FRANZ YA NO SERÁ FRANZ, SINO EL MUERTO





Después llegó Vitorino el Hermoso, pero antes estuvo El Muerto, que entonces no se llamaba El muerto, sino Franz. Franz paseaba por los pasillos y recovecos de la casa sin que nadie lo notara. Conocía todos los pasadizos, las puertas secretas, los oscuros rincones donde esconderse para que encontrarle fuese imposible. Yo lo llamaba, le gritaba;
*¡Franz!
            Si de pronto escuchaba un ruido, un golpe, el caer de algún objeto, era porque estaba expectante de mi llamado y muy alegre de verme. Si solo se escuchaban tímidos pasos a lo lejos, cuando la casa estaba en silencio (lo cual no ocurría a menudo), era porque venía sereno, sin prisa, pero venía. Si no se escuchaba nada, simplemente entendía que Franz no quería verme, mucho menos hablar conmigo, y yo respetaba su decisión.
            Bueno, pero digamos que la mayoría de las veces, alegre o no, él venía a mi encuentro. Al verme, me miraba con sus ojos verdes, su rostro sin una expresión definida, y me decía;
*Yo no debería llamarme así, pero no importa, ya está hecho. Pero pronto seré El Muerto, y debes saberlo ahora.
            Decía eso como una profecía, una profecía que efectivamente se cumpliría tiempo después, cuando muriera. Mi madre, por supuesto, también lo sabía. Cuando estábamos todos en el living, un día, comenzó a decir;
*Franz ya no será Franz, sino El muerto.
*Dejen de decir eso, les decía yo.
*Es la verdad, me decían ellos.
            En la universidad, también, un amigo me lo dijo.
*Franz dejará de ser Franz, y pasará a ser El muerto.
*¡Cállate! Le gritaba, y la gente me observaba como si fuera un loco. Bueno, ciertamente lo parecía.
            Pero al final lo entendí, y lo acepté. Incluso a veces bromeaba con ello, y antes de que muriera, ya le llamaba El muerto. Es que ese tipo de bromas a él le gustaban mucho. Él me decía siempre.
*Tú eres un estúpido, Juan el horrible.
*¿Por qué lo dices? Le preguntaba.
*Porque quieres vivir en una cueva.
*¿De qué hablas?
*De nada, no importa, y se iba, salía por la ventana y caminaba por arriba de las delgadas murallas, débiles ya de tanto movimiento telúrico.
           
            Cuando salía al patio, por las mañanas, ahí estaba, junto a Lince y La Blanquinegra, echados en el suelo. Al otro lado, en el patio vecino, nos observaba Rostro Malvado. Yo siempre lo saludaba, aunque su rostro no fuera de muchos amigos, y huyera cada vez que me intentaba acercar. Franz me decía que Rostro Malvado desaparecía sin dejar rastro, y tal como él lo anunciaba, tiempo después sucedió.
            Lince y Franz se parecían mucho. En todo, digamos, pero menos en los ojos, pues los ojos de Lince eran de miedo, y los de Franz, de rabia y cuestionamientos. La blanquinegra tenía los ojos más tiernos de los patios, al menos en ese momento, pues aún no llegaba Vitorino el Hermoso.
*Juan el horrible, me decía la Blanquinegra, ¿Qué tal?
*Bien, le respondía.
*¿Estás contento? Me preguntaba.
*Jamás, le decía yo, y ella sonreía.
*Muy bien, Juan, muy bien, decía.
*No le metas ideas en la cabeza, le decía Franz.
*Juan no es estúpido, le decía la Blanquinegra.
*Sí que lo soy, le decía yo.
            Al final todos terminábamos riéndonos y hablando de cualquier cosa. Rostro malvado continuaba observándonos desde la lejanía del balcón de su patio.
*Juan el horrible, me decía Lince, debes saber que Franz, muy pronto, ya no será Franz, sino, el Muerto.
*Lo sé, Lince, lo sé, le decía yo.
            Entonces mi madre salía al patio y gritaba.
*¡Juan! ¡está listo el almuerzo!
            Yo miraba a mis amigos como queriendo decir que lo lamentaba. Ellos simplemente dejaban caer sus cabezas sobre sus brazos y cerraban los ojos. Antes de entrar a mi casa les dejaba comida y agua. Ellos nunca daban las gracias, pero no me importaba, porque no lo hacía a cambio de algo, sino por el puro gusto de hacerlo. Me gustaba que Franz y sus amigos estuvieran bien alimentados. Incluso Rostro Malvado, si un día de pronto decidía acercarse, podía comer y beber de lo que habíamos comprado a Franz.
*Está bien regalar agua y comida, decía Franz.
*Si, decía mi padre, está muy bien eso de regalar agua y comida.
            Aquel día, durante el almuerzo, mi padre me dijo.
*Juan, debes saber que Franz muy pronto ya no será más Franz, sino El muerto.
*Lo sé padre, le dije yo, todos me lo dicen, y creo que ya lo he entendido.
*Tú nunca entiendes nada.
*Tú tampoco.
*Bueno, pero Franz ya no será Franz.
            Me puse a llorar. Mi hermano lloró también, y también mi madre así lo hizo. Mi padre no podía llorar porque tenía los ojos cerrados. En su habitación, mi abuela también lloraba.
*Pero debemos estar tranquilos, dijo mi madre, que fue la primera en dejar de llorar.
*Sí, dijo mi Padre, debemos estar tranquilos.
*No importa lo que pase, dijo mi hermano.
            Entonces llegó Franz, y dijo.
*Para eso, cosas terribles sucederán.
            Franz era así, siempre andaba vaticinando tragedias, no importaba si se trataba de otro o de sí mismo. Después, cuando se convirtió en El Muerto, encontré los escritos que guardaba debajo de una tabla del suelo de mi pieza, y comprendí muchas cosas. Pero cuando era Franz, yo no sabía que escribía, aunque lo sospechaba. Pero claro, siempre decía cosas negativas, y cuando se lo reprochaba, me acusaba de ser tan culpable como él en eso de andar vaticinando tragedias.
*Yo profetizo todo tipo de cosas, Franz, le decía yo, pero no son más que mentiras, jamás se cumplen las cosas que yo digo.
*¿Qué sabes tú si se cumplen, Juan el horrible? Me seguía reprochando.
*Ahh, le decía yo, me aburre escucharte, y me iba a echar al primer lugar cómodo que encontrara, ojalá junto a la estufa. Luego llegaba Franz y se acurrucaba junto a mí.
*No te enojes, Juan, solo son bromas.
*No me enojo, Franz, es solo que estoy cansado.
*Yo también estoy cansando, Juan.
*Pero si tú no haces nada.
*¿Qué sabes tú las cosas que yo hago?
*Mejor será dormir, Franz.
            Y dormíamos.

            Franz fue un gran amigo, el mejor de todos. Cuando murió, lo enterramos en el patio. Mi padre cavó su tumba con una pequeña pala que encontramos en el taller de mi abuelo. Yo lo había envuelto en una manta de mi infancia, lo abracé muy fuerte y lo dejé suavemente en el agujero que había cavado mi padre para él.
*¿Quieres decir algunas palabras? Me preguntó mi padre.
            Bueno, era solo un rito, pero me pareció adecuado decir unas palabras para despedir a mi amigo. Dije;
*Muerto, tu vida fue corta, y lamento mucho tu partida. Sé que ahora estarás mejor, y que nos protegerás de aquellos y aquellas que han lanzado tierra en nuestra puerta.
*Suficiente, me interrumpió mi padre. Ya están comenzando a escapar las pulgas.
            Y con la misma pequeña pala que había cavado, tapó la tumba de El Muerto.

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