LA BIBLIOTECARIA DEL LICEO DE ENTRE QUIEN QUIERA

 



Hace unos meses me enteré por un amigo de que el liceo donde cursé mis estudios secundarios cerró después de casi dos siglos de funcionamiento. Su decadencia venía ya desde los tiempos en que yo estudiaba allí. La cantidad de matriculados era cada año más baja, y no había persona ni corporación que quisiera comprar el edificio, menos continuar con clases de ningún tipo. No hubo solución, el emblemático liceo de Entre quien quiera fue cerrado y los pocos alumnos que aún quedaban tuvieron que ser reubicados.

Mi reacción ante la noticia fue natural. En verdad no sentía gran aprecio por el lugar, ni sentía tanta nostalgia de aquellos cuatro años de mi adolescencia, ni siquiera recordaba muchas cosas. Aprendí lo necesario para entrar a la universidad, pero no lo suficiente para salir. En comparación con otros compañeros y compañeras, yo estaba en desventaja. La tradición educacional que tuvo alguna vez el liceo, había desaparecido. 

Una de las cosas que recuerdo, por ejemplo, es a una profesora que muchas veces no llegaba a dar clases porque sufría depresión. Todas las personas en el liceo sabían que era por eso, por lo mismo no la despedían. Sin embargo, nadie hacía nada por ayudarla. Y no era la única; problemas de todo tipo eran pan de cada día y nadie hacía nada. El ambiente en general era triste y deprimente.

Estas cosas las reflexioné mucho después. En ese momento vivía en mi mundo y ni siquiera sabía bien lo que era la depresión. Si la profesora no llegaba, para nosotros era la gloria. Odiábamos ir a clases, preferíamos el recreo, queríamos conocernos entre nosotros más que estar encerrados mirando a una pizarra. 

A la única persona que recordaba con algo de nostalgia era a la bibliotecaria del liceo. Si bien odiaba las clases, leer me encantaba, y pasaba mucho tiempo en la biblioteca. A veces iba con mis amigos, pero casi siempre iba solo. Ella era entonces una mujer de cuarenta años, de baja estatura, cabello claro muy largo y profundos ojos verdes, sobre los cuales usaba unos lentes ni tan delgados ni tan gruesos. A pesar de la edad que tenía y la diferencia conmigo, yo la encontraba atractiva. Imaginaba cómo había sido en su juventud, cuando tenía mi edad y estudiaba en el mismo liceo. También me preguntaba qué se sentiría llevar tantos años en el mismo lugar, pues no bien salió del liceo, se hizo bibliotecaria. Ella misma me lo contó la primera vez que conversamos largo y tendido. 

Me tomó varios años llegar a esa conversación, pues ella era muy reservada y solo hablaba con los alumnos lo justo y necesario. Pero como siempre me veía ahí, interesado y apasionado por lo mismo que ella, llegó el día en que, hablando de esto y lo otro, terminamos en una larga conversación donde nos conocimos y nos hicimos algo así como amigos. Gracias a ella conocí grandes libros a los que no hubiera llegado de otra forma. Ella me hizo dejar atrás mis lecturas infantiles y me llevó hacia la infinidad de las posibilidades de la lectura. Me sugería distintos libros, me hablaba un poco sobre lo que trataban, y luego yo elegía uno y me lo llevaba a casa por el tiempo que quisiera, no tenía que devolverlo en un plazo determinado como los demás alumnos. Leído el libro, lo devolvía y me quedaba un rato conversando con ella sobre la lectura. Todos los libros que me recomendó me gustaron y marcaron la pauta de lo que seguiría leyendo en adelante. 


Bien, todo esto que he contado, lo he hecho a modo de introducción para lo que voy a contar ahora. 

Hace unos meses y en circunstancias similares, me encontré de nuevo con el amigo que me había comunicado la noticia del cierre del liceo. Mientras conversábamos el tema volvió a salir a colación y fue entonces cuando me dijo que un rumor se había propagado. Este rumor consistía en que la bibliotecaria del liceo, una anciana medio loca, seguía viviendo en la biblioteca. Como no le hace daño a nadie, concluyó mi amigo, dejaron que se quedara ahí, viviendo en la biblioteca de un liceo abandonado. Pero es solo un rumor, puede que no sea verdad. En todo caso no voy a entrar a comprobarlo. 

No le comenté nada sobre mis recuerdos de la bibliotecaria, la impresión me dejó mudo y pronto mi amigo cambió de tema, pero sus palabras quedaron resonando en mí y en todo el día no pude pensar en otra cosa. Era solo un rumor, sí, pero podía ser verdad. Y si era verdad, me preguntaba, ¿era esa anciana bibliotecaria la misma persona que yo recordaba? ¿Había seguido trabajando en el mismo lugar durante el resto de su vida? Y de ser así, ¿en qué condiciones vivía ahora? Bueno, eso me preocupaba fuera o no fuera ella, pues, daba yo por hecho, se trataba de alguien que vivía en pésimas condiciones.  

Seguí dándole vueltas al asunto varios días hasta que decidí finalmente ir al liceo y averiguarlo.  

El liceo estaba en el centro de la ciudad, a unas cuatro cuadras de la plaza. Yo vivía en el cerro, pero en Entre quien quiera cualquier distancia es caminable. Así que caminé hasta el lugar. Salí temprano, en la tarde tenía otros compromisos y no quería que me faltara el tiempo. Por el camino me iba preguntando cómo haría para entrar al liceo, intenté recordar aquellos lugares por los que me escapaba en mis tiempos de estudio y me preguntaba si seguían allí o si con los años habían conseguido convertir el liceo en la cárcel que deseaban los directivos. 

Para mi sorpresa, el abandonado edificio del liceo no estaba cerrado. Es decir, la puerta principal no tenía candado ni cerradura ni nada que impidiera el paso, al contrario, estaba entreabierta y todas las puertas siguientes también. Dudé un momento si entrar o no. Sentía que estaba corriendo un peligro, pero luego pensé que era solo un miedo racional por entrar a un lugar abandonado. Aun así, el tiempo de abandono no era tanto, por lo que la estructura aún estaba íntegra y segura. No pensaba, por ejemplo, que pudiera caerme un muro encima ni nada parecido. Pero en Entre quien quiera había mucha gente sin casa que aprovechaba los lugares abandonados para vivir temporalmente. Nada tenía yo contra eso, el miedo provenía tal vez únicamente de un prejuicio absurdo. 

Entré. Lo primero que se encontraba uno era el llamado hall de recepción, un amplio salón con sillones, plantas y un mural hecho de cerámica. Por supuesto los sillones estaban sucios, totalmente empolvados, las plantas ya no estaban e incluso uno de los maceteros estaba en el suelo y la tierra desparramada. El mural se conversaba, aunque se veía opaco. Ya no había alguien que le sacara brillo todas las mañanas. 

Después del hall estaba el pasillo principal del liceo, un pasillo muy ancho y muy largo que se extendía hasta el fondo, hasta el final, donde no había más que una puerta que daba al patio. A cada lado del pasillo, salas y oficinas por montón. Un poco antes del final estaba la cocina y el comedor, y un poco antes de estos, antes de los baños, la biblioteca. 

Caminando por el pasillo pude notar los signos de abandono que mostraba el liceo por dentro. Estaba sucio, sobre todo, las ventanas rotas, la mayoría, la madera de las puertas carcomidas por termitas, el suelo lleno de todo tipo de basura. Mentiría si dijera que no me dio pena ver el lugar así. Es cierto que no tengo grandes recuerdos de esos años, pero tampoco fue una mala experiencia. Hice mis primeros amigos y los primeros intentos de romance, fallidos todos porque en el fondo yo seguía siendo un niño.  

Al llegar a la altura de la biblioteca me detuve, y me quedé otro rato en la duda de si entrar o no, sabiendo que lo iba a hacer pero tratando de espantar la ansiedad y el temor que sentía. La puerta estaba abierta, pero había que recorrer un pequeño pasillo que doblaba hacia la izquierda antes de llegar a la biblioteca en sí.  

Estaba en eso cuando vi con asombro que el pasillo se iluminaba con una luz roja parpadeante. Retrocedí un paso, pero me quedé ahí, expectante, esperando a ver qué sucedía. La luz fue tornándose más fuerte, hasta que vi aparecer una llama que flotaba, primero, y que luego comprendí era la llama de una vela sujetada por una persona, una anciana pequeña, de cabello blanco y ojos verdes, profundos. Era ella, la bibliotecaria que yo recordaba. 

*Nunca me viniste a ver después que saliste, me dijo. Luego soltó una risita. No importa, continuó, nadie lo hizo, pero en verdad no me importa. 

*Debí haber venido, dije, con estupor y vergüenza. No terminaba de asimilar bien lo que ocurría. 

*Pero has venido ahora, dijo ella, has venido, estás aquí. Vamos, vamos adentro, a la biblioteca. Hay poca luz y tengo las cortinas cerradas, por eso prendo velas. 

    Se dio media vuelta y desapareció por el pasillo. Ya más calmado, la seguí. Era ella, no había duda. El rumor que me había contado mi amigo era real. Aún así, yo sentía que estaba en un sueño. Volví a mirar el liceo. De pronto, verlo tan destruido me emocionó y sentí ganas de llorar. Tenía el pecho apretado. Me costó volver en mí, pero lo hice, me force a volver a la realidad y entré a la biblioteca.

Como dije antes, yo esperaba encontrar a una persona viviendo en las peores condiciones. No era así en absoluto. La biblioteca, a diferencia del liceo, estaba pulcra, los muebles brillosos, los sillones pomposos y con el color vivo. Los estantes estaban rebosantes de libros, de hecho, en los muebles se apilaban grandes torres de libros que no cabían ya en los estantes. Eran muchos más libros que los que había antes. El doble, o el triple quizás. Y en una esquina del lugar cerca de los sillones, una chimenea encendida. Junto a la chimenea había un altar que consistía en un libro rodeado de velas. Y un poco más al lado, una cama. 

La bibliotecaria estaba de rodillas frente a la chimenea atizando el fuego. No sabía qué decirle. Por suerte una vez más ella fue la que rompió el silencio.

*Me acuerdo de ti, me dijo. Recuerdo los libros que pediste. Eras un buen lector. ¿Lo sigues siendo?

*Lo intento, le dije. Pero no tengo tanto tiempo como antes.

*Claro, el trabajo y esas cosas. La vida. No puedes pasarte la vida leyendo, ¿Verdad? No puedes dedicarte solo a leer y desechar todo lo demás, incluso comer o tomar agua ¿Verdad?

Sus palabras eran extrañas, me asustó un poco eso, pero sabía que no había una mala intención. Lo mejor era seguirle el hilo.

*Verdad, le dije. Si dejara de comer y de beber, y solo leyera, no duraría mucho.

Hasta ese momento seguía atizando el fuego y dándome la espalda. Dejó eso de lado y se sentó en un sillón. Yo seguía de pie, pero por instinto me senté en un sillón frente a ella. Me sonrió y me miró con cariño.

*A veces pienso en hacerlo, me dijo. Dejarme morir y solo leer el tiempo que aguante. Pero no puedo hacerlo. No aún. Además, vivir aquí me gusta, no creas que eres el primero que me visita. Ya sé lo que piensas, lo mismo que me dicen todos, que debo irme de este lugar, que no es un lugar para vivir. Pero es que aquí tengo todo lo que necesito. 

*No pienso que debas irte de aquí, le dije. Si estás a gusto, está bien. Este lugar se ve mejor que mi casa, sinceramente. 

Se quedó en silencio mirando el fuego. Yo la miré fijamente. De pronto su rostro me pareció triste, sobre todo sus ojos, aunque quizás era el aspecto que le daba el resplandor del fuego, o las dos combinadas, y eso hacia que toda su aura transmitiera esa sensación. 

Con las cortinas cerradas y la suave luz del fuego, la biblioteca entera tenía ese aspecto triste pero bello a la vez, nostálgico para ser más preciso. Quizás la bibliotecaria tenía ahí todo lo que necesitaba, pero la pregunta era si le hacía feliz estar encerrada todo el tiempo. Casi como respondiendo a mis pensamientos ella dijo.

*He estado toda mi vida aquí. Estudié aquí y luego me hice bibliotecaria. Y fue el único trabajo que tuve toda la vida. ¿En cuántas cosas has trabajado tú?

*En esto y lo otro, le dije. Por aquí y por allá. He hecho de todo. 

*¿Has construido una casa?

*No, nunca he construido una casa. 

*¿Donde vives?

*En la casa que heredé de mis padres.

*¿Nunca te fuiste?

*No. Ellos se fueron antes de que pudiera irme yo. 

*¿Y eres feliz?

*No…

Sin darme cuenta, la bibliotecaria había dado vuelta las cosas y ahora era yo el interrogado, el que respondía con tristeza. No mentía al decir que no era feliz, aunque, tal como ella, yo tenía todo lo que necesitaba. Excepto, claro, esa gran biblioteca. Aunque tenía yo algunos libros, no era nada comparado a la cantidad que había allí, en las estanterías y apilados sobre los muebles. Tal vez eso era lo que me faltaba para ser feliz. 

*¿Puedo venir a verla más seguido? Le pregunté a la bibliotecaria.

*Por supuesto que sí, me respondió, sonriendo cariñosamente. De verdad parecía alegrarse de mi idea. 

Me levanté, me acerqué a ella y la abracé. Ella me devolvió el abrazo. Ya era hora de irme. 

*Debería salir de vez en cuando, le dije antes de salir por el pasillo. 

*Si lo hago, me dijo. Salgo mucho, hasta me encargo de otras bibliotecas, ya te darás cuenta. Pero aquí es donde vivo. 

Quise formularle un par de preguntas respecto a esas palabras, pero otro compromiso me urgía y de verdad me tenía que ir. Así que levanté y agité mi mano en señal de despedida y salí. 


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