombres que predicaban, atónitos ante lo que acaba de ocurrir, se acercaron a su líder muerto e hicieron un círculo en torno a él. Se tomaron de las manos, miraron al cielo, y comenzaron a entonar cánticos que imploraban por el alma de aquel que acababa de dejar la vida en esta tierra.

Toda la gente aplaudió con efervescencia. No dejaron de aplaudir al menos durante una hora, hasta que ya todos se cansaron. Segundos después llegó la ambulancia para llevarse los cuerpos. Cada quién continuó con su camino.


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