PERSONA DESAPARECIDA






La avenida de Cristal era el lugar ideal para pegar carteles de personas desaparecidas, pues era esta la más transitada de la ciudad. Largos pendones colgaban de lo alto de las tiendas, mostrando los rostros de los ídolos de la televisión.  Las tiendas ofrecían sus mejores ofertas, y esto era, por supuesto, anunciado en todas partes.
Jeremías, acostado en su cama, recordó que, durante la celebración del pasado año, casi no se podía caminar por la avenida de Cristal, porque había demasiada gente comprando regalos a última hora. Ser abogado le daba mucho dinero, claro, pero de qué servía, si no podía caminar por la avenida de Cristal.
            Cambió de canal y se puso a ver una de vaqueros. El wéstern era su género favorito. Con el ruido de una balacera afuera de una cantina de pueblo, Magdalena despertó.
*¡Apaga esa mierda! Le gritó. Jeremías la miró sin decir nada, sonrió y apagó el televisor. No quería discutir con su esposa. Esa noche no. Quería estar tranquilo, pero le preocupaba no ser capaz al día siguiente de encontrar el regalo que le había pedido su hija menor. Tendría que ir a la avenida de Cristal. Se durmió pensando en ello.

Despertó a las siete de la mañana. Se había dormido a las dos. Dormir cinco horas era signo de que las cosas iban bien.
Se levantó al baño para orinar. Al hacerlo, sintió un ligero dolor en el abdomen. De inmediato pensó en la enfermedad. Iría al médico la próxima semana. Tendría que hacer el trámite engorroso de ir a pedir la hora, hablar con la secretaria, decirle lo de siempre, que él sólo se atendía con el doctor tanto, y que cualquier cosa llamaran a su teléfono personal, jamás al teléfono de su casa. Eso sí, le pediría a Magdalena que lo acompañara. Quizás hasta podría decirles a sus hijas. De vuelta, un paseo por la costanera no estaría mal. Pensaba en esto mientras se afeitaba. Tenía una barba acumulada de ya varias semanas. No se veía mal, pero tampoco parecía el abogado elegante y distinguido que había sido alguna vez.

Antes de salir de casa, caminando por el pasillo principal, reparó en la puerta abierta de la habitación de su hija menor.  Se aceró sigilosamente tratando de no hacer ruido, pero el suelo de madera rechinó igual bajo sus pies.
            Se quedó de pie en la puerta de la habitación.  Esta estaba a oscuras. De pronto, una ligera brisa proveniente de algún lugar desconocido movió un poco la cortina, iluminándose el rostro de la niña con un rayo de luz exterior. La pequeña estaba despierta. De costado, con la cabeza apoyada sobre la almohada, pero con los ojos abiertos al máximo, en una expresión extraña, como de sorpresa. Miraba fijamente a su padre. Jeremías lo notó de inmediato. La mirada de su hija estaba clavada en él. Pero no decía nada. Sólo lo miraba.
*Mi pequeña, dijo Jeremías, con una ternura que rara vez sabía expresar.
            La miró con cariño; sin duda la quería, la amaba, era su hija pequeña, cómo no iba a amarla. Era tan linda como su madre había sido. Aunque Magdalena seguía siendo hermosa. Nunca se lo decía. Nunca le decía nada a nadie sobre lo que sentía. Fue extraño para Jeremías sentirse de pronto tan sensible. Muchas veces se había enorgullecido y hasta alardeado de su temple de acero, rara vez en su vida vacilaba o titubeaba por culpa de sus emociones. Tal vez su profesión lo había hecho ser así. La ley exige frialdad y razón.
            Volvió a su habitación aún con esa sensación desconcertante que había comenzado a sentir en la puerta de la habitación de su hija. Magdalena dormía, se había destapado hasta la cintura, y uno de sus pies se dejaba asomar por el costado de la cama. Aquello le hizo gracia. Contempló a su mujer y poco a poco su sensación de angustia fue disminuyendo. Se vistió en absoluto silencio para no despertarla. Antes de emprender la marcha, se acercó a ella y la besó en la frente. Ella se movió ligeramente, pero no despertó.

            Estacionó a unas cuadras de su destino, en la avenida de los Estacionamientos, junto a otros miles de autos. A las nueve y media de la mañana llegó a la sucursal de su banco, ubicada justo en la entrada de la avenida de Cristal.
El trámite sería sencillo, sólo necesitaba sacar el dinero suficiente de su cuenta bancaria. Lo difícil vendría luego, al ir por los regalos.
Había dos guardias en la entrada del banco que lo miraron de pies a cabeza. Eran altos y corpulentos, como la mayoría de los guardias. De uniforme azul inmaculado, cinturón negro, arma de servicio y una placa en el pecho. Deben ser frustrados de las fuerzas policiales, pensó Jeremías, con esa ironía maliciosa tan propia de él.
            Había tres cajeros automáticos disponibles en la entrada del banco. Un cuarto se encontraba en mantención. Jeremías se acercó al primero, introdujo su tarjeta y luego digitó su clave secreta. Se sorprendió al ver en la pantalla la frase “clave rechazada”, estaba seguro de haber puesto bien el número, eran sólo cuatro dígitos. Volvió a intentarlo, fijándose esta vez en cada una de las teclas que apretaba. Pero no, lo mismo de nuevo, volvieron a aparecer en la pantalla del cajero automático las palabras “clave rechazada”. No era para desesperarse. Podía ser algún problema de la máquina, así que retiró la tarjeta y se acercó al segundo. Pero lo mismo ocurrió nuevamente, y lo mismo en el tercero. Iba a intentarlo una última vez cuando uno de los guardias se le acercó.
*¿Algún problema, señor? le preguntó el uniformado.
            Jeremías lo miró. Aunque parecía sereno, su rostro dejaba ver ya una clara agresividad. Lo interpretó como un signo de su trabajo, y le dijo amablemente. 
*No me reconoce la clave. Intenté en todos los cajeros, y no he podido ingresar.
*¿Está seguro de estar digitando la clave correcta? Le preguntó el guardia.
*Claro que sí, ocupo la misma clave hace diez años, no voy a olvidarme de pronto, de un día para otro, ¿no le parece?
*Es algo extraño, señor. ¿Desea usted hablar con alguien del banco para solucionar su problema?
*Cuánto antes, por favor.
*Venga conmigo, lo llevaré con alguien que puede ayudarlo.

La mujer tras el mesón de servicio al cliente era bajita y morena. No miró a Jeremías en ningún momento, se limitó a escribir en un computador la información que él le daba en respuesta a sus preguntas. Cada vez que agregaba información nueva ponía una cara distinta.
*Usted no aparece en los registros de este banco, dijo la mujer al cabo de un rato. Tomó la tarjeta de Jesús y se la devolvió.
*¿Cómo es eso?, preguntó Jeremías, asombrado y asustado por lo que acababa de oír.
*Usted no aparece en los registros de este banco, señor Jeremías
            Contuvo el aire antes de soltar;
*¡Soy cliente hace diez años! ¡¿Cómo no aparezco en los registros del banco?!
*Cálmese, señor, le dijo la mujer, mirándolo por primera vez. Debe haber algún problema.
*¡Claramente lo hay! exclamó Jeremías. Su indignación iba en aumento, y la indiferencia que mostraba la mujer ante su problema no ayudaba a mejorar la situación.
            El guardia, que se había quedado cerca, aunque a cierta distancia, vio como Jeremías comenzaba a exaltarse. Se acercó de inmediato.
*¿Sucede algo?, preguntó, amenazante.
*¡Claro que sí! exclamó Jeremías. Esta señora me dice que no aparezco en los registros del banco, ¡y soy cliente hace diez años!
            El guardia miró a la mujer tras el mesón. Ella se limitó a encogerse de hombros. Esto exasperó aun más a Jeremías. Estaba perdiendo la paciencia. No era mentira lo que decía. Hace diez años que todos sus asuntos de dinero los había puesto en manos de ese banco. ¿Por qué ahora, de pronto, ya no figuraba como cliente?
*Voy a tener que pedirle que se retire, señor, le dijo el guardia.
            Jeremías lo miró sorprendido. Le parecía una situación inaudita. Nunca en su vida había tenido problemas para realizar un trámite tan sencillo. Lo único que deseaba era sacar dinero de su cuenta para ir a la avenida de Cristal y comprar regalos para sus hijas. Se los hizo saber, tratando de mantener la serenidad que ya por momentos había perdido.
*Lo siento, le dijo la mujer, pero usted no es cliente de este banco, señor. Por favor, no insista.
*Señor, retírese por las buenas, o me veré obligado a usar la fuerza, le dijo el guardia.
            Jeremías lo miró de pies a cabeza. No tenía posibilidades contra él. Si insistía, y el guardia cumplía su amenaza, no sólo se iría de allí sin haber obtenido lo que buscaba, sino que además sufriría una humillación pública que por ningún motivo podía tolerar. Él no era cualquier persona, era un abogado, un servidor de la ley, su comportamiento debía estar siempre a la altura de tal categoría, incluso si eso significaba, precisamente, dejar que cometieran contra él una injusticia.
            Dirigió una última mirada de odio a la mujer tras el mesón antes de retirarse definitivamente, callado, cabizbajo y a paso raudo.

Resignado, se adentró en la avenida de Cristal y comenzó a caminar sin rumbo entre un mar de personas, quienes, agitados y desesperados, corrían de allá para acá, de tienda en tienda, buscando las mejores ofertas para comprar los regalos que repartirían esa misma noche a sus seres queridos, luego de la cena navideña. Tal como lo pronosticado, había tantas personas transitando por la avenida de Cristal que apenas se podía caminar. Era un caos.
            Pero era mayor el caos en la mente de Jeremías. Confundido por lo recién sucedido, se preguntó cómo haría ahora para comprar los regalos, si no tenía nada de dinero en efectivo, más que unas monedas y un par de billetes que no le alcanzaban para nada.
La hija mayor le había pedido una bicicleta, una en particular, que había visto en una revista de aventuras en la montaña. La menor quería una casa de muñecas. La había visto en la televisión. Incluía un manual de buena convivencia. Y su amada esposa le había pedido sólo una cosa, que por fin jubilara, que dejara su trabajo de abogado. Pero la respuesta negativa de Jeremías fue rotunda. No sólo no estaba dispuesto a dejar su trabajo, por el contrario, aspiraba a seguir ejerciendo durante muchos años, tal vez hasta que la muerte se lo llevara.
            En medio de la avenida de Cristal, entre toda esa gente al borde de destriparse unos a otros por conseguir lo que querían, Jeremías se sintió más vacío y angustiado que nunca en su vida. Tuvo la certeza por un momento de que todo estaba mal. Más bien, había algo en específico que estaba mal, pero no lograba dilucidar si ese algo estaba adentro o afuera de él.
            ¿Con qué cara les diría a sus hijas que este año no tendrían su regalo? No, no podía decirles eso. Simplemente no podía volver a casa con las manos vacías. Tenía que pensar en algo rápido, algo que lo sacara del apuro. Pensó en llamar a algún amigo, alguien que lo salvara, que comprara por él la bicicleta y la casa de muñecas, luego le devolvería el dinero, cuando hubiera arreglado su problema con el banco. Pero no tardó demasiado en darse cuenta de que no tenía a nadie a quien llamar. No tenía amigos ni conocidos que fueran a hacerle ese favor. Todas sus relaciones sociales tenían que ver con su trabajo.
            Siguió caminando otro rato por la interminable avenida de Cristal. Las tiendas jamás se acababan, menos la gente, cada vez aparecían más personas, por todos lados, cada vez era más difícil caminar, y más fácil chocar con todo el mundo.
            Decidió parar de caminar y sentarse a fumar un cigarro. No había bancas desocupadas en ningún lado, así que se sentó en el suelo, apoyando su espalda contra el pilar de la entrada de una tienda. Desde allí volvió a contemplar el mar de personas que transitaban por la avenida. Eran miles. Y él era uno más. Derrotado, en el suelo, literalmente.
           

Jeremías notó de pronto que, entre la multitud, alguien se había detenido y lo observaba fijamente. Era un hombre mayor, de unos setenta años, lleno de canas y arrugas. Se acercó. Jeremías pensó que le daría una moneda, confundiéndolo con un mendigo. El hombre se detuvo a un metro de distancia. Parecía estar sorprendido de algo que Jeremías, hasta el momento, desconocía.
*¿Qué quiere? Le preguntó Jeremías.
            El hombre indició hacia arriba. Jeremías miró hacia donde indicaba, y reparó en algo que no había visto antes, al sentarse. Sobre su cabeza, pegado al pilar donde Jeremías se apoyaba, había un cartel. Era en realidad una hoja con un rostro, su rostro, y abajo la frase persona desaparecida. No decía nada más, no había descripción, ni número telefónico, ni dirección, sólo la frase y su rostro, una foto tamaño normal.  Era él tal cual se le veía ahora.
*¿Esto lo ha pegado usted? Preguntó el hombre. ¿Qué clase de broma es esta?
            Jeremías se puso de pie y arrancó la hoja. No podía creer lo que veían sus ojos. Quiso responder que sí a la pregunta recién formulada, que obviamente era una broma, pero ni siquiera él lo sabía. ¿Desaparecido? Pero si había salido de su casa no hace más de una hora, y aparte de su familia no imaginaba para quién más podía estar desaparecido. La situación era extraña y absurda, los nervios se apoderaron él, comenzó a sudar y temblar sin saber muy bien qué hacer.
*Quizás sea una broma para la televisión, dijo el hombre.
*¡Váyase! Le gritó Jeremías, ¡Yo no estoy desaparecido!
            Toda la gente lo miró, pero nadie se detuvo. El hombre, asustado, comenzó a caminar muy rápido; en tres segundos se había perdido entre la multitud. Jeremías también caminó, casi instintivamente, producto de los nervios que sentía, hasta que por fin salió de la avenida Cristal.
Estaba temblando. Cada paso que daba era más difícil que el anterior, sus piernas le parecieron de pronto unos palillos a punto de quebrarse. Miraba hacia al frente y luego volvía a mirar la hoja que llevaba en la mano; era su rostro, el de nadie más. ¿Y si realmente estaba desaparecido? ¿Y si en realidad lo de la mañana no había sucedido más que en su imaginación? No. Pensar eso era tan absurdo como la situación en la que se hallaba. Pero ya no soportaba más la angustia. Debía llegar a su casa cuanto antes.
Corrió hacia donde había dejado su auto, en la avenida de los estacionamientos. Buscó el suyo por todo el lugar, pero no lo encontró. Su auto no estaba en ninguna parte. Ahora sí que era el colmo, ¿cómo podía salirle todo tan mal? Buscó un guardia con el cual hablar, pero no había nadie allí más que él, sólo autos y más autos y más autos.
Salió de la avenida de los estacionamientos hacia la avenida de los buses. Hizo parar al primer taxi que apareció. Se subió y le gritó su dirección al chofer. No dijo nada durante el camino. El taxista tampoco dijo nada, pero lo miraba cada cierto tiempo por el retrovisor. La respiración entrecortada de Jeremías, su cuerpo que temblaba, su expresión de horror en el rostro, daban cuenta de que algo no iba bien con él.

Pagó la tarifa correspondiente y se bajó del taxi. El vecindario estaba tranquilo, silencioso, nadie caminaba por las calles, sólo una mujer joven pasaba por el frente, trotando, con el teléfono en la mano y los auriculares puestos.
            Se acercó al portón del antejardín y sacó las llaves. Eran más de veinte las llaves que tenía en el llavero, pero recordaba bien para qué cerradura era cada una de ellas. No demoró en encontrar la que necesitaba para abrir el portón. Metió la llave, intentó girarla, pero no pudo. Volvió a intentarlo varias veces y nada sucedía, la cerradura no quería moverse. Jeremías sentía su mente derretirse. Pero quizás se había equivocado de llave, pensó para tranquilizarse. Intentó con todas las demás, pero ninguna de ellas logró abrir el portón del antejardín. No le quedaba más remedio que tocar el citófono, como si fuera de visita. ¡Y en su propia casa! Apretó el botón y esperó a que su esposa o una de sus hijas lo atendiera.
*¿Diga?, Se escuchó una voz a través del aparato. Era su hija mayor.
*Soy yo, dijo Jeremías.
*¿Quién?
*¡Hija! Soy yo, Jeremías, tu padre, ¡Abre ya!
            Un silencio prolongado se produjo luego de sus últimas palabras. Exasperado, volvió a apretar el botón varias veces.
*¿Qué quiere, señor? Se escuchó decir, molesta, la voz de su hija
*Hija, ¡Soy yo! ¿Por qué no quieres abrirme?
            Volvió el silencio. Jeremías insistió con el botón del citófono incontables veces, hasta que reparó en algo insólito. En la ventana de su habitación, que daba a la calle, en el segundo piso, estaba su esposa y sus dos hijas, abrazadas, mirando aterradas a Jeremías a través del vidrio. No podía creer lo que veía, ni lo que estaba ocurriendo. Casi había olvidado la hoja que tenía en la mano con su rostro y la frase persona desaparecida, hasta que volvió a reparar en ella y la levantó para que su familia la viera.
*¡No estoy desaparecido!, Gritó Jeremías. Las lágrimas ya comenzaban a aparecer en las comisuras de sus párpados. ¡Ábranme por favor! ¡Soy yo! ¡Soy yo!
            Cada grito aterraba más a Magdalena y a sus hijas. Jeremías estaba desesperado. Gritaba y le daba patadas al portón. No podía comprender lo que estaba sucediendo. Al rato se calmaba y miraba a sus hijas, implorando con la mirada que lo reconocieran, pero ellas se tapaban la cara o la escondían detrás de Magdalena.
            De pronto, un auto azul se detuvo a unos metros de distancia de la casa de Jeremías. Era su auto. De él se bajaron tres hombres, con el rostro cubierto y armas de fuego en las manos. Jeremías no los vio venir, seguía gritando que le abrieran, que era él, su padre, su esposo. Los hombres lo golpearon con una pistola en la cabeza y Jeremías se desmayó. Uno de ellos trajo un saco y algunas cuerdas. Pusieron el saco en su cabeza y lo ataron de pies y manos. Luego lo subieron al auto. Antes de irse, uno de los hombres miró a Magdalena. Estaba más tranquila, pero se notaba en sus ojos que por dentro seguía aterrada. Los hombres se rieron. Después echaron a andar el auto y se perdieron al final de la calle.
           

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