Mi querida cueva



Y saldrás y verás el sol
y sabrás que es mentira

Saminides 3:34


Antes de salir del edifico decidí pasar al baño. Allí, sin querer, sentado en la taza, escuché la siguiente conversación.
Ricardo Marín es un estúpido.
Sí, Ricardo Marín es un estúpido.
No me gusta su cara. Además de estúpido, es bastante feo.
Sí, además de estúpido, es realmente muy feo.
Pero sobre todo es muy estúpido, eso yo creo que nadie lo duda.
Así es.
Y vive en una cueva.
Sí, eso sí que lo hace realmente estúpido. El muy idiota vive en una cueva.
Bueno, yo era Ricardo Marín. Y sí, efectivamente, yo vivía en una cueva. (Ella) Mi querida cueva, estaba ubicada en un cerro virgen de Entrequén, lejos de las casas de la gente y sus malditos boches, que poco me gustaban. Gracias a mi trabajo de gerente en una empresa de televisores, tenía el dinero suficiente para hacer de mi cueva un lugar habitable par un ser humano del siglo XXI. Nada me faltaba, ni siquiera la tecnología. Pero tenía este gran problema; no me llevaba bien con la gente, y a menudo me sucedían este tipo de cosas, como estar en cualquier sitio y escuchar un diálogo de dos o más personas donde comentaban lo muy estúpido que yo era. Poco me importaba. Es más, estaba y sigo estando de acuerdo con ellos. Pero era una idiota feliz. Vivía en mi cueva y allí nadie me molestaba, porque nadie se daba el tiempo de atravesar los grandes prados, internarse en el cerro, subir entre las rocas y los árboles, y llegar hasta mi cueva.
Solo una persona, en realidad, se daba ese trabajo. Laura. Dejo claro que siempre estuve enamorado de ella, y que lo sigo estando.
No me interesaba conocer la identidad de quienes imprecaban contra mí, sin saber que yo los oía. Esperé a que se fueran, salí del cubículo y me lavé las manos. Si los hubiera sorprendido en el acto seguramente se hubieran puesto de rodillas para implorar mi perdón. Eso me interesaba mucho menos.
Salí del edificio a la gran avenida de los bancos y las empresas. Un calor tibio me poseyó. Miré hacia el frente, allí estaba Marcos, mi abogado, apoyado en un pilar de la entrada de un banco. Crucé la calle para hablar con él. A penas me vio corrió a saludarme. Marcos y yo siempre fuimos buenos amigos. Me gustaba verlo. Me gustaba su semblante, altivo y dramático. Su bigote, diez veces mejor que el mío. Sus ojos verdes siempre escrutadores, siempre urdiendo planes.
Ricardo Marín, me dijo, tanto tiempo sin verte. ¿Qué ha sido de ti?
Nos vimos hace una semana, le dije.
Mucho tiempo, dijo Marcos.
No he hecho gran cosa. Recién estaba en el baño y escuché a unos hombres que decían que yo era un estúpido.
Ah, no hagas caso a ese tipo de comentarios, amigo mío.
No lo hago.
Muy bien, así me gusta. ¿Qué harás ahora? ¿volverás a tu cueva?
Pues sí, volveré a mi cueva, ¿Quieres acompañarme? Tengo un televisor muy grande.
Otro día iré, Ricardo. Ahora tengo que resolver unos asuntos.
Está bien amigo, otro día nos vemos.
            Nos despedimos con un abrazo. Nos dimos la mano repetidas veces y luego me fui caminando por la avenida. Un poco más allá tomé un taxi.

Hace diez años que vivía en mi cueva. Antes vivía en casa de mis padres, en los cerros habitados. Nos cambiamos de casa muchas veces, pero siempre dentro de la misma ciudad. Hasta los treinta, fue la única ciudad que conocí. Después, cuando me hice gerente de la empresa de televisores y tuve dinero, pude al fin cumplir mi sueño de conocer el mundo. Esa experiencia y vivir en mi cueva son las mejores cosas que me han ocurrido en la vida, así lo decreto. Tengo esa dicotomía del aventurero hogareño, como el hobbit Bilbo Bolsón, de Bolsón cerrado.
            Al principio fue difícil, debo admitirlo. La gente ya no te mira de la misma forma si te vas a vivir a una cueva en medio del cerro. Pero yo les preguntaba, ¿cuál es la diferencia entre sus casas y mi cueva? Tengo las mismas cosas que ustedes, y aun más. No lo digo por alardear, pero es cierto. Sus miradas no me inquietan, no perturban mi buen pasar.
            Con el tiempo fui aprendiendo a quedarme en silencio. Ya no le gritaba cosas a la gente, pero me seguían viendo como si fuera yo un loco. Ahí va el que vive en una cueva, oí un par de veces murmurar a la gente, cuando me paseaba por el centro de la ciudad. (me pregunto) No sé por qué todos tienen esa manía de estar nombrando siempre los atributos de los demás, como si fueran cosa importante. Yo no me metía con nadie. Conocía mujeres, hombres y niños que vivía en lugares horribles. Debajo de un puente, por ejemplo. En todas partes del mundo hay niños viviendo debajo de los puentes. Pero la gente, al ver pasar a uno, no comenta cosas como; mira, ahí va aquel niño que vive debajo del puente. Quizás porque ese niño les da pena. Pero bueno, sea bajo un puente, en una choza en la playa, o en una cueva en medio del cerro, ¿cuál era el problema? ¿Por qué esa costumbre, esa institución de meterse en los asuntos de los demás?
            Entonces, vivía allí hace diez años. Lo primero que tuve que pensar al habitar la cueva fue cómo supliría las necesidades básicas. Bueno, con el dinero que tenía, pagué para que construyeran alcantarillas hasta mi cueva en el cerro. Allí, en un rincón, había determinado el baño. Una tubería muy larga, quizás la más larga de la ciudad, conectaba mi baño a la cañería principal, donde llegaban las aguas de todas las casas. El tema de la comida, en cambio, y para ser sincero, lo resolvía de una forma mucho más rápida. Siempre comía afuera, o compraba comida para llevar a mi cueva. Un día de otoño, sin embargo, varios meses atrás, una muchacha pasó por mi cueva ofreciendo dulces que traía muy bien tapados adentro de un canasto. Era Laura.
Nunca alguien había tenido tal amabilidad conmigo. Luego de ofrecerme sus dulces, me dijo que había oído de mí en la ciudad, por esas cosas que murmuraba la gente, y que como gustaba de pasearse por todos los cerros ofreciendo sus dulces, había decido subir las empinadas y selváticas cuestas del mío para ofrecérmelos a mí también.
Volvió a pasar la semana siguiente, y la siguiente, y la que siguió a esa, y a esa, y así, durante mucho tiempo. Nos hicimos amigos rápidamente. Ella se quedaba un rato, charlábamos sobre esto y aquello y ambos nos reíamos mucho. Después comenzó a quedarse más tiempo. A veces, envalentonados, bebíamos y brindamos por cualquier cosa, lo que fuera, con tal de celebrar. Nos enamoramos, por supuesto, y terminó quedándose en mi cueva para siempre. Durante el día, yo iba a trabajar a la empresa y ella salía a vender sus dulces. En las noches, hacíamos el amor o veíamos televisión en un televisor muy grande que tenía yo en mi cueva.
La forma en que acabó este idilio fue letal y fulminante. Llegué un día del trabajo y me encontré en mi cueva con la escena más horrible que vi jamás en mi vida. Laura, la mujer que yo amaba, yacía muerta en el piso junto al televisor, que también estaba destrozado.
Grité, grité y grité mil veces, y gritaba más fuerte al recordar que vivía muy lejos de todos y que nadie podía escucharme. ¿Por qué Laura tuvo que morir? ¿Por qué Laura yacía muerta junto a nuestro televisor?
Enterré a Laura en otro rincón de la cueva, y compré un televisor mucho más grande que el anterior. Tardé varios meses en superar el trauma de lo sucedido. Fue muy difícil, a decir verdad, incluso tuve que pedir vacaciones en la empresa y asistir a terapia de sanación, por recomendación del médico.
Pero lo superé, y seguí con mi vida. Marcos fue fundamental en ello. Todo el tiempo estuvo conmigo, me acompañó a todas partes y se preocupó de que nada me faltara. Qué podía decir; era, además de mi abogado, mi mejor amigo. En él confiaba como en mi madre, y precisamente eso era para mí, una madre o padre que siempre estaba allí cuando lo necesitaba, para abrazarme, para consolarme y decirme que todo estaría bien.

Todo está mal, me dijo Marcos, tres días después de habernos encontrado, mientras hablábamos por teléfono. Estaba yo en mi cueva y él en su oficina.
Todo está mal, repetía una y otra vez. Luego dijo; me han echado de mi casa ¿puedes creerlo? Me han echado a la calle y no sé que hacer.
            Marcos sollozaba mientras hablaba, también hacía sonar su nariz con un ruido extraño, y a veces hacía pausas muy largas en las cuales no sabía qué decirle.
Lo siento mucho, Marcos, era lo mejor que lograba articular. Pero nada que yo dijera podía mitigar ni un ápice de su pena. Mi amigo y abogado personal estaba destruido, aniquilado. Sin estarlo viendo podía imaginar su semblante en el momento en que hablaba conmigo. Su cuerpo temblando de pies a cabeza, sus ojos, hinchados de llanto, clavados en algún punto cualquiera de su oficina, la mano que sostenía el auricular a punto de aflojarse y soltarlo. Todo él a punto de desmoronarse.
¿Quieres que nos veamos? Le pregunté. Puedo pasar por ti y vamos a tomar algo, ¿Qué dices, amigo mío?
            Entre sollozos, Marcos respondió que sí a mi invitación. Colgué el teléfono y me coloqué algo de ropa, pues estaba desnudo. Pobre Marcos. Llevaba diez años casado, un matrimonio feliz hasta donde yo sabía, y ahora me llamaba para decirme que lo habían echado de su casa, que estaba en la calle. Me preguntaba por sus hijos, sus dos pequeños, el mayor de siete y el menor de cinco. Ellos amaban mucho a su padre, eran tan apegados a él que a veces hasta los podías encontrar en la oficina. ¿Cómo sería la relación con ellos ahora que el matrimonio se había acabado?
            Pasé a buscarlo y fuimos a un café del centro. Marcos estaba taciturno, miraba por la ventana distraídamente y cada cierto tiempo limpiaba su nariz con un pañuelo que guardaba en el bolsillo de su chaqueta.
Hace mucho que las cosas no iban bien, me dijo, mientras revolvía con una cucharita el cafecito que nos había traído un joven mesero. Su voz quebrada me resultó dolorosa.
¿Por qué lo dices? Le pregunté.
Se estaba viendo con otro, ¿Puedes creerlo? Hace tiempo lo sospechaba, pero no estaba seguro. Anoche decidí seguirla. Había estado con una amiga en la tarde, en la peluquería. Yo llegué y me ofrecí para ir a dejar a su amiga a casa, luego dejé a mi esposa en la esquina de la avenida Vacía. Y la seguí. Se juntó con un tipo joven en la plaza de los juegos.
¿Y qué hiciste?
Los encaré. Quise pegarle al tipo ese y ella llamó a la policía. No pasó a mayores, pero en la casa discutimos y ella me echó a la calle.
            Sopesé las palabras de mi amigo. Sin duda había actuado mal, y hasta merecía el castigo recibido, pero era mi amigo y no podía decirle así como así lo que pensaba sin herirlo más.
¿Qué piensas hacer ahora?
No lo sé, realmente no lo sé.
Puedes venir a mi cueva si quieres, Marcos.
No querría abusar de tu hospitalidad, Ricardo.
No es ningún abuso. Te aseguro que en mi cueva hay espacio suficiente para los dos.
¿Estás seguro, Ricardo Marín? ¿No estás siendo un estúpido?
No, te lo aseguro, puedes venir a mi cueva y ver conmigo la televisión. Te aseguro que mi televisor es el más grande de toda la ciudad.
Está bien, acepto tu hospitalidad. Tengo por allí unas cuentas maletas. Vamos a tomar un taxi que nos lleve hasta tu cueva.

Así fue como Marcos, mi abogado de toda la vida, llegó a vivir conmigo a mi querida cueva. Acomodamos bien el lugar para simular una improvisada pieza para Marcos, en otro rincón, con un colchón y una cortina que colgaba de las rocas. En la sala principal, al centro de la cueva, veíamos televisión. Marcos me decía.
Tú televisor es realmente muy grande, Ricardo Marín.
Lo sé, le decía yo, sólo los jefes de la empresa tienen uno más grande.
¿Cuánto cuesta este televisor, Ricardo Marín?
Mucho, Marcos, ni te imaginas. Pero eso qué te importa. A ti te han echado a la calle, no te alcanzaría ni para comprar una pequeña radio.
Eso, aunque hiriente, no deja de ser cierto.
Lo siento si soy hiriente, Marcos, ya sabes que soy un estúpido.
Sí, pero no importa, Ricardo, todos somos estúpidos.
Eso es cierto, todos somos estúpidos.
            Vivir con Marcos fue bastante divertido al principio. Más allá de ver televisión, a veces conversábamos sobre distintos temas, por ejemplo, de abogados y de empresas de televisores. También jugábamos a las cartas y al bachillerato. Yo no era muy hábil para el juego, siempre ganaba Marcos, pero me gustaba jugar de todos modos, me entretenía y eso era lo único que me importaba.
            En mi trabajo todo seguía igual. Ya fuera en el baño, a la vuelta de un pasillo, o incluso a través de una pared, yo escuchaba como la gente hablaba de mí y decía que yo era un estúpido, definitivamente estúpido, y además de estúpido, bastante feo. Allá ellos y sus malas intenciones. Yo era feliz, porque vivía en una cueva, con mi abogado y mejor amigo, tenía un televisor muy grande y si todo seguía bien, en un año o menos podría comprarme uno mejor.
Quiero comprarme un auto, me dijo Marcos un día, desde su improvisada habitación. Miraba un calendario de bolsillo. Yo no tenía calendarios en mi cueva, solo uno en la oficina.
¿Para qué quieres un auto? Le pregunté.
Para viajar lejos.
¿Y tú vida aquí?
Ya no existe, Ricardo. Mi vida aquí ya está muerta.
Eso es verdad.
¿Y si me prestas el dinero para comprarme un auto, Ricardo?
No lo creo, Marcos. Soy estúpido, pero no tonto. Te irás y nunca me devolverás el dinero. Y yo quedaré preocupado para siempre por esa deuda, porque ya sabes que si no cuadran mis cuentas, me desespero.
Está bien, no importa.
            No pasaron más de tres días de esa conversación cuando, estando yo en mi oficina, vino a verme el jefe para decirme que por ser yo un muy buen empleado, recibiría en recompensa el televisor más grande y último modelo que había lanzado la empresa al mercado. Esa noticia me hizo muy feliz. Aún siendo un estúpido, era el mejor trabajador de la empresa, y me recompensaban regalándome el mejor televisor. Me sentía con más suerte que nunca, capaz de cualquier cosa.
            Tenía muchas ganas de celebrar. El jefe me dijo que podía irme antes, que me tomara el día libre, en recompensa también por eso de ser el mejor trabajador. Así que me fui antes, cargando en mis brazos mi nuevo televisor, que era considerablemente más grande que el que tenía en casa.
            Caminé por la ciudad con mi televisor en los brazos. Me costó un poco subir mi empinado cerro con ese aparato a cuestas, pero con un poco de esfuerzo lo logré y llegué hasta mi querida cueva. Quería contarle cuanto antes la noticia a Marcos y que celebráramos juntos.
            Iba a poner la llave en la cerradura de la puerta cuando esta se abrió. La había abierto Marcos, por dentro, y ahora estaba ante mí, con mi televisor en sus brazos. Me miró con temor. Yo lo miré sin entender que pasaba.
            Marcos comenzó a retroceder. No se fijó que había detrás de él un maletín con herramientas. Se tropezó con él y cayó hacia atrás, con el televisor encima aplastándolo por completo. De inmediato fui en su auxilio, pero fue tarde. Al levantar el televisor, a penas lo vi, supe que había muerto. Pobre Marcos, pensé, si quería el televisor, por qué no lo había pedido. Pero bueno, ya había sucedido.
            Lo enterré junto a Laura. Lloré un poco recordándolos a ambos, luego me sequé las lágrimas y me senté en mi sillón. Con el control remoto encendí mi nuevo televisor.


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