Las naves en el cielo bajaron para llevarme de vuelta a casa


 


Me encontraba en mi patio observando las calas que ya habían florecido, al igual que florecido estaba el ciruelo. Ambas flores eran blancas, y todo el patio estaba cubierto de pequeños pétalos que resaltaban sobre el verde de las plantas y del musgo. Durante la mañana me había dedicado a escribir historias. Una de ellas partía tal como estaba ahora, sentado en una banca del patio, observando las flores. Pero luego sucedían cosas extrañas y todo terminaba en un ambiguo desenlace que no dejaba bien claro que había ocurrido con el protagonista. En cuanto a la historia, no era nada del otro mundo. Al personaje le pasaban cosas, y se encontraba con otros personajes, bastante raros la mayoría, que le daban las claves para continuar en su aventura, y me daban a mí la excusa para continuar con la narración. Todos estos personajes y situaciones formaban parte de un mundo que yo me imaginaba. A veces hacía algunas anotaciones sobre este mundo. Dibujaba esquemas y mapas, pero en realidad, todo lo tenía en la mente, y aunque no estuviera todo el tiempo pensando en mi mundo, cuando quería escribir una historia, simplemente evocaba algún personaje o situación recurrente y esto bastaba para, a través de mi mano, ir desentramando las minucias de este mundo que habitaba dentro de mí. Por supuesto, esto no es nada nuevo, como cualquier otra cosa. Ya los primeros textos de la humanidad, sagrados, portadores de una historia común, totalizadora y nacional, se escribían bajo la misma lógica. Pero no era un mundo individual sino colectivo. El antiguo testamento, por ejemplo, lo escribieron los sabios en babilonia. Y bueno, toda sociedad tiene sus escribanos. Los hay oficiales y marginados, pues la historia que se transmite siempre oculta cosas que otros querrán sacar a la luz.

            En todo esto pensaba mientras estaba en mi patio mirando las flores. También miré un rato al cielo, por si veía pasar una nave o algo parecido, pero no vi nada. Hace tiempo que no veía naves en el cielo. Tal vez esa época ya había pasado, y debía resignarme a que nunca más vería una, pero me costaba mucho resignarme cuando realmente deseaba algo, y ver una nave en el cielo era algo que deseaba profundamente. ¿Por qué? No lo sé. Era un placer tan efímero que tal vez no valía la pena seguir esperando. Decidí consultarlo con la sabia escalera.

*¿Tú crees, sabia escalera, que vuelvan a aparecer naves en el cielo?

*Claro que sí, Juan, me respondió. Sólo debes tener paciencia. Pero si no sucede, ¿qué? ¿acaso te pondrás triste?

*No, nada de eso. Triste estuve el día que corté los rosales. Después de eso, todo es alegría.

            Me refería a que hace un tiempo había cortado los grandes rosales del patio, que ya alcanzaban los cinco metros de altura. Fue triste, porque llevaba muchos años y era el hogar de muchos seres, como pumas y otros felinos que escaparon por los tejados. Pero ya estaba hecho, y ahora nuevos rosales creían de la tierra, junto con otros tipos de plantas.  Y se veía muy hermoso, sobre todo por los pequeños pétalos blancos que caían del ciruelo, y las calas florecidas, que como antes fueron las rosas, eran ahora las reinas indiscutidas del patio. También quise saber cuál era la opinión de la escalera respecto a esto.

*Sabia escalera, le dije, ¿qué te parecen las calas que ahora adornan nuestro jardín? ¿Te gustan? ¿O prefieres las rosas?

*Creo, Juan, que deberías de preocuparte por cosas más urgentes. Pero, respondiendo a tu pregunta, como es el rojo mi color favorito, me gustaba más cuando nuestro jardín estaba adornado con rosales. Eso no quiere decir que no me gusten las calas, que ya han florecido. También veo que están creciendo rosales, y pronto florecerán también. Tal vez no debería haber una sola flor que adorne el patio, sino todas las flores. ¿Qué dices?

*Sí, estoy de acuerdo, sabia escalera. No te preocupes, crecerán todo tipo de flores, te lo aseguro.

*Me alegro, Juan, me alegro.

            Se abrió la puerta de la cocina y salió mi hermano, Albertísimo. Venía sonriendo, y en la mano traía una tarjeta.

*Señor Juan, me dijo, acercándome la tarjeta, está usted oficialmente invitado a almorzar. Miré la tarjeta. Decía, efectivamente, que se me invitaba a almorzar a la mesa de mi casa, y estaba firmada por mi madre, mi padre y mi hermano.

*¿Pero qué hay de almuerzo? Pregunté.

            Dio vuelta la tarjeta. Decía; El almuerzo es pastel de papas.

*Voy enseguida, dije muy contento, pues el pastel de papas es mi comida favorita.

 

            La mesa estaba servida y mis padres estaban sentados. Solo faltábamos mi hermano y yo. Albertísimo se sentó a la derecha y yo me senté a la izquierda. Mi padre, horrible pájaro, miraba la televisión. Tenía los ojos abiertos, muy raro en él. Al parecer se había cortado el pelo. Vestía, lo que alcanzaba a ver, pues sus piernas estaban debajo de la mesa, una camisa blanca y una corbata azul con rayas. Mi madre, Alba Rosa María, vestía una capa blanca y un velo negro le cubría el cuello. Tenía los ojos cerrados y las manos juntas, así que supuse que estaba orando, tal vez para bendecir la mesa. O tal vez estaba llorando, pensé por un momento, y me pregunté si debía o no hablarle, para saber si estaba bien, pero si resultaba ser que oraba, interrumpiría algo sagrado para ella. Resolví por no hacer nada y dedicarme a comer. Una vez que yo comí, los demás igual lo hicieron.

*Han florecidos las calas, anuncié.

*Muy bien, dijo mi madre, muy alegre, pero al instante cambió su expresión. No es tiempo aún, sin embargo, dijo preocupada.

*No importa, le dije. La sabia escalera dice que deberíamos tener todo tipo de flores, y yo le he dicho que así será.

*En efecto, querido hijo, así será. ¿Cómo está la comida?

*Está deliciosa.

*Sí, dijo mi padre, despegándose por un momento de la televisión, está deliciosa. 

*La ha preparado nuestra querida Tía Rara. Ahí está, en el sillón.

            Miramos al sillón. Allí estaba la Tía Rara, durmiendo. La Tía Rara era una señora de edad, usaba lentes gruesos, y aunque no era pequeña, caminaba encorvada. Su blanco cabello lo llevaba suelto. Usaba un abrigo café, una falda gris y botas negras. Al cuello llevaba colgada una piedra y la envolvía una bufanda roja.

*Ha venido preguntando por ti, Juan, me dijo mi madre. Como no sabía donde estabas, le invité a que pasara para esperarte, entonces se ofreció a hacer el almuerzo. Traté de que no lo hiciera, pero ella insistió. Se metió a la cocina y se puso a cocinar este pastel de papas que ahora estamos comiendo. Luego hizo esas tarjetas de invitación.

*¿Para qué me buscará?

*No lo sé. Tu debes averiguarlo cuando despierte.

            Estuvimos otro buen rato comiendo y luego vino la sobremesa. Mi padre había decido apagar la televisión porque no había nada de interés, y comenzó a contar una historia de cuando era niño.

*Una vez salí de noche, dijo, y fui a dar un paseo a la playa. Estaba sentando tranquilamente en la arena, cuando de pronto vi que algo se movía en el cielo. Era una luz que parpadeaba y cambiaba de colores. Estuvo quieta unos segundos y luego comenzó a moverse en círculos. Al cabo de un rato desapareció como una estrella fugaz.

            Albertísimo se largó a reír. Mi padre, medio ofuscado, le preguntó de qué se reía.

*Estás mintiendo, le dijo Albertísimo. Estás inventando.

*Te juro que no miento, dijo mi padre.

*Yo le creo, dijo mi madre. Yo también, cuando niña, fui a la playa. Pero yo fui de día, pues de noche no me era permitido salir. Estaba sentada en la arena mirando el horizonte cuando de pronto, sobre el gran morro donde terminaba la playa, vi una luz que se movía. Lo hacía lentamente y no seguía ningún patrón.  También cambiaba de colores y parpadeaba. Siempre me pregunté qué pudo haber sido.

*Son las naves en el cielo, les dije. A veces las veo pasar.

*No lo sé, dijo mi padre, no creo mucho en eso.

*Pero yo las he visto, insistí.

*Está bien, me dijo, no quiero discutir, Juan.

            No sé qué le hacía pensar a mi padre que yo quería discutir, pero bueno, allá él. En ese momento tenía los ojos cerrados. Mi madre me miraba y asentía, tal vez porque estaba de acuerdo conmigo. Albertísimo seguía riendo, pero más despacio que antes. Por mi parte, me serví un café y decidí volver a la carga.

*¿Entonces qué fue lo que viste? Le pregunté a mi padre.

*Seguro fue un satélite, me respondió.

*¡Claro! ¡Un satélite! ¡¿Acaso un satélite no es también una nave espacial?!

*Baja el tono, Juan, no me faltes el respeto. De verdad te digo que esas cosas no existen. Nunca han existido y nunca existirán.

            Imposible conversar con mi padre, pero bueno, no importó más porque la Tía Rara había despertado. Se acomodó mejor en el sillón y me miró. La Tía Rara tenía los ojos negros, algo hechizantes. A su lado estaba su perro, Marcelino, que movía su cola en señal de saludo. Todos lo saludamos moviendo nuestra mano en el aire.

*Querido Juan, me dijo la Tía Rara, ¿cómo han sido tus días?

*Extraños y bellos, le dije.

*Me alegro mucho. He venido a buscarte para que me ayudes en algo. ¿Tienes tiempo o estás ocupado?

            Miré a mis padres, ellos asintieron.

*Puedo ir, le dije.

*Muy bien, vamos de inmediato, no perdamos el tiempo.

*Abrígate si vas a salir, me dijo mi madre.

            Fui a mi habitación por una chaqueta y un gorro de lana. Luego volví al comedor. La puerta de la casa estaba abierta. La Tía Rara ya había salido. Me despedí de mis padres y salí tras ella. Ya había avanzado una cuadra. Cuando la alcancé, le dije;

*Tía Rara, ¿a dónde vamos?

*Al bosque, por supuesto, me dijo. Pero primero pasaremos a buscar a mi hermana Aurora, que vive aquí abajo del cerro, en la población de San Hernán Panadero.

            Bajamos lentamente la adoquinada callecita del cerro que llevaba a la población donde vivía la hermana de la Tía Rara. Marcelino le ladraba a todo lo que veía, pero sobre todo ladraba al cielo, como si viera algo que nosotros no. Yo llevaba a la Tía Rara del brazo. Además de caminar encorvada, cojeaba con su pierna derecha. Me contó mientras caminábamos que hace poco había sufrido una caída, por eso andaba así, pero que normalmente tenía mucha fuerza y sentía su cuerpo muy sano.

*¿Cuántos años crees que tengo? Me preguntó.

*No lo sé, Tía Rara. ¿Setenta y siete?

*Tengo doscientos treinta y ocho años. Y Marcelino tiene sesenta y dos.

            Marcelino ladró para corroborar la información.

*No puedo creer que tengas tantos años, Tía Rara.

*Te aseguro que vivirás tanto como yo, Juan.

*No sé si eso me gustaría.

*Con el tiempo te acostumbras. He hecho y he visto muchas cosas, Juan, y no me arrepiento de nada. ¿Te arrepientes de algo, querido?

*Sí, de algunas cosas, pero ya no puedo remediarlas. Si vivo muchos años, espero nunca hacer algo de lo que me arrepienta.

*Eso solo depende de ti, Juan.

*Lo sé, Tía Rara.

            Ya íbamos llegando a la población de Hernán Panadero. Las primeras casas comenzaban a asomarse, y algunos perros se acercaron para jugar con Marcelino. Hernán Panadero era una población de una sola calle, en forma de L. las casas eran pequeñas, pero sus patios eran grandes y tenían todo tipo de flores, tal como yo deseaba tener el mío. En la esquina de la L vivía Aurora, la hermana de la Tía Rara, en una casa amarilla, con cerco de madera y dos grandes araucarias.  Allí afuera, apoyando su peso en el cerco, estaba Aurora. Se veía unos años menor que su hermana. Tenía el pelo muy largo, igual de canoso, pero más brillante, al igual que sus labios y sus parpados, donde usaba bastante maquillaje. Tenía un rostro particular, con facciones delgadas y distinguidas arrugas en la comisura de labios y ojos.  Vestía con un largo abrigo de lana, de un amarillo más claro que el de la casa, pantalones de pescador y unas botas café, recién lustradas. A penas nos vio entrando a la población alzó su mano y nos saludó. No tardamos mucho en llegar ante la puerta de su hogar.

*Dichosos los ojos que te contemplan, Tía Rara, saludó a su hermana. Y veo que vienes acompañada por un apuesto muchacho. ¿Cuál es tu nombre?

*Juan el horrible, me apresuré a contestar.

*He oído de ti, Juan. Dicen que una vez encontraste un dinosaurio.

*Son solo habladurías de la gente.

*Bueno, no importa. Tal vez en otro momento podemos hablar de eso. Ahora nos ocupan otras cosas. Vamos, entren en mi casa.

            Entramos. El jardín de Aurora, además de flores, tenía muchas plantas, comestibles y sanadoras. Además, había un sinfín de babosas. Estaba lleno por todos lados, incluso en los árboles y en las paredes exteriores de la casa. A medida que avanzaba, Aurora tomaba una que otra y se las echaba a la boca.

*Pueden comer si quieren, nos dijo.

            La Tía Rara comió y yo también. Luego Aurora dijo;

*Las babosas de mi huerta son las mejores babosas de Entrequén, se los aseguro. Las primeras me las trajo un amigo desde tierras lejanas, y aquí se fueron reproduciendo. Ahora están por todas partes. He pillado algunas muy grandes, de hasta cincuenta centímetros. Pero esas no son muchas y están muy bien escondidas.

            La casa de Aurora, a diferencia de su jardín, era muy sencilla. Tenía lo básico; una cocina, un baño, una habitación, un comedor y una pequeña antesala. Por dentro las paredes también eran amarillas, pero lo que más resaltaban eran los sillones rojos y el sin fin de objetos dorados y plateados que Aurora coleccionaba y que se exhibían por aquí y por allá. Entre los sillones había una escultura de un metro de alto que representaba a una niña, con trenzas y un vestido. Pensé que tal vez era Aurora de niña. Sobre la mesa de centro, una caja de madera sellada con un candado, y en las paredes, cuadros, fotografías, collares, máscaras y un largo etcétera. Pero no nos detuvimos mucho en la casa, pues apenas cruzamos el comedor ya estábamos en la cocina, y allí había una puerta que daba al patio trasero, por la cual salimos, Aurora primero, luego La Tía Rara, seguida de Marcelino, y finalmente yo.

            El patio de Aurora se internaba en la espesura del cerro. Partía con pequeñas malezas, entre las cuales había todo tipo de chatarras y pequeñas casetas abandonadas, para luego transformarse de lleno de un bosque de árboles cada vez más grandes y húmedos. Por el costado izquierdo del camino corría un riachuelo de no más de medio metro de ancho, pero sus aguas eran cristalinas y rápidas, y como el camino iba subiendo, cada cierto tramo nos encontrábamos con una pequeña cascada, donde parábamos a refrescarnos. Estuvimos caminando al menos unos veinte minutos.

*Juan, me habló de pronto la Tía Rara, ¿Qué sabes de las naves del cielo?

*He visto algunas, le respondí. Pero mi padre dice que no son naves, que son satélites.

*¿Qué crees tú?

*No lo sé. Noté a mi padre muy seguro de lo que decía.

*Sí, el siempre es así. Pero una debe creer en lo que ve.

*Sí, lo sé. Yo estoy seguro de que eran naves espaciales, Tía Rara.

            Habíamos llegado a un claro en medio del bosque. En medio del claro se alzaba una gran fuente de agua, de donde nacía el riachuelo que nos había acompañado todo el camino. La fuente era redonda y tenía varios niveles. En cada uno, niños angelicales rodeaban la estructura y lanzaban el agua a través de cuernos. En lo más alto de la fuente, una estatua muy bella que representaba a varias personas en círculo, tomadas de las manos, mirando hacia el cielo. Rodeamos la fuente y nos encontramos con un altar. Sobre el altar había una copa.

*Juan, me dijo Aurora. Debes beber de esta copa para poder seguir el camino.

*Claro, le dije. Beberé.

            Aurora tomó la copa, la sumergió en la fuente y luego me la dio. Era el agua más deliciosa que probé jamás. La manera en que refrescaba mi garganta es imposible de describir. Comenzaron a crujir las ramas. Miré hacia el lado opuesto del claro por donde habíamos llegado, y vi como la maleza comenzaba a separarse y dejaba en medio un camino de un metro de ancho, con adoquines y baranda de metal dorado,

*Vamos, dijo la Tía Rara, ya estamos llegando.

            Nos internamos en el camino recién descubierto con cierta prisa, pero calmadas a la vez, porque el agua de la fuente nos había dejado en un éxtasis profundo. Ahora ya sabía perfectamente lo que venía, y, en efecto, todo sucedió como ya presentían mis sentidos. Luego de caminar otros veinte minutos, llegamos a otro claro. Allí, una estructura circular de concreto, mucho más ancha y alta que la fuente, era la que dominaba el lugar. Se llegaba hasta arriba por una rampla que continuaba el mismo camino que transitábamos. Como la rampla era un poco más larga y empinada, llevé a ambas hermanas del brazo, una de cada lado.

            La nave no tardó en aparecer. Venía entre los cerros a baja altura, pero emitía unas luces muy fuertes que me obligaban a entrecerrar los párpados, y a medida que se acercaba el ruido que producía se hacía más fuerte, casi imposible de soportar. Se posó en el aire sobre la estructura y comenzó a descender.

*Hora de volver a casa, Juan, me dijo la Tía Rara.

            Emocionado y agradeciéndoles sin parar, abracé a ambas hermanas y luego cada una me dio un beso en la frente.

*Ven a vernos un día de estos, me dijo Aurora.

*Vendré, le dije, y traeré a mi padre, para que me crea que son naves y no satélites.

            Ambas hermanas se rieron. Yo me di la vuelta y avancé hacia la nave.

 

 

 


Comentarios

  1. Este Juan siempre lo supo.
    Me encantó sentirme en sus pensamientos y me gustaría escuchar más conversaciones con la sabia escalera.

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