En honor al muerto
Del
otro lado de la puerta, mi madre me dijo;
Ave María
purísima.
Sin pecado
concebida, le dije yo
Estaba
en el patio de mi casa observado los muros, techos y patios de las otras casas,
convergentes con la mía. Hace poco nomás, la Blanquinegra había estado conmigo.
Le ofrecí agua y comida, la que había quedado del muerto. Ella la aceptó muy
alegre.
Cómo has
despertado, me preguntó mi madre.
Aquí, mirando
esas ramas donde se posan los pájaros, en el patio de al lado.
¿Que tienes que
contarme?
Bueno, nada. He
comido babosas.
Vamos, lo de
siempre, Juan, lo de siempre.
Se
abrió la puerta. Mi madre, mujer alta y morena, de rasgos indios como yo, de la
sierra donde su padre cortaba leña para un aserradero, salió hacia el exterior
y tras respirar el aire tibio de la mañana, dijo.
Hoy es un buen
día para ir a dejarle flores al muerto.
Cierto, madre,
respondí, hoy es un buen día para eso de ir a dejarle flores al muerto.
Se
asomó a la barandilla del balcón
Parece que los
otros techos estuvieran caídos.
Es que ha
temblado un poco.
Bueno, vamos a
cortar algunas flores.
Bajamos
la escalera. Sujeté su velo, para que no se arrastrara por el piso. Mi madre
caminaba lentamente, pidiendo permiso a un pie para poder mover el otro.
Flectaba las piernas al bajar un escalón, como si bailara, pero no, no bailaba.
Era otra cosa, partes del rito que yo no conocía, quizás.
Bueno,
llegamos abajo. Nos enfilamos por el
angosto camino de los rosales. Sacamos algunas, las más altas y rojas. Nos fue
necesario usar una escalera, que alguien con anterioridad había dispuesto allí
para dicha tarea, pues las rosas más altas ya alcanzaban los seis metros de
altura.
¿Cómo van esos
cuentos? me preguntó mi madre.
Bueno, bien, le
dije yo.
¿Y cuando me
traerás libros? Ahora tengo tiempo y ganas de leer.
Pues todos los
libros que tenía los he cambiado por babosas.
Ay Juan, tú y
tus cosas. Y tu hermano que recoge hormigas. Y tu abuela que grita y que grita.
Y tu padre que anda siempre con los ojos cerrados. Y tu abuelo… ¿Dónde está tu
abuelo?
En su taller,
seguramente, partiendo leña.
Cortadas
ya todas las rosas necesarias, emprendimos la ruta de vuelta por el camino de los
rosales. Llegamos nuevamente al patio. Allí, en una esquina, estaba la tumba
del muerto. Nos acercamos y depositamos las rosas sobre la tumba.
Arrodíllate dijo
mi madre.
Nos
arrodillamos. Ella me miró y con el dedo pulgar de su mano derecha dibujó una
hipotética cruz en mi frente.
Oramos
cada uno en silencio. Yo no sabía en realidad como orar. Pero pensaba en el
muerto, y pedía que donde estuviera, estuviera bien. Y que si podía ayudarme
con la vida, que lo hiciera. Y qué tal vez, si podía un día venir a visitarme,
tanto mejor. Sobre todo eso. Deseaba mucho que el muerto me visitara, para
volver a verlo, aunque fuera solo una vez.
Bueno,
terminamos con el rito y mi madre quiso volver a entrar a la casa. Tuve que
ayudarle nuevamente con el velo, para que no se arrastrara.
En
la tarde, estando yo sentado en el sillón del living de mi casa, mientras leía
un libro donde las flores, como las de mi patio, pero aun más, alcanzaban proporciones
colosales y alturas inimaginables, apareció de nuevo la Blanquinegra y vino
hasta a mí saludando con una reverencia, como siempre lo hacía.
¿Qué haces? Me
preguntó, sentándose a mi lado.
Leo un libro, le
respondí, apartando mi mirada del objeto y dirigiéndola hacia mi interlocutora.
¿Para qué haces
eso?
Para aprender.
Yo todo lo he
aprendido mirando, me dijo, y levantó la cabeza.
La puerta de la calle sonó, alguien
había introducido una llave en la cerradura. La Blanquinegro salió corriendo al
instante. Era mi padre quien llegaba. Mi padre siempre tenía los ojos cerrados,
y a veces, si la Blanquinegro se descuidaba, la golpeaba al caminar. Traía él en sus manos algunas bolsas de
supermercado, y estas contenían un sinfín de cosas para la casa.
Juan, me dijo,
¿hay leña para encender la estufa?
No, padre, le
dije, no hay.
Entonces hay que
ir a buscar. ¿Me acompañas?
Claro que sí.
Salimos al patio, bajamos la
escalera y fuimos al taller de mi abuelo. Él no estaba allí, pero toda la leña
había sido partida, y luego apilada según tamaño, color y forma. Mi padre
seleccionó las que le parecieron mejores y me las fue pasando una a una.
No confío en
esta leña, dijo mi padre, frunciendo el ceño, lo que sumado a sus ojos cerrados
lo hacía ver bastante gracioso.
¿Por qué? Le
pregunté, evitando reír.
Intuición, me
dijo, simple intuición.
Claro, le dije,
la intuición es importante.
Algo así, más
bien es algo fundamental. Yo conozco a todos los que están en mi contra, Juan.
Conozco sus rostros.
¿Quiénes son? Le
pregunté, alarmado.
Después te
mostraré. Tengo un papelógrafo con cada uno de ellos, y ellas, Juan.
Me parece bien.
¿Crees que esté
bien por ahí de leña?
No, yo digo que
falta un poco más.
Sí, tienes
razón, pero esa la llevaré yo, puedes subir Juan.
Volví al living y dejé la leña junto
a la estufa. Al rato volvió mi padre, con el resto de leña en sus brazos. La
dejó junto a la que había traído yo.
¡Querida esposa!
Gritó.
Mi
madre salió de su habitación y vino hasta nosotros, lentamente. Se agachó, tomo
los palos más pequeños y los introdujo en la estufa. Luego tomó una vela del
altar a la virgen, que estaba justo al lado, y con ella encendió el fuego.
Este fuego es
santo, dijo, pues lo es el fuego con el que ha sido encendido.
No lo sé, le
dije.
Mi padre abrió los ojos.
Lo es, me dijo.
Si tu madre dice que lo es, si ella lo siente así, entonces es sangrado, Juan.
No importa lo que creamos tú y yo.
Bueno, tenía razón. Pero es que no
era yo practicante de esos ritos ni creencias, si no de otros ritos y
creencias, quizás más extraños que los que practicaba mi madre. Yo era más de
babosas y puertos espaciales, pero eso parecía no gustarle mucho a mis padres.
En fin, estaba yo condenado, y todos igual lo estábamos. Eso decían siempre, y
yo lo repetía. Como repetía además otras tantas cosas.
Ya de noche,
antes de acostarme, me dirigí nuevamente al patio para comer la última babosa
del día. La estaba buscando en la huerta cuando la Blanquinegra volvió a
aparecer. Traía unos huesos en la boca, los cuales depositó a mis pies. Yo la
miré asombrado. No hace mucho nos conocíamos. Me acerqué y le di un apretado
abrazo. Ella rugió como siempre lo hacía.
Te los he robado
a ti, me dijo.
Riendo, le respondí.
No me importa.
Con tal de que estés bien alimentada.
Me dio su mano, yo la estreché con
amabilidad. Miré sus ojos. Ella venia a decirme algo importante. Dio algunas
vueltas a mi alrededor. Yo la seguía con la mirada, y rotaba sobre mi propio
eje.
Volví
a la huerta para seguir buscando la babosa. No demoré mucho más en encontrarla.
Era larga y muy mucosa, del color del petróleo.
¿Vas a comerte
eso? me preguntó la Blanquinegra.
Sí, le respondí.
¿Por qué? Me
preguntó, asombrada.
Nunca me lo
había preguntado, le respondí, solo lo hago.
La blanquinegra parecía asombrada,
abrió mucho los ojos y se echó hacia atrás. Luego se tiró al piso, y se estiró.
Su actitud me pareció un poco hipócrita. Un par de veces la había visto yo
comiendo cosas peores. Pero bueno, allá ella. Me comí la babosa y volví al
patio. Ella me siguió.
Vamos a ver al
muerto, me dijo.
Claro, le dije
yo, y me acerqué a la tumba del muerto.
No, me dijo la
Blanquinegra, mirando hacia el patio vecino. Vamos a ver al muerto.
Saltó sobre el muro, luego hacia al
gran árbol de naranjos del otro patio. Antes de perderse entre sus ramas, miró
hacia atrás y me dijo.
¿Vienes o no?
Claro, le dije,
claro. Y me apresuré en alcanzarla.
Me costó encaramarme en el muro. No era
este tan alto, pero yo estaba falto de ejercicio. Me agarré de un fierro que
salía de un pilar de concreto a mi lado. Allí estaban las primeras ramas del
árbol, las más cercanas a mi patio. Puse mis pies sobre una de ellas y me
agarré de dos que colgaban sobre mi cabeza. Caminé y caminé, y poco a poco me
fui internando en un gigantesco árbol de ramas muy grandes y gruesas, las
cuales formaban un perfecto camino que ascendía en espiral hasta la copa del
árbol.
La blanquinegra me miró y me preguntó,
intrigada;
¿Conocías este
árbol?
Siempre lo miro
desde el balcón de mi patio, le respondí.
Pero nunca habías
venido.
No, nunca me
atreví a subir. Pero ahora siento confianza contigo. Se ve que sabes lo que
haces.
Claro que sí,
Juan, yo conozco bien estos caminos, he caminado por ellos toda mi vida, que no
es muy larga, pero eso es lo bueno, que si vivo bastante, conoceré incluso
otros patios, otros jardines, otros árboles, otros muros.
Claro, tienes
toda la razón.
Subimos. El árbol se convertía cada
vez más en un bosque lleno de maleza, y el camino se hacía cada vez más
estrecho. Aún así, no se cortaba en ningún momento. Ascendía y ascendía dando
vueltas en curvas y espirales, hasta que llegamos por fin a un claro donde el
camino se enanchaba de nuevo, desaparecían las grandes y espesas ramas, y salía
finalmente a un riachuelo que un poco más allá se convertía en una pequeña
laguna.
Esto es
realmente hermoso, le dije a la Blanquinegra.
Claro que lo es,
Juan. Mira todo ese verdor. Y las aguas de la laguna son cristalinas. Y hay todo
tipo de animales, mira.
Miré. Claro, allí había todo tipo de
animales, escondidos entre la maleza que rodeaba la laguna.
Mira, volvió a
decir la Blanquinegra, mira quien está allí.
Miré hacia la otra orilla. Allí, en
la arena, echado como siempre, con su cara de siempre, estaba el muerto. Le sonreí
al verle, y levanté mi mano para saludarlo. Él agacho su cabeza en señal de
reconocimiento. Luego sonrió también, y me lanzó un beso.
¿Crees que se
acuerde de mí? Le pregunté a la Blanquinegra.
No lo sé, Juan.
Nunca he estado en esa orilla.
Claro, claro, entiendo.
Miré otra vez al muerto. Seguía tan
hermoso como lo recordaba, como siempre había sido. Su mirada era punzante y
sagaz, aunque no por eso exenta de ternura e incluso un poco de temor. Verlo de
nuevo era algo hermoso, mi deseo se había cumplido, a pesar de no saber orar.
Le
agradecí a la Blanquinegra, por supuesto, que me había guiado hasta allí.
De nada, me dijo
ella, pero debemos volver de inmediato. Verás, cuando lleguemos ya será tarde,
y ya sabes que de noche los árboles cierran los caminos.
Claro, le dije
yo, no hay problema, estoy feliz de haber visto al muerto.
Bueno, vamos.
La Blanquinegra se puso a caminar de
vuelta. Yo le eché una última mirada a mi amigo. Allí seguía, ahora mirando el
agua, tal vez su reflejo. La vanidad le era muy propia, sin duda alguna. Volví
a hacerle gestos con las manos, aunque no me mirara. Luego me di la vuelta y emprendí
el regreso a casa.
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