LA FAMILIA HORRIBLE ( Criatura I I I )
Bueno, me
encontraba en mi habitación tranquilamente mirando por la ventana. A través de
ella veía mi patio y los patios y tejados de las otras casas. En cada tejado
había uno, dos o más gatos, descansando, tomando el sol. A veces alguno
caminaba de un tejado a otro, pero la mayor parte del tiempo estaban estáticos,
al igual que yo, pues llevaba casi dos horas en la misma posición; los codos
apoyados en el marco de la ventana y la mano derecha sujetándome la barbilla.
Todo lo que mi vista alcazaba a divisar eran esos patios y tejados de las otras
casas. Si me levantaba un poco, quizás, podría ver los cerros de más atrás, los
últimos cerros que circundaban la ciudad, donde ya no había casas ni patios ni
nada, sólo árboles. Allá arriba, en la cumbre de uno de ellos, estaba la
laguna. A veces pensaba en ella con una profunda nostalgia. Cinco años iban ya
desde la última vez que había visitado el lugar. Pero recordaba cada detalle
como si de una fotografía se tratase. Al llegar, luego de un largo camino
entremedio del bosque, delimitado en sus bordes por pequeñas piedras grises,
antes de salir del camino y entrar de lleno en lo que era el espacio en sí de
la laguna, a la derecha, había un muro de unos diez metros de altura y dos
metros de ancho. Cuál era o había sido su función, jamás lo supe; era sólo un
muro, y como ese había muchos en la ciudad, sólo que era extraño que hubiera
uno allí, tan apartado de la civilización. En fin, este muro de diez metros de
alto y dos de ancho, liso y de color rojizo pues estaba hecho de ladrillos,
tenía una particularidad. Casi en la mitad del muro, en la orilla derecha,
resaltaba una protuberancia. Esta protuberancia era negra y tenía la forma de
una manilla.
¡Vamos a
almorzar! Escuché de pronto que alguien gritaba desde el comedor de la casa,
interrumpiendo mi recordar. Era mi padre el que llamaba.
¡Voy! Grité.
Pero no hice tal. En cambio, me quedé allí, sin variar ni un milímetro en mi
posición.
Seguí mirando los gatos que
descansaban en los tejados de las casas vecinas. En uno de los patios, dos
niños aparecieron y se pusieron a jugar con una pelota de futbol. Uno hacía de
arquero, en un arco que no parecía estar delimitado más que por los márgenes de
la pared de la casa, y el otro pateaba los penales, casi todos atajados por su
compañero de juegos. El niño pateaba despacio, con temor, y ante cada penal
atajado, el otro se burlaba de él con fuertes carcajadas. Yo las oía apenas,
pues eso ocurría tres patios más allá. Me causaba mucha gracia, sin embargo,
que el que hacía de arquero fuera tan cruel a la hora de burlarse. Al pateador
no le causaba gracia, sin duda. Cuando iba por el decimo quinto penal, atajado
también, se cansó de las burlas recibidas y pateó el decimo sexto lo más fuerte
que pudo. El resultado, el vidrio de la ventana echo trizas, y unos segundos
después, un encolerizado grito de la que supuse era su madre.
No pude quedarme a ver el desenlace
de la historia pues otra vez mi padre me llamaba para almorzar, y yo solía
acudir al segundo llamado. Así que dejé de mirar por la ventana de mi
habitación y me dirigí al comedor. En la mesa se encontraban ya sentados mi
padre, mi madre y mi hermano. Todos me sonrieron al verme.
¡Hijo mío!
Exclamó mi madre.
¡Hermano!
Exclamó mi hermano.
Querida familia,
les dije, ¿qué hay de almuerzo?
Mi madre dirigió la vista hacia su
plato. Un contundente trozo de carne acompañado por una porción considerable de
arroz.
¿Te sirvo? Me
preguntó mi madre.
Claro, le dije
yo.
Me senté a la mesa junto a mi padre.
Mi madre se levantó y volvió minutos después con mi plato. Lo depositó frente a
mí.
Provecho, me
dijo.
Tomé cuchillo y tenedor y me lancé a
la tarea de engullir aquellos alimentos.
Juan, me dijo mi
padre. Lo miré. Como siempre, tenía los ojos cerrados, pero igual su rostro se
inclinaba hacia el mío, como si pudiera verme a través de sus párpados.
¿Dime?
Ya sabes que las
cosas no van bien.
Lo sé, padre, lo
sé.
Eres un joven
muy inteligente, siempre lo has sido. Cuando niño, eras el mejor de tu clase
¿Recuerdas?
Claro que lo
recuerdo.
Ya sabes que las
cosas no van bien del todo, pero siempre pueden mejorar. No quiero ser más un
pesimista. Quiero pensar positivo, quiero pensar que definitivamente las cosas
pueden mejorar. Hoy hace un bello día, ¿ya viste?
Claro, recién
estaba mirando por la ventana de mi habitación. El sol está reluciente, papá.
Pero ¿Qué hay con ello?
Nada, es sólo
que me puse a recordar. Cuando eras niño eras el primero de tu clase, y yo
estaba muy orgulloso de ti. No es que ahora no lo esté. Claro que estoy
orgulloso de ti. Eres un hombre sabio, aunque a veces te descuidas un poco,
Juan.
Mi padre tenía razón. Solía
descuidarme y descuidar a los demás. No lo hacía a propósito, por supuesto, era
algo que iba más allá de mí, de mi voluntad y mi entendimiento. Miré a mi
hermano. El era distinto en muchos aspectos, y eso me proporcionaba una inmensa
alegría. Mi hermano no tendría que pasar por cosas por las que yo había pasado.
Hace un tiempo,
continuó mi padre, saliste de casa con una babosa en el bolsillo. ¿Recuerdas?
Mi madre se horrorizó y me lanzó una
mirada letal.
Sí, padre,
recuerdo muy bien aquel día.
¿Qué hacías con
esa babosa en tu bolsillo, Juan? ¿Para qué la necesitabas? Puedes decírmelo,
puedes confiar en mí. Soy tu padre.
Sé que puedo
confiar en ti, y en mi madre también, pero hay cosas que prefiero guardar para
mí. No es nada malo, de todos modos, no tienes de qué preocuparte. No hagas
caso de lo que dicen en la televisión sobre las babosas. Nada de eso es cierto.
Las babosas son inofensivas y algún día, espero, todos portaran una o más en
sus bolsillos, te lo aseguro.
Juan, dijo mi
madre, por qué no me habías dicho antes que llevabas babosas en tu bolsillo.
Ahora no llevo
ninguna. Pero insisto, las babosas son inofensivas. No hay nada de malo con
ellas.
No lo sé, dijo
mi padre. Quizás tengas razón, Juan. Quizás las babosas sean inofensivas.
Mi hermano contemplaba todo
aguantando la risa. Cada vez que nuestras miradas se cruzaban, me guiñaba un
ojo. Mi madre en cambio seguía disgustada. Ella reprochaba la actitud dócil que
mi padre tenía siempre conmigo. Aunque ella tampoco era de enojarse demasiado.
Ese tipo de discusiones eran pan de cada día, sin embargo, nunca pasaban de ser
simples discusiones de almuerzo y sobremesa.
¿Qué dan en la
televisión? Preguntó mi padre.
Mi madre tomó su mano y recostó su
cabeza en su hombro.
La televisión
está apagada, mi amor, le dijo.
¿Y la estufa?
También la
estufa está apagada.
Bueno, no
importa, dijo mi padre. Se olvidó del tema de las babosas y siguió comiendo tranquilo
y en silencio. Todos hicimos igual. Cuando estábamos por terminar nuestros
respectivos platos de comida, oímos que un auto se estacionaba afuera de
nuestra casa.
Es El Tío Daniel,
dijo mi padre de inmediato. Me dijo que vendría hoy a almorzar. Qué lástima. Quedó
debajo de la mesa. Rio.
Aún queda
comida, dijo mi madre, riéndose también.
Anda, ve y sirve
un plato de comida para el Tío Daniel, dijo mi padre.
Unos segundos después el Tío Daniel golpeaba
la puerta. Mi hermano se paró abrir. El hombre que entró a la casa era aquel
que me había hablado aquel día de las posibilidades de una babosa, afuera de la
escuela del barrio. No confiaba en él, comprobé al instante. Ya la vez anterior
algo me había producido mala espina, ahora el sentimiento era claro, su
presencia me disgustaba, sus maneras, su forma de hablar, su forma de ser, su
forma de mirar, todo en él me causaba rechazo, aunque estaba siempre intentando
sonreír y decir chistes para que los otros se rieran.
¡La familia
Horrible! Exclamó nada más entrar, y se largó a reír como hacía siempre.
Mi padre, un poco incómodo, se limitó
a sonreír.
Vamos, siéntate a
la mesa, amigo Tío Daniel, te serviremos comida.
No se preocupen,
dijo el Tío Daniel, ya he comido en casa, pero quise venir de todos modos.
Justo en ese momento llegaba mi
madre con un plato de comida para el imbécil del Tío Daniel. Le dejó el plato
en frente y el servicio al lado. Él inclinó la cabeza agradecido y comenzó a
comer.
Juan anda con
babosas en el bolsillo, dijo mi padre. Lo miré furioso. Ya habíamos olvidado el
tema, no tenía sentido que volviera a él, menos en presencia del idiota del Tío
Daniel. Él era un estúpido y no entendía nada de nada. Me miró sorprendido. Maldito
mojigato. Yo estaba seguro que él también andaba a veces con babosas en los
bolsillos, pero nunca iba a reconocerlo delante de mi padre.
¿Es cierto eso,
Juan? Su rostro de pronto pareció alumbrarse por un recuerdo ¡Claro que es
cierto! La última vez que te vi llevabas una babosa en el bolsillo, te pregunté
que por qué la llevabas, y me respondiste que esa misma mañana la habías
recogido de tu patio.
Así fue, dije
yo. Mi familia me miraba atentamente. Mi hermano a punto estaba de estallar en
risas.
Y luego te
fuiste. Continuó el Tío Daniel. Y yo volví a donde los de la banda. Ah,
precisamente de eso quería hablarles. No sé si Juan ya les contó, aunque veo
que no, pero he pasado a formar parte oficial de la banda de guerra de la
escuela del barrio.
¡Increíble! Exclamó
mi padre, se olvidó completamente de mí y miró al tío Daniel con ojos
brillantes. Parecía extasiado con la noticia. Mi padre amaba la banda de guerra
de la escuela del barrio.
Sí, soy el
tambor mayor, dijo el Tío Daniel. Me siento muy orgulloso, la verdad. Concepción,
el que dirige la banda, ya lo conocen, me ha invitado cordialmente. Me ha dicho
que la familia láctea, ya la conocen también, está donando dinero para que
pueda funcionar la banda.
Aquí toda mi familia aplaudió. Yo, por
supuesto, quedé helado. No por nada sentía tal dio y rechazo hacia el Tío
Daniel. Ahora si que encajaba todo. La familia láctea donaba dinero para la
banda de la escuela del barrio, donde él era el tambor mayor. Eso sin duda era
un indicio de algo. Una primera pista, tal vez, del misterio que me había sido
encomendado resolver. Intenté formular alguna pregunta que, sin tocar
derechamente el tema, su respuesta me dijera algo más sobre lo que yo quería
saber. Cuando por fin tuve la pregunta formulada en mi cabeza, otra vez sonaron
golpes la puerta de la casa. Esta vez fue mi turno abrir. Abrí. Era Emilio Rojas,
el tímido Emilio Rojas, el siempre triste Emilio Rojas.
Me alegré mucho al ver al que ya
consideraba un buen amigo, pues desde nuestro primer encuentro, ya nos habíamos
visto varias veces y al parecer nos entendíamos bien. Él igual se alegró de
verme.
Hola, Juan. Me dijo.
Entra, le dije
yo. ¿Quieres tomar un té?
No, respondió Emilio
Rojas mientras entraba a mi casa. Se quedó junto a la puerta y miró a todos en
la mesa.
Hola, les dijo.
Él es mi amigo
Emilio Rojas, lo presenté. Vive en el cerro de la Navidad. Él hizo una tímida
reverencia.
Hola, le dijo mi
padre, un poco serio. Eres bienvenido a sentarte con nosotros, Emilio Rojas.
Todos los amigos de Juan son bienvenidos aquí.
Gracias, Tío, le
dijo Emilio, pero he venido a buscar a Juan para salir a jugar.
Mi padre abrió los ojos y clavó su
vista en mí. Comenzó a reír frenéticamente, con carcajadas y espasmos. Yo también
lo hice, y abracé a Emilio Rojas para que no fuera a pensar algo malo. Para mi completo
alivio, el rio también, y todos lo hicieron, sobre todo mi hermano, que ya no aguantaba
más. También la mierda esa del Tío
Daniel.
¿Puedo salir a
jugar? Le pregunté a mi padre, cuando por fin pude dejar de reír.
Pregúntale a tu
madre, me dijo.
Madre, ¿Puedo salir
a jugar?
Sí, Juan, puedes
Salir a jugar, pero no te alejes demasiado, tú sabes que afuera es peligroso. Y
por favor, ya no andes con babosas en los bolsillos. Supongo que tú no eres de
esos, Emilio Rojas.
No, tía, claro
que no, dijo Emilio Rojas, aunque por su nerviosismo era obvio que mentía.
Ya vamos, le
dije.
Vamos, me dijo
él.
Abrí
la puerta y salimos. Él frío nos dio de golpe, pero por nada del mundo íbamos a
regresar. Cuando ya nos habíamos alejado una cuadra le dije;
Tengo una pista,
Emilio.
¿Sobre qué? Me preguntó.
Sobre la familia
láctea. No es nada, en realidad, pero algo tengo.
Yo también, me
dijo Emilio. Y he tenido un sueño. Debemos ir a un lugar, Juan el horrible.
¿Cuál es ese
lugar? Le pregunté.
La laguna que
está aquí arriba, Juan el horrible, en la cumbre del cerro de al lado.
Precisamente
hace un rato estaba pensando en ella.
Entonces hay que
ir allí ahora, y el camino nos comentamos esas pistas que tenemos sobre la
familia láctea.
Claro, vamos, amigo
Emilio Rojas.
Contentos y entusiasmados, nos
encaminamos hacia la laguna. Me olvidé de mi familia por completo, es decir, de
mi padre, mi madre y mi hermano, pero me acordé de mi abuela. No la había visto
en toda la mañana. No estaba regando las flores en el patio ni tampoco en la
cocina. Tampoco se había sentado con nosotros a la mesa. Quizás había salido.
Bueno, ese misterio tendría que resolverlo a lo que volviera.
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