Oráculo

Claro, parecía un paradero, o un baño de esos antiguos, los pozos negros, como el que había en la casa de mi abuela cuando yo era niño, antes de que el tsunami arrasara con él y con todo. Pero no era nada de eso. La gente del barrio ignoraba que hacía aquella caseta allí, que aparentemente no servía de nada. A veces se vía a los niños jugando adentro de ella; la llamaban “el portal”. Ciertamente los niños son siempre los que están más cerca de la verdad. Pero tampoco era un portal. Esa caseta era el lugar al que llegaba a dormir todas las noches el viejo Oráculo. Para todos, un mendigo. Para mí y otros cuántos, un profeta. El viejo Oráculo llevaba ciento setenta años sobre la tierra. Decía que vivir era su condena. Lo conocí una noche de invierno cuando caminando cerca de allí se largó a llover torrencialmente. A lo lejos divisé la caseta y corrí a guarecerme bajo ella. Al llegar al umbral noté de inmediato que había alguien en su interior, acostado sobre una tabla que servía de asiento. Dudé si entrar o no. Su cuerpo era pequeño así que un espacio de la tabla estaba libre para que yo me sentara. La intensidad de la lluvia, que cada vez aumentaba, me hizo por fin tomar la decisión de entrar y sentarme al lado de aquel mendigo que dormía plácidamente. Apoyé mi espalda y mi cabeza en la madera. Cerré los ojos. Recordé algunas cosas que habían sucedido durante el día. Entonces escuché una voz que me decía; no deberías pensar tanto en las cosas que ya pasaron, Martín. El pasado no se puede cambiar, al menos no en esta dimensión. Miré hacia mi lado izquierdo y me percaté, asustado, de que el mendigo se había despertado y me estaba mirando. Era su voz la que escuchaba, lo podía sentir en mi interior, pero no veía moverse sus labios. Sólo puedo hablar a través de la mente, continuó la voz. Me sobresalté. Me levanté aterrado y contemplé con horror al mendigo. Tranquilo, me dijo. Sólo tienes miedo de la sorpresa, pero en tu corazón anhelabas este momento. Tenía razón. Aquello que estaba sucediendo, en realidad, me fascinaba. ¿Quién eres? Le pregunté. Soy el oráculo, oí en mi cabeza. ¿Qué haces aquí? ¿De dónde vienes? Insistí. Siéntate y te contaré mi historia. Durante más de una hora estuve mirando al viejo a los ojos y él igual a mí, sin decir palabra alguna, sin que la expresión calma de su rostro cambiara ni por un segundo. Varias veces sentí ganas de correr, varias veces me sentí incrédulo y escéptico ante lo que, a través de mi mente, me relataba. Estaba allí por una misión, me dijo. No había nacido. Simplemente un día apareció allí, con todo el conocimiento que podía tener un ser humano, y con la capacidad de predecir el futuro. Venía, me dijo, de un lugar que yo no podría entender, porque en la realidad en que estábamos no había lenguaje para expresarlo. Cuando aparecía alguien en su caseta y él sentía que esa persona estaba preparada para su verdad, iba y lo decía, como lo había hecho conmigo. Pero a la mayoría de la gente la ignoraba, y ellos también a él. Son pocos los preparados, me dijo. Jesús intentó llegar a todos, y mira cómo terminó. Lo mal interpretaron de una forma brutal. Yo asentí. Pensaba lo mismo, que Jesús había sido mal interpretado, y lo mismo otros cuantos hombres de la historia que hablaron sobre la verdad. ¿Por qué estás aquí? Le pregunté finalmente, ¿por qué en Tomé? Llegué a esta ciudad con un amigo, hace ya mucho tiempo, me dijo. Un amigo poeta que se suicidó hace algunos años. Decidí quedarme porque esta ciudad está más cerca del lugar de donde vengo. Podría decir que aquí me siento como en casa. ¿Y vas a volver algún día? Estoy allá, me dijo. Estoy allá y acá, constantemente. Ahora quiero dormir, y la lluvia ya pasó. ¿Te volveré a ver? Le pregunté. Eso depende, me dijo. Puede que mañana te obligues a creer que esto fue un sueño, puede que la posibilidad de conocer tu futuro te asuste y no vuelvas más. ¿Tú ya sabes la respuesta?...no volví a escuchar su voz después de aquella pregunta. Había cerrado los ojos y se había dormido. Se veía tan humano durmiendo que al instante dudé de todo lo que había sucedido. Efectivamente, la lluvia había cesado. Me fui a casa y me acosté apenas llegué. Durante mucho tiempo dudé si volver o no a aquel lugar para hablar con él. Pasaron al menos unos ocho meses hasta que decidí volver. Pero cuando llegué al lugar, me encontré con que la caseta no estaba. La habían sacado al construir en el terreno detrás ella unos edificios de departamentos. Busqué en otros posibles lugares al viejo Oráculo, pero no lo encontré más. La duda de si mi encuentro con él realmente había ocurrido se incrementó con el tiempo hasta volverse casi una certeza; aquello no había ocurrido. Tiempo después conocí a Paulina. Llevábamos un tiempo juntos cuando me contó que ella sabía de antes que me iba a conocer y que nos íbamos a enamorar. ¿Cómo lo supiste? Le pregunté. No quería decírmelo porque pensaba que la tomaría por loca, pero insistí tanto que finalmente cedió. Me lo dijo un mendigo que aseguraba ver el futuro. 

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