Sepultura




I

Hay algo extraño en el cielo, en el aire, en la tierra, en mí. He despertado esta mañana sintiendo el cuerpo muy pesado, como si tuviera un animal montado en la espalda, mis hombros aún siguen adoloridos y lo mismo sucede con mis piernas. Carmina dice que son cosas de viejo, que la edad me tiene acabado. Pero yo le digo que no. Que solamente hoy me siento así, pero que el resto de los días es como si tuviera cuarenta, o treinta años menos. También he despertado con esa sensación de angustia que me viene cada vez que entierro a un muerto, pero cien veces peor. Debe ser porque aún no entiendo bien lo que sucedió anoche. Aún no lo asimilo. Todo a mi alrededor parece extraño; mi propia casa, mis muebles, mi esposa. Arcano, mi perro, se ha puesto a ladrarme esta mañana apenas me ha visto, y sus ojos se han llenado de miedo. Yo, sin embargo, no dejo de pensar en ellos. En eso. Ahora quiero olvidar el horror que mis ojos contemplaron.

Carmina mira por la ventana. Lleva más una hora mirando por la ventana, abnegada. Está mirando el cielo; son las cinco de la tarde y ya está oscuro, y no es una oscuridad de nubes negras, no se avecina ninguna tormenta, simplemente se ha oscurecido, como si el sol de pronto hubiera decidido esconderse antes de la hora acordada con la tierra. Escucho a Arcano ladrando afuera, en el patio de la casa, no sé a qué, o a quién, pero ha vuelto a ladrar de la misma forma en que me ha ladrado a mí esta mañana. A ratos sus ladridos se convierten en llanto, en un llanto terrible, desgarrador, desesperado, luego vuelven a ser ladridos de miedo. Comienzo a sentirme ahogado. Voy a salir, le digo a Carmina. Bueno, me dice ella, sin dejar de mirar por la ventana.  Me coloco mi chaqueta y salgo de la casa.

Hace un frío de mierda. En este pueblo hace frío todo el año. Debí haberme abrigado más antes de salir de casa. En honor a la verdad, ya estoy un poco viejo, y no tengo aún deseos de morir.

Pero quiero olvidar lo de anoche cuanto antes. Llevo dos años sin tomar una gota de alcohol, pero hoy…hoy debo hacerlo. Camino por las calles de Entrequén como si ya estuviera borracho. Debe ser el dolor que siento en el cuerpo. Casi no tengo equilibrio. A cinco cuadras de mi casa encuentro una taberna abierta. Lo bueno de los pueblos chicos es que están llenos de tabernas. Pueblo chico, infierno grande, dicen. Anoche aquí estuvo el infierno y sólo yo lo sé. Y también ellos, los que quiero olvidar. Los rostros que quiero que desaparezcan de mi mente.

Entro a la taberna de la señora María.  Me recibe con los brazos abiertos, como siempre. Debe tener unos diez años más que yo pero para mí es como una madre. Siéntese nomás, don Evaristo, yo le llevo lo de siempre, me dice. Le hago caso. Voy hasta el rincón y me siento en la última butaca. La señora María me lleva lo de siempre. ¿Por qué tiene esa carita? Me pregunta. Ah, no, continúa, ya sé. Anoche enterró un muerto. Esboza una sonrisa. Ella no sabe lo que pasó anoche. Yo me quedo pensando y no digo nada. De pronto miro hacia la puerta. Ellos están entrando. Me ven. Él me ve. Gira la vista al instante. La señora María camina hacia ellos para atenderlos. Aprovecho el instante para salir de prisa de la taberna.


II


Llegamos de noche. Está oscuro, pero se nota que es un pueblo chico.  No debe haber más que cincuenta casas. Nos ponemos a caminar hacia alguna especie de centro. Llegamos a una pequeña plazoleta y nos sentamos a fumar un cigarro. Allí hay un local abierto, dice Carlos, podríamos ir un rato a tomarnos algo. ¿Tenemos tiempo? Pregunta la Yari. Todo el tiempo del mundo, le contesta Carlos. Entonces vamos. Terminamos de fumarnos el cigarro y caminamos hacia el único local abierto que se ve en el lugar. Entramos. Nos recibe una señora mayor. Debe tener unos ochenta años. Pero camina bien y parece que tiene la mente en buen estado. Nos trata con hospitalidad. Ni se imagina lo que hemos venido a hacer a su pueblo. ¿Qué van a querer? Nos pregunta. Dos Escudo de litro, le dice Carlos. ¿No será muy poco? Pregunta la Yari. Ya, dice Carlos, deme tres mejor. Esperamos a que la señora nos pase las tres botellas y nos vamos a sentar a la mesa más cercana. De pronto me fijo en las dos personas que están sentadas en la mesa del fondo. Al parecer aún no nos han visto. Le pego un codazo a Carlos y con la cara hago un gesto indicándole que mire hacia allá. La Yuri y el Ronald también se dan cuenta. Tomémonos rápido las chelas y los esperamos afuera, les digo bien despacio. Todos asienten. Ronald se encarga de servir. Un vaso. Dos vasos. Tres vasos. Cuatro vasos. Listo. Hemos tenido suerte. Nos acabamos las cervezas y ellos dos siguen ahí, y no nos han visto. Bueno, y si nos vieran, él no tiene idea de que lo estamos siguiendo. Quizás sospecharía, pero de todos modos ya estamos aquí y bajo ninguna circunstancia ese hijo de puta se va a salvar.

Nos quedamos esperando en la plaza, fumando.  Ellos no tardan en salir. Caminan por la calle del local hacia el sur. ¿Los seguimos? Pregunta la Yuri. Sí, contesto. Nos ponemos a caminar detrás de ellos, a una distancia de cien metros. Caminamos varias cuadras, hasta llegar a un sitio donde ya casi no hay casas. Tenemos que agarrarlos ahora, dice Carlos. Sí, les digo. Comenzamos a caminar más rápido. Luego más rápido. Nos estamos acercando. Ellos escuchan nuestros pasos, se dan vuelta. Comienza a correr. Nosotros también.

No es primera vez que hacemos esto. Hemos aprendido a ser rápidos. No tardamos ni un minuto en alcanzarlos. Carlos comienza a golpearlo a él. Ronald la agarra a ella y la Yuri le pega combos en la guata y en la cara. Ellos comienzan a gritar. Entonces yo lo golpeo también a él y lo dejo inconsciente de un solo golpe. Me doy vuelta y hago lo mismo con ella. Ambos caen al suelo. Saca los sacos, le dice el Carlos a la Yuri. Ella saca dos sacos de su mochila. Metemos los cuerpos adentro.  Ronald parte a la plaza a buscar la camioneta.  Regresa con ella y echamos los cuerpos arriba. ¿A dónde vamos? Pregunta la Yuri. Al cementerio, le contesto. Damos un par de vueltas por todo el pueblo hasta que encontramos el cementerio. En la entrada hay una caseta, y la luz de la caseta está prendida. Nos bajamos de la camioneta. Me acerco a la caseta. Adentro de ella se encuentra un hombre medianamente viejo, de unos sesenta y cinco años. Me mira sin expresión alguna. Tenemos que enterrar unos cuerpos. Le digo. ¿Y así nomás? ¿Sin funeral? Pregunta. Sí, así nomás. Los tenemos acá afuera. Venga. Sale de la caseta y me acompaña hasta el vehículo. Le muestro los dos sacos. El viejo se horroriza. No puedo enterrarlos así como así, me dice, lo siento. Saco la pistola de mi chaqueta y le apunto directo al corazón. O los entierras, o te pongo cinco balas, le digo. Me da risa su cara de miedo. Pero al ver la pistola no duda ni un segundo en hacer lo que le decimos que haga. ¿Cuándo te demoras en hacer el hoyo? Le pregunto. Hay uno hecho, me dice con una voz temblorosa. Entiérrenlos ahí. Bueno, le digo. Entramos con la camioneta y llegamos hasta el final del cementerio. Allí efectivamente nos encontramos con un hoyo listo. Carlos y Ronald tiran los cuerpos al suelo. Ambos comienzan a quejarse. El viejo sepulturero se ha meado en los pantalones.


III

¿Todavía mirando por la ventana, Carmina?

Iba a llegar anoche, y no llegó.

¿Quién?

Nuestro hijo, Evaristo, Francisco. Venía con su polola. Quería que fuera una sorpresa para ti. Hace tanto tiempo que no venía. Pero no llegó. Lo he llamado y no me contesta. Ojalá no le haya pasado nada.

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