Máquina de mundos




Laura, la mujer con la que había soñado, se presentó esa misma mañana frente a mi puerta, dio tres golpes suaves, tosió un poco, y luego yo me levanté de la cama. Cuando abrí la puerta y la vi, sosteniendo una cajita de cartón con un mantel encima, de inmediato intenté recordar el sueño. Pero no podía recordar. Sólo recordaba que aparecía ella, tal vez desnuda, tal vez observándome de lejos, no lo sé, no recuerdo bien. Tengo problemas con la memoria a corto plazo. Aunque eso de olvidar los sueños es bastante común. Pero recordaba que aparecía ella, quizás con un vestido verde, como el que traía puesto ahora. No pude evitar reparar en sus piernas. Tenían moretones por todas partes. Grandes moretones de un color entre verde y morado.
–¿Quieres entrar? –me aventuré a preguntarle.
            Ella me miró con resquemor. Yo sonreí lo más sinceramente posible para que no pensara mal. Pero igual, con un poco de pesar, se negó a aceptar mi propuesta.
–Tengo que irme ­–me respondió.
 Mientras cerraba la puerta, seguía aún pensando en los horribles moretones de sus piernas. Pronto lo olvidé y volví a mis labores habituales de cada mañana. Poner a calentar el agua, tostar el pan, poner la mesa, y sentarme a tomar desayuno solo, como siempre. Lo bueno de que Laura no hubiese aceptado entrar era que ahora podía llorar sin tener que contenerme. Otra cosa de todas las mañanas. Algo habitual, casi sin sentido, una costumbre más de las tantas que tenía. Ya no recordaba el motivo, había sido hace mucho, yo sólo lloraba y me dejaba conducir por el llanto. Las lágrimas caían adentro del café. Esa mañana lloré más de lo acostumbrado. El café no se acaba jamás, yo tomaba y tomaba sorbos pero mis lágrimas lo volvían a llenar. Recién vine a dejar el llanto cuando probé el pan. Ojalá Laura pase de nuevo mañana, pensé.
  
            Un par de horas más tarde sonó mi celular. Era mi abogado. Su voz denotaba angustia pero trataba de disimularla haciendo comentarios graciosos respecto a lo mal que estaba todo.
–¿Has visto cómo se han puesto los del edificio de en frente? –me preguntó. Iba a responder a su pregunta pero me interrumpió antes de que pudiera emitir siquiera un sonido –. ¡Son unos monos! ¡Unos hijos de puta! ¿Has visto cómo se han puesto? Querían una pelea de espadas, ¡de espadas! Son demasiado ridículos. Qué bueno que ya no te relaciones con ellos. Espera un poco, Marcos, mi madre me está llamando, debo ir a ver que quiere. Vuelvo en seguida, no cuelgues.
            Me quedé pensando, mientras esperaba a que mi abogado volviera, en eso que había dicho, lo de las relaciones cortadas con los del edificio de enfrente. Yo no estaba tan seguro de que fuera algo de lo que enorgullecerse; después de todo, habían sido mis amigos durante muchos años y me habían ayudado en momentos difíciles. Pero eso a él no le importaba. Él sólo quería hundirlos. Era de lo único que hablaba. Un abogado siempre está pensando en cómo hundir a alguien. No. No sé si todos, pero este sí. Todo el maldito tiempo. Urdía planes una y otra vez. A veces despertaba en medio de la noche con algo nuevo en mente, y de inmediato me llamaba para contarme lo que había planeado.
            Regresó al teléfono y continuó con lo mismo;
–Estoy harto de ellos, Marcos, deberíamos encargarnos de ellos lo más pronto posible, ¿qué dices? ¿qué opinas?
            Cada vez estaba más exaltado.
–No lo sé, Espinoza, no lo sé. Dejemos las cosas así por un tiempo. Por ahora no es necesario.
–Lo será en algún momento.
–Entonces ahí hablamos.
            Un largo silencio nos envolvió. Alcancé a mirar el reloj y ver la hora; eran las doce, medio día. También me acerqué a la ventana y corrí la cortina. Había escuchado gritos, como aullidos lobeznos, pero solo eran los hijos de la vecina que jugaban en la calle.
–Tenemos que conversar –dijo mi abogado, interrumpiendo el silencio. Su voz recobró seriedad, pero parecía aun más angustiada, como si, al igual que yo, estuviera a punto de llorar.
–Ven a mi casa –le dije. Yo también quiero que conversemos. Anoche soñé con Laura, y esta mañana tocó mi puerta. Tenía las piernas moreteadas.
–Son muchas coincidencias.
–Así es.
–Pues no puedo ir a tu casa. Pero tú podrías venir a la oficina. Hablamos de las cosas que tenemos que hablar y tomamos una copa ¿qué te parece? Y aprovechamos de ver qué hacemos con los de enfrente.
–Sí, sí. Creo que eso está bien. Voy para allá. Llegaré en una hora. Adiós Espinoza.
            Colgué el teléfono con brutalidad, casi lo rompí. Ya no quería llorar. Ahora tenía rabia y quería romper algunas cosas. Malditos cambios repentinos de humor. En cierto modo era culpa de Espinoza, por eso había reaccionado así con el teléfono. Siempre terminaba convenciéndome de hacer cosas que yo no quería hacer.

–¿A dónde va? –preguntó el hombre del taxi.
–A la oficina de Espinoza –respondí.
            Giró la llave y echó a andar el auto.
            Las calles estaban vacías, y los edificios más grises que de costumbre. Hace tres semanas que no salía de casa. Habían crecido árboles nuevos, pero no tenían hojas y sus ramas eran negras, como si hubieran nacido podridos.
–Todo se está pudriendo –me dijo el taxista al ver la forma en que yo miraba los árboles.
–Es culpa de Espinoza –le dije–. No ha sabido hacer bien las cosas.
–¿Y usted?
–¿Yo qué?
–¿Ha hecho bien las cosas?
–No. Tampoco.
            El taxista sonrió. Lo pude ver por el espejo retrovisor. Tuve la impresión de que quería decir algo más, tal vez algo clave, pero no dijo nada. Me recosté en el asiento y me relajé. Cerré los ojos y un minuto después ya estaba dormido. Volví a soñar con Laura. Ahora tenía un vestido rojo. Era un vestido muy sensual; un poco más arriba de la rodilla, un escote casi perfecto, y los hombros descubiertos. Pero ahí seguían los moretones de sus piernas. Manchas de un color extraño por aquí y por allá, que de pronto comenzaban a moverse, a formar relieves, a aumentar su tamaño, hasta que todas sus piernas se tornaban de ese color, un color oscuro que nunca antes había visto.
–Estás a los pies de la máquina –me decía–. Debes irte ya.

Cuando me bajé del taxi estaba lloviendo. El edificio se erigía gris en la calle de enfrente. Miré hacia la ventana de la oficina de Espinoza. Ahí estaba él, mirándome también desde la ventana de su oficina, esperándome. Sonrió y cerró los ojos, luego levantó la mano y con un gesto me invitó a que entrara. Miré hacia ambos lados de la calle; no venían autos en ninguna dirección, así que crucé. Sólo en el transcurso de cruzar la calle quedé todo empapado. Debí haber traído un paraguas, pensé. Pero ya era muy tarde, le pediría uno a Espinoza para después, cuando tuviera que devolverme a casa.
Adentro del edificio todas las paredes eran blancas. Blancas inmaculadas; llegaban a dolerme los ojos sólo con mirar las paredes. Entrabas y te encontrabas con una pequeña sala de estar y luego un gran pasillo que prácticamente se perdía en el infinito. Había un sinfín de puertas, igual de blancas que las paredes. Yo sólo conocía a unas cuantas personas de las que trabajaban detrás de esas puertas. Pero debían de ser miles.
Lo primero que veías al entrar al edificio, junto a la pared del lado izquierdo, era una planta de un color verde azulado, muy alta y frondosa, que tapaba una serie de asientos que se extendía hasta el final de la sala. Al sobrepasar la planta me percaté de la presencia de una persona en uno de los asientos. Paré en seco y me di vuelta a mirarlo. Era un vagabundo. Estaba empapado, con las manos metidas en los bolsillos de una chaqueta vieja y roñosa, miraba al suelo fijamente y en su rostro se dibujaba una expresión de absoluta desesperanza. ¿Qué hacía ese mendigo allí? Era la única persona en la sala. Rápidamente miré hacia la derecha, al escritorio donde debía estar María Teresa, la secretaria. Pero no estaba. Volví a mirar al mendigo. ¿Qué hacía allí? Seguramente protegiéndose de la lluvia, fue lo primero que pensé. Pero luego tuve la intuición de había alguna razón más profunda que justificara su presencia en el lugar. Recién entonces el mendigo reparó en que estaba siendo observado, levantó la vista y clavó sus ojos pequeños y rojos en los míos, de una forma tan intensa que hasta sentí un sobresalto.
–Vengo a ver a Espinoza –me dijo. Tenía una voz muy grave, se notaba que al hablar raspaba su garganta, casi podía sentir el dolor que le producía forzar sus cuerdas vocales.
–Yo también –le dije. El mendigo fijó su vista nuevamente en el suelo de baldosas blancas.
–No creo que me atienda –dijo él. Su afirmación me sorprendió. Espinoza atendía a todo el mundo.
– ¿Por qué piensa eso? –le pregunté. Demoró un poco en contestar. Antes sacó su mano derecha del bolsillo y acarició su barba y su pelo.
–Llevo mucho tiempo aquí –contestó–. Aún no me atiende.
–Venga conmigo, entonces.
            No siquiera se movió. Se limitó a guardar silencio y girar ligeramente su cabeza hacia la derecha, hacia la planta.
–Estas cosas crecen mucho –dijo. Algún día va a terminar ocupando todo el espacio, ¿sabe? No, no sabe. Yo sé mucho de plantas como estas. Alguna vez trabajé con ellas. Pero ya han pasado muchos años. Y fue en otro lugar, en otro tiempo, usted comprende, me imagino. ¿Usted es amigo de Espinoza?
–Así es.
–Dígale que estuve aquí.
–Suba conmigo.
–No, ya llevo tanto tiempo en este lugar que prefiero quedarme, ¿sabe?
– ¿Lo dice en serio?
–Sí, aquí o allá es lo mismo. Piedras, piedras y más piedras. Es lo único que conozco. Al final ya ni notas la diferencia. ¿Para qué volver? Me acostumbré a esta vida, han sido demasiado años, ¿sabe? Creo que ya no puedo volver. Moriría en menos de cinco minutos.
–¿Y qué hará entonces?
–Ya le dije, me quedaré. Me quedaré aquí hasta el fin de los tiempos, si es que hay un fin. ¿Qué cree usted?
–No lo sé. Tal vez Espinoza lo sepa.
–Tal vez, pero en realidad yo prefiero no saberlo. Vaya usted. Dígale que estuve aquí.
–Claro, como usted quiera.
            No pensaba insistir. Comprendía a cabalidad lo que trataba de decirme. Yo mismo había pensado en ello muchas veces. ¿Qué diferencia había entre esta realidad y la otra? Bueno, si la había, pero la costumbre hacía que poco a poco se nos olvidara. Me olvidé también del mendigo y continué con mi camino.

–No permitiré que los de en frente lo consigan primero –me dijo Espinoza nada más entrar a su oficina.
            Estaba sentado detrás de su escritorio, apoyando el lado izquierdo de su cara en el mueble y con las manos colgando a un costado. Parecía completamente derrotado. Sentí un poco de pena por él. Nunca antes lo había visto así, en ese estado tan deplorable.
–Tienes que dormir –le dije. Tenía unas ojeras tan terribles que era imposible no reparar de inmediato en ellas.
–No puedo –me dijo Espinoza. Despegó su cabeza del mueble, se irguió y luego estiró sus brazos y dio un largo bostezo.
–Tienes que dormir –insistí.
–No, si duermo entonces los de enfrente triunfarán.
–Estás volviéndote loco con eso.
–Quizá.
            La oficina de Espinoza era muy estrecha. Allí no cabía más que su escritorio, él, y un par de personas. En la pared de la izquierda Espinoza había colgado dos cuadros. Uno era una pintura; El beso, de Klimt. El otro era el título universitario de Espinoza, el diploma que lo acreditaba como abogado. Detrás de Espinoza había una puerta. Detrás de esa puerta estaba aquello que llevábamos un tiempo intentando terminar. Pero pensábamos que aún nos faltaba demasiado.
            Espinoza volvió a echarse sobre el escritorio. Yo cerré la puerta de la oficina y me senté en la ventana. Contemplé la ciudad. El ocaso tenía un color azul muy fuerte que casi me hirió los ojos. Ya se hacía de noche. Me preguntaba cuántas horas de oscuridad serían esta vez. La noche anterior habían sido veinte. Y el día no había sido más que una hora y media. Sí, Espinoza tenía razón, las cosas estaban mal. Las cosas no podían estar peor. Éste era el momento más crítico en todos los años que llevábamos allí, y la máquina aún no funcionaba.

            Tocaron la puerta de la oficina. Abrí. Era Laura. Estaba vestida con una falda y una blusa gris. Tenía los ojos vendados y la mano estirada. Tomé su mano y la hice entrar en la oficina. El espacio se reducía cada vez más. Espinoza se puso de pie y se acercó a mí.
–Ella es Laura –le dije, presentándola. Laura hizo una reverencia.
–Mucho gusto –dijo Espinoza.
            Laura no decía nada. Estaba seria y un poco nerviosa. Sus manos sudaban. Tanto ella como nosotros sabíamos que era portadora de la llave, o más bien, que ella era la llave. Lo supimos apenas tocó la puerta de la oficina. Fue tanta nuestra certeza que ni siquiera caímos en preguntas vanas. Había que actuar luego. Los del edificio de en frente estaban a punto de lograrlo.
–¡Vamos! –gritó Espinoza. Se dio media vuelta, avanzó dos pasos y abrió la otra puerta.

            Laura se desnudó y entró en la máquina. Ella sería la primera. No podíamos equivocarnos. Todos los indicios decían que era ella. Espinoza puso la ceniza en su frente. Nos despedimos con un leve movimiento de cabeza. Acto seguido, moví la palanca hacia arriba, hasta la máxima potencia que la máquina podía aguantar, y tras unos segundos de eterna espera, Laura desapareció.

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