PERSONAJE y LECTOR
Bajé del bus y el hombre que me seguía ya estaba allí,
en el paradero. Me observó de pies a cabeza, como lo hacía cada vez que nos
encontrábamos. Comencé a caminar por la avenida de los buses y al llegar a la
esquina de la iglesia católica doblé por la avenida de la plaza, que a esa hora
estaba a oscuras y sin nadie que la transitara, a excepción de mí y del hombre
que me seguía. Miré hacia atrás un par de veces para comprobar que continuaba
tras mis pasos. Traté de caminar más rápido, pero cuando miraba hacia atrás
notaba que él seguía a la misma distancia de mí, ni un metro más ni uno menos.
Al llegar a la esquina, donde convergían las avenidas
de la plaza y de las ferreterías, me detuve (él también se detuvo) y me puse a
pensar qué dirección debía seguir ahora. Si seguía por la misma avenida
llegaría a la escuela República del Ecuador, donde estudiaban los tres hijos de
Caín. Si cambiaba de dirección y me iba por la avenida de las ferreterías
llegaría, después de mucho caminar, a la casa de Ramón. Sopesé ambas
posibilidades y luego de un minuto me decidí por la segunda. Reanudé la marcha.
Las pocas casas de la avenida de las ferreterías eran
antiguas y pintorescas. De niño, cuando pasaba por ahí, me decía a mí mismo que
algún día una de esas casas sería la mía, que llevaría a Paulina a vivir
conmigo y que tendríamos muchos hijos. Luego imaginaba que Caín vivía en la
casa de al lado y que nos visitábamos constantemente y que nuestros hijos
jugaban juntos, en nuestro patio o en el suyo. Luego me imaginaba haciéndole el
amor a Paulina en algún lugar de la casa, mientras nuestros hijos jugaban
afuera con los hijos de Caín. Al final terminamos viviendo lejos de la avenida
de las ferreterías y más lejos aun de la casa de Caín, en un cerro de casas
pobres y nada pintorescas donde vivía ahora Ramón y hacia donde me dirigía yo
en los momentos de esta narración.
Ramón es mi medio hermano. Caín es el medio hermano de
Ramón. Ramón y yo somos hijos del mismo padre. Ramón y Caín son hijos de la
misma madre. Mi madre murió al parirme. Entonces mi padre conoció a la madre de
Ramón, quien ya tenía un hijo, Caín, y engendraron a Ramón. En cierto modo Caín
también es mi hermano, pero no hay un lazo sanguíneo.
El hombre que me seguía sabía algunas cosas sobre mí.
Sabía, por ejemplo, que trabajaba en una librería de Concepción; me había visto
salir de ella con el uniforme de trabajo, el pantalón negro y la polera verde
con el logo de la librería. Sabía que leía en esos momentos a Kurt Vonnegut
porque llevaba Matadero cinco bajo el
brazo en el momento de la persecución. Sabía también que yo no estaba asustado.
De hecho más asustado parecía él cada vez que le veía. Yo en cambio, aparte de
esto último, no sabía nada de él. ¿Quién era este hombre que me seguía y a
quién jamás en mi vida había visto? ¿Sería tal vez algún amigo de Ramón? ¿Sería
quizás el padre perdido de Caín, que regresaba a Tomé después de treinta años
de ausencia a buscar al hijo que alguna vez abandonó? Por la edad que
aparentaba tener, claro que podía ser el padre de Caín, pero, en ese caso, ¿por
qué seguirme a mí y no ir directamente en busca de Caín?
Tres cuadras más allá doblé hacia la derecha en la oscura
avenida de las tabernas. Al poco andar me metí en una que frecuentaba hace
algún tiempo, una taberna decadente, sucia y hedionda, llena de borrachos
rancios y prostitutas baratas, que más que personas parecían fantasmas, o
personajes salidos de alguna novela de puerto. Me escabullí entre el gentío
hasta llegar a la barra. Allí me encontré con James, un amigo, que era un
pagano de lo más pagano, pero muy buena persona al mismo tiempo. Tenía una
cicatriz bajo del ojo. Vestía una camisa blanca y un pantalón de tela azul roto
en algunas partes. Me invitó a unos tragos. Yo acepté. Nos pusimos a conversar
sobre sus años como marino. Me contó que una vez, hace ya muchos años,
desembarcó en un puerto de Francia, no recuerda si Le Havre o Marsella, y
conoció a un artista local que pintaba a hombres desnudos a cambio de unas
monedas y un poco de alcohol. Él accedió a ser pintado en cueros y fue a la
casa del artista. Allí descubrió que era homosexual. El artista y él, mi amigo.
Se enamoró como jamás se había enamorado en la vida. Pero luego tuvo que volver
a este país y nunca más lo volvió a ver.
El hombre que me seguía entró también en la taberna,
justo en un momento en que yo miraba hacia la puerta, encontrándose nuestras
miradas durante varios segundos. Luego se sentó en una mesa cercana, y luego
volvió a mirarme. Un hombre cualquiera se le acercó y comenzó a hablarle, pero
el hombre en cuestión no quitó su mirada de mí. ¿Quién es? Me preguntó James al
percatarse de que lo miraba. Un hombre que me viene siguiendo hace un rato, le
respondí. ¿Quieres que vaya a hablar con él? ¿Quieres que lo ponga en su
lugar?, me preguntó James. No, me da igual, le respondí. Que me siga si eso le
hace feliz. ¿No te importa? ¿No te preocupa lo que pueda hacerte? No, para
nada. Está bien. ¿Sabes? Se parece un poco a Batiste. ¿A quién? Batiste, el
artista francés. Ah. Pero no es él. Este tipo claramente no es francés. Claro
que no.
Terminé de tomarme los tragos, me despedí de James y
salí de la taberna. Al pasar junto a la mesa del hombre que me seguía noté de
reojo como me asediaba con la mirada, pensé por un momento en darme vuelta y
preguntarle qué era lo que quería, pero finalmente decidí seguir mi camino,
salir de la taberna y encaminarme nuevamente hacia la casa de Ramón. Cuando ya
llevaba media cuadra miré hacia atrás y vi que él también había salido de la
taberna y que volvía a estar tras mis pasos. Seguí caminando por la calle
oscura de la avenida de las tabernas hasta que llegué a la avenida de los
liceos, que siempre estaba mejor iluminada. Allí decidí tomar un colectivo para
llegar más rápido a la casa de Ramón. Anduve quince minutos en el colectivo por
las empinadas y angostas calles del cerro, pasé incluso por afuera de mi
antigua casa, hasta que llegué al paradero donde debía bajarme, y me bajé luego
de pagarle al chofer del colectivo el valor del pasaje. Al descender noté que
el hombre que me seguía ya estaba allí, en el paradero. Caminé hacia el otro
lado y crucé la calle. Toqué la puerta de la casa de Ramón unas cinco veces
hasta que él vino a abrirme. Eran más o menos las doce de la noche. Ramón aún
estaba en pie, viendo televisión en el living de la casa. Me invitó a pasar y
yo acepté de inmediato. ¿En qué andas? Me preguntó una vez que estuvimos
adentro, sentados los dos en el sofá. Necesito alojo por esta noche, le dije.
Paulina me echó de la casa. ¿Para siempre? No lo creo, sólo está enojada.
Puedes quedarte cuanto quieras, me dijo entonces, y ya casi no hablamos más.
Me fui a acostar a las cuatro de la mañana luego de
haber visto dos películas muy malas en el cable. Ramón durmió en el living.
Ramón encendía el televisor cada día a las nueve de la
mañana, sin falta. Y era lo único que hacía el resto de la jornada; ver
televisión. Eso y fumar. Fumaba al menos unos treinta cigarros diarios,
mientras veía alguna película malísima, algún programa de farándula o
simplemente hacía zapping por todos los canales de la televisión. A mí no me
atraía mucho eso de estar todo el día sentado en el sillón mirando la tele,
pero acompañé a Ramón durante la mañana para que no se sintiera solo, y también
para fumar. Se notaba en sus ojos que una terrible depresión estaba carcomiéndole
por dentro. A los treinta y cinco años Ramón seguía soltero, no tenía trabajo
estable y hace un par de meses que tenía un problema de sueño terrible que no
había logrado solucionar ni con las pastillas que le había recetado el médico.
Me dio mucha pena verlo así, tan delgado y tan pálido, con unas ojeras que daba
cosa mirar, sin energías ni para levantarse del sillón e ir al baño. Pero yo no
podía hacer nada por él. Lo que le sucedía a Ramón él mismo se lo había
buscado. Me era difícil no pensar en que mi hermano disfrutaba de su situación;
siempre fue masoquista y depresivo. En todo caso, a pesar de lo que decían sus
ojos, ese día que estuve en su casa Ramón sólo tenía sonrisas y buenas palabras
para mí. Luego de contarle lo que había sucedido con Paulina, me aconsejó
volver a mi casa y tratar de solucionar las cosas de inmediato, porque, me
dijo, sentir que te quedaste solo para siempre es lo más terrible que te puede
pasar en la vida. Entonces yo le dije que no estaba solo, que yo estaba con él
y que estaría siempre, y me respondió que lo sabía, que apreciaba mucho mi
compañía y mi apoyo, pero que la soledad de la que hablaba iba más allá de si
alguien estaba o no a su lado. Frente a eso no supe qué más decir, simplemente
me callé y seguí mirando la televisión.
Cuando salí de la casa de mi hermano, al otro día a
las cinco de la tarde, me encontré con que el hombre que me había seguido toda
la tarde del día anterior continuaba allí al frente, en el paradero. Ahora yo
sabía una cosa más sobre él; le gustaba esperarme sentado en los paraderos. No
era algo demasiado importante, pero sin duda quería decir algo sobre su
personalidad. Siempre he creído en el simbolismo. Tal vez eso del paradero era
un símbolo, tal vez quería decirme algo a través de sus acciones, o tal vez no,
yo no tenía intención de acercarme a él para preguntárselo, y al parecer, hasta
el momento, él tampoco tenía intenciones de acercarse a mí para aclarar las
cosas.
Salí de la casa de mi hermano y tomé el primer
colectivo que pasó por la calle. Dormí un poco en el corto trayecto. Al
despertar sentí mi mente despejada, como si ese pequeño lapsus de sueño hubiera
sido más reponedor que el de la noche, que había durado horas. Llegué al centro
de la ciudad a las cinco y cuarto, hora en que salían del colegio los hijos de
Caín, así que pensé en darme una vuelta por ahí a ver si me encontraba con mi
hermano. O medio hermano. O ni siquiera eso, pero hermano al fin y al cabo.
Volví a caminar por la avenida de la plaza, pero esta vez, al llegar a la intersección
con la avenida de las ferreterías, no doblé por esta última sino que seguí en
la misma dirección que llevaba.
Ni siquiera se me ocurrió mirar hacia atrás porque
sabía de antemano que el hombre que me seguía ya estaba allí, a mis espaldas.
Continué mi marcha tranquilamente, fumándome uno de los cigarros que mi hermano
Ramón me había regalado antes de salir de su
casa. Los cigarros que fumaba Ramón eran jodidamente fuertes. Más
fuertes aun que los que fumaba Caín. A mí me gustaban los cigarros suaves, pero
como no disponía de dinero suficiente en esos momentos para comprarme mis
propios cigarros, había aceptado con gusto los que me regalaba Ramón. Fuertes o
no, eran cigarros igual, y no había que desaprovecharlos.
El colegio donde estudiaban los hijos de Caín se
encontraba al final de la avenida de la plaza. Era una construcción de tres
pisos muy antigua, tan antigua como antigua era la ciudad, pero al mismo tiempo
muy bien mantenida por los años y por quienes trabajan y habían trabajado en el
colegio a lo largo de su historia. Lamentablemente yo no había estudiado ahí,
si no que en un colegio muy distinto y deplorable, que se encontraba también al
final de la avenida de la plaza, pero en el extremo contrario.
Cuando llegué al lugar, había un sinnúmero de alumnos
y apoderados apostados en las puertas del colegio. Traté de divisar entre todos
ellos a mi hermano Caín, o por lo menos a alguno de sus hijos, pero mis
esfuerzos fueron infructuosos. Prendí otro cigarro y me senté en la vereda a
esperar el momento en que la masa se disipara y pudiera por fin distinguir a
las personas que andaba buscando. A media cuadra de distancia, también en la
vereda, se sentó el hombre que me andaba siguiendo. Ahora yo sabía una segunda cosa
sobre él; no le gustaban los colegios. Tal vez, pensé, le recordaban algún
momento desagradable de su vida.
Media hora más tarde, como si Dios mismo hubiera
soplado de pronto sobre la masa de gente apostada en las puertas del colegio,
todos y cada uno de ellos comenzaron a moverse. Vi pasar cientos de niños y
adultos desconocidos antes de ver por fin a quienes andaba buscando, a mi
hermano Caín y a sus tres pequeños hijos. Venían por la vereda contraria, pero
al verme cruzaron presurosamente, justo antes de que el semáforo de la esquina
cambiara de color y le diera el paso a los autos que venían en sentido
contrario.
Siempre que me encontraba con Caín, éste me saludaba
con un apretón de manos, un abrazo fuerte y un beso en la mejilla. Así mismo lo
hacían sus tres pequeños hijos; el mayor, Alfonso, de nueve años, el de en
medio, Pablo, de siete, y el menor, Víctor, de sólo cinco años, que recién
estaba comenzando su vida escolar. Me alegró mucho verlos, pues hacía tiempo
que no lo hacía. Ellos cuatro también se mostraron alegres de haberse
encontrado conmigo, incluso Pablo, el de en medio, me mostró muy contento un
dibujo que había hecho ese día en el colegio. El dibujo era algo así como una
gran piedra a punto de caer sobre un hombre pequeño. Me pareció un poco
grotesco y terrible, tal vez incluso macabro, pero no le dije nada de eso.
Sonreí y le dije que estaba hermoso, que algún día sería un gran artista, lo
cual, considerando la edad que tenía y lo bien que dibujaba, era cierto y
podría llegar a ser verdad, respectivamente, si es que continuaba dibujando.
Me hubiera gustado conversar con Caín algunos temas
complicados de los que hace rato quería hablarle, pero estaban sus hijos
presentes y tuve que quedarme con las ganas. La conversación, que no duró más
de quince minutos, se desarrolló básicamente en torno a temas superficiales; el
clima, la educación de sus hijos, mi trabajo en la librería. En ningún momento
reparó en el hombre que media cuadra más allá nos miraba fijamente. Tampoco me
preguntó por Ramón, ni por nadie, sólo hablamos de esto y aquello, nada
importante. Pero debían llegar luego a casa porque les esperaba una once
exquisita, como dijo Víctor, así que luego de la invitación de cortesía y de mi
correspondiente negativa, nos despedimos igual que como nos habíamos saludado y
ellos continuaron su camino.
Pensé entonces que ya era hora de volver a mi casa y
disculparme con Paulina. Lo medité durante unos minutos y luego decidí que así
lo haría. Nunca fui un hombre demasiado orgulloso. A veces me enojaba, como
todo el mundo, y podía durarme horas o días enteros, pero ahora el error lo
había cometido yo y era mi deber pedirle perdón.
Mi casa estaba ubicada a los pies del mismo cerro
donde vivía Ramón, pero se llegaba a ella por un lugar distinto. Avancé un par
de cuadras por la avenida del colegio de los hijos de Caín, hasta llegar a un
callejón muy angosto, que casi ni se notaba entre todas las casas de la
avenida. Caminé por el callejón hasta el final, hasta los pies del cerro,
observando por las ventanas de cada una de las casas, la mayoría de ellas
abiertas y al alcance de cualquier espectador. Saludé a través de las ventanas
a un par de personas que conocía, una señora de edad avanzada me insultó por
mirar sin permiso hacia el interior de su casa, y un niño se asomó a la ventana
para darme la mano.
Respiré profundo y luego toqué la puerta. O me había
visto venir o estaba esperando que yo volviera, porque apenas golpeé la puerta
ésta se abrió y apareció Paulina. Te perdono, me dijo, antes de que yo pudiera
decir cualquier cosa, y se lanzó a mis brazos. Esa sensación de estar bien de
nuevo era reconfortante. Pensé, mientras la abrazaba, que esa noche haríamos el
amor como nunca y que al día siguiente invitaría a mi hermano Ramón a tomar once
con nosotros. Paulina estaría de acuerdo conmigo; se llevaba muy bien con
Ramón, lo quería como a un hermano.
Nos estábamos besando cuando de pronto Paulina reparó
en aquel hombre que, detenido y apoyado contra la pared de una casa del
callejón, a unos cincuenta metros de distancia, nos observaba fijamente. No te
preocupes, le dije, es inofensivo. No siempre, me dijo ella. Tiene cara de
saberlo todo. Tal vez, le dije, pero en este momento no me importa. Entonces
Paulina volvió a besarme, como queriendo decir; confío en ti. Luego entramos en
la casa y cerramos la puerta detrás de nosotros.
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