El cadáver de un pájaro negro
Siempre que
visitaba a Juan, lo encontraba en su patio regando las plantas, cortando leña
para la estufa, o haciendo cualquier otra cosa que las posibilidades del lugar
le permitieran. A veces, cuando hacía mal tiempo, se encerraba en el taller
de su abuelo, y escuchaba caer la lluvia torrencial del sur mientras dibujaba
planos y esquemas en un cuaderno que había encontrado en una estantería del
taller. Alguna vez había estudiado diseño, pero poco recordaba de
esa época. En realidad, las cosas que sabía hacer, las había aprendido allí,
practicando noche y día casi sin descanso.
Me
gustaba visitarlo varias veces por semana. Me recordaba a mi padre, que en
tiempos difíciles había dedicado sus horas al tallado en madera. Hace años que
él había muerto, pero aún exponía sus trabajos en mi casa, como una forma de
recordarlo y de mostrar a quienes me visitaban la obra de mi padre. Juan
también me iba a ver a menudo. Él decía que esas esculturas, aunque pequeñas y
sencillas, debían estar en un museo, porque todo lo que representaban las hacía grandes obras de arte. Luego reflexionaba y decía; no, en realidad, no estaría
bien que estuvieran en los museos. Allí pronto se olvidarían. Es mejor que
estén aquí, donde siempre serán invaluables.
Cuando
Juan regaba las plantas, lo hacía de forma distraída y no resultaba eficaz. Yo
le quitaba la manguera y le enseñaba como se hacía. La leña sabía cortarla muy
bien. No tenía mayor problema con eso. Es más, tenía una técnica que casi
desafiaba la de mi padre, experto en cortar leña para encender la estufa.
En eso y otras
cosas se pasaba Juan las tardes, siempre en su patio, y yo lo acompaña
conversando, leyendo un libro, o mirando los techos de las casas colindantes y los
gatos que se paseaban por ellas
Un
día de septiembre me dijo, mientras ponía a salvo los caracoles que se arrastraban por todas partes después de una noche de lluvia, que le había sucedido algo muy
extraño.
¿Qué es lo que te ha
sucedido, Juan? Le pregunté.
Hace tres noches
tuve un sueño, me dijo. En realidad, fue una pesadilla, no lo sé bien. Las pesadillas
igual son sueños. En fin, soñé que salía al patio y encontraba entre las
plantas el cadáver de un pájaro.
¿Un pájaro?
Pregunté horrorizada.
Si, me dijo, un
pájaro negro. Desperté muy angustiado, con ganas de llorar. Luego me levanté y
seguí haciendo mis cosas normalmente, y me olvidé del asunto. Pero hoy salí
temprano al patio, me puse a regar las plantas, y de pronto veo que allí
estaba, entre unas mantas de melisa, el cadáver de un pájaro negro. Di un salto
por la impresión, te podrás imaginar, tú que sabes que tengo unos nervios
horribles.
Asentí.
Es algo extraño,
pero sucedió. Sucedió tal como te lo he contado.
¿Y qué piensas
sobre ello? Le pregunté.
¿Qué piensas tú?
¿Estás pensando
que quizás sea un mal augurio?
No lo sé, ¿qué
piensas tú?
Tampoco sé bien
qué pensar, Juan, porque sí, claro que es extraño, pero me pregunto si no es
simplemente una coincidencia.
Tal vez, pero
imagina que no lo sea, imagina que signifique algo.
¿Qué podría
significar?
Eso tampoco lo
sé.
No creo mucho en
esas cosas, Juan. Históricamente el pájaro negro lo han asociado con un símbolo
de mal augurio, pero eso es sólo por su color. ¿Qué hay de realidad en que tal
o cual cosa signifique algo transcendental para ti sólo por el hecho de su aspecto?
Tampoco sé cómo
responder a eso. Sólo sé lo que he visto. Y he visto esto en mi patio después
de haberlo soñado. No sé si creer o no en las coincidencias. La verdad es que
no soy bueno interpretando cosas.
Te entiendo
Juan. ¿Y qué has hecho con el cuerpo? ¿lo enterraste?
No, no lo he
enterrado. Lo tengo en el taller de mi abuelo cubierto por unas bolsas de
plástico. ¿Quieres ir a verlo?
Claro, vamos a
ver ese pájaro negro.
El taller del abuelo de Juan estaba
lleno de herramientas. Había sido también un tallador, pero el abuelo de Juan
construía muebles, sillas y cosas que fueran funcionales para la casa. También
había muchas imágenes y estatuillas de vírgenes, santos, y otros símbolos
católicos. Para rematar, Juan encendió una vela que seguía pegada al mesón de
trabajo, pues el lugar no tenía luz eléctrica. El fuego iluminó el espacio y dejó
ver, aparte de más cosas que guardaba, el cadáver del pájaro negro, cubierto
con bolsas plásticas.
Efectivamente, allí estaba. Juan
levantó las bolsas y pude ver con mis propios ojos el pájaro muerto que esa
mañana había aparecido en su patio. No se notaba maltratado, ni con sangre ni
nada, pero estaba muerto. Cerré los ojos porque ya no quise verlo más. Juan se
dio cuenta y volvió a cubrir el cadáver con las bolsas. Miré a Juan y vi que
estaba llorando. Nunca lo había visto llorar, porque siempre estaba en su patio
y casi no tenía razones para hacerlo. Pero ahora lloraba, lloraba despacio pero
desconsolado. Me dio pena verlo así, tan triste. Lo abracé fuerte y le tomé la
mano.
¿Por qué lloras,
Juan? Le pregunté.
No lo sé, me
respondió. De pronto, ver el cadáver del pájaro negro me ha causado mucha pena. No
puedo explicarlo, es sólo que…
No tienes que
explicarlo, lo interrumpí.
Bueno, me dijo,
y siguió llorando.
¿Qué hacemos con
él? Me preguntó.
Tal vez debamos
enterrarlo aquí en el patio, Juan. Creo que eso sería lo mejor. A menos que
pienses que eso sería un mal augurio.
No pienso eso.
Entonces
hagámoslo. Hagámoslo ahora mismo. ¿Tienes una pala o algo parecido? Vamos,
enterrémoslo ya, y nos olvidamos del asunto.
Está bien,
hagamos eso.
Sacamos algunas herramientas acordes
del taller del abuelo de Juan y nos dirigimos a una parte del patio donde había
un metro cuadrado de tierra baldía. Comenzamos a excavar. A lo lejos se oía una
canción de ópera, algo bastante sofisticado en los aspectos musicales. Se hacía
de noche. El cielo tenía nubes rojas, como las del crepúsculo. Eran hermosas.
Se extendían hasta los confines del cielo como una gran cúpula protectora del mundo.
En
lo que terminamos de cavar, ya estaba todo oscuro. Volvimos al taller del
abuelo de Juan a buscar el cuerpo del pájaro negro, y nos encontramos con algo
espantoso. El cadáver estaba lleno de gusanos, rodeado de ratas, gatos y perros
que intentaban obtener un pedazo de su cuerpo. Ya lo habían despedazado. Llegamos
demasiado tarde. Como pudimos espantamos a los animales, que rabiosos, no
querían irse sin llevarse un poco de carne en sus hocicos.
Cuando
al fin se fueron todos los animales y bichos, hasta los últimos gusanos, lo
único que quedaba del pájaro negro era su cabeza. El resto sólo era vísceras y
sangre. Miré a Juan para ver si seguía llorando, pero no, ahora sus ojos,
hundidos, sólo mostraban temor, la tristeza se había escondido.
¿Qué hacemos
ahora? me preguntó.
Vamos a enterrar
lo que queda, Juan. Eso vamos a hacer.
Bueno, vamos a
enterrar esto, pero hagámoslo rápido, ya no quiero más, por favor.
Enterremos luego el cadáver de este pájaro negro.
Envuelta en las bolsas de plástico llevamos
la cabeza hasta el hoyo que habíamos hecho. Juan depositó allí lo que quedaba
del cadáver y tomó la pala.
¿No quieres
decir algunas palabras? Le pregunté.
No, de verdad,
acabemos ya con esto, me respondió.
Enterró la pala en el montículo de
tierra que había quedado, la levantó, y cuando se disponía a voltear el
contenido sobre el agujero, se oyó una voz que dijo;
Espera, espera,
Juan, no lo hagas aún.
La voz provenía del agujero. Era la
voz del pájaro negro.
¿Qué pasa? Le
preguntó Juan.
Antes quiero
decirte algo, luego podrás cubrirme de tierra, y no te molestaré más, lo
prometo.
Dime.
Yo era un buen
pájaro, ¿sabes? orgulloso de mi condición de ave. Cometí algunos errores en mi vida, y
aunque intenté enmendar el camino, igual terminé así, como me ves ahora. Pero, a pesar de todo, siempre amé ser ave, siempre
amé volar. Eso es lo que le da sentido a una vida entera, por más difícil que
haya sido. Bueno, eso quería decirte, Juan. Ahora puedes echar esa tierra
encima.
Tendré en cuenta
lo que me has dicho, le dijo Juan, y dejó caer la tierra que aún sostenía la
pala sobre el agujero donde descansaría para siempre la cabeza del pájaro
negro.
Una vez tapado por completo, cortó
una flor de las incontables flores que había por allí y la depositó encima de
la tumba. Me acerqué a Juan y sobé su espalda. Espero que estés bien, le dije.
Él asintió. Tú también cuídate, me dijo. Ya era tarde y debía volver a mi casa.
Mis padres me esperaban para la once. Me despedí de mi amigo y me fui de allí,
pensando en Juan, que siempre estaba en su patio regando las plantas, cortando
leña para encender la estufa, o haciendo cualquier cosa que las posibilidades
del lugar le permitieran.
Comentarios
Publicar un comentario