Mundo después de la máquina, cap 1, MERMELADA DE FRACASO








Era poco más de medio día cuando salí de la oficina de Espinoza para ir a la casa de Gabriela Azul. La secretaria del edificio me dijo antes de salir;
Buen día, Zeferino.
Buen día, le respondí. Me quedé quieto mirándola. Ella agachó la cabeza y siguió en lo suyo.
Voy a la casa de Gabriela Azul, le dije.
Ah, muy bien, dijo ella, levantando la mirada sobre sus lentes de secretaria. ¿Me traerás mermelada? Preguntó, sonriendo complaciente.
Veré si puedo, le respondí.
Hice ademán de seguir mi camino, pero ella quiso continuar el diálogo.
Espinoza está trabajando muy duro, casi no duerme, yo no lo veo muy bien ¿Cómo lo has visto tú?
Pienso lo mismo, no está nada bien. Pero no hay nada que yo pueda hacer.
Vamos, Zeferino, debes hacer algo por él. Solo te escucha a ti.
También escuchará a Marcos, deben hablar con él. Llámenlo y díganle que venga a ver a Espinoza.
Lo haré, Zeferino. Adiós
Por fin era libre de seguir mi camino. Mas no era libre en mi mente, pues mis pensamientos se quedaron con Espinoza y ya no hubo nada que pudiera cambiarlo, al menos hasta llegar a la casa de Gabriela Azul. Era cierto que Espinoza trabajaba día y noche en la construcción de una máquina. Esta máquina, aseguraba él, serviría como medio de transporte y comunicación, además haría las tareas del hogar y, por último y no menos importante, jugaría ajedrez como los dioses. Yo creía que en realidad Espinoza no tenía absoluta idea de lo que estaba haciendo, pero lo dejaba igual, porque él era libre de hacer lo que quisiera. Su secretaria no lo dejaba solo jamás, siempre estaba ahí, en la entrada del edificio, recibiendo a las pocas personas que visitaban a Espinoza. A decir verdad, solo ellos dos trabajan en ese edificio, solo ellos habitaban y estaban siempre allí sin asomar sus cabezas a la calle más que para comprar algunas cosas, innecesarias por lo demás, porque dentro del edificio lo tenían todo para sobrevivir muchos años.
Ese era Espinoza, el abogado. Muchos años ya que no ejercía, pero seguía llamándose a si mismo abogado. Espinoza el abogado.
Tomé un taxi afuera del edificio para dirigirme a la casa de Gabriela Azul. Esta estaba en los cerros, a un costado del camino a la ciudad bajo el agua. Llegué luego de diez minutos. La casa de Gabriela Azul estaba cercada por una valla de madera muy hermosa, y salían por arriba, desbordándose, las ramas de las decenas de árboles frutales que tenía plantados en la huerta de su patio. Antes de entrar, tomé una manzana.
¡Zeferino! gritó Gabriela azul al verme entrar. Ella estaba sentada en medio de su huerta, a la sombra de dos árboles frutales.
Gabriela Azul era una joven de veinticinco años, hija de aquel que algunos llamaban el guerrillero, lo cual saltaba a la vista, pues tenían todos ellos, me refiero a la familia entera, los mismos rasgos, la cara ancha y redonda, la nariz igual de ancha y aplastada, los labios gruesos, el pelo enmarañado y una contextura bastante gruesa, con algunas excepciones, como Rafael, que era delgado como un tubo de estufa, aunque claro, ahora que lo pienso, no era Rafael hijo biológico del guerrillero.
Querida Gabriela Azul, le dije, saludándola con un beso en la mejilla. ¿Cómo va la vida? ¿Qué me cuentas?
Aquí estoy, me respondió, fumándome un cigarro.
¿Me convidas?
Estás viejo para fumar, Zeferino, pero bueno, toma.
            Me alcanzó el cigarro. Fumé. Luego de devolvérselo le dije.
Estoy sano, y si muero, moriré.
Claro, Zeferino, estaba jugando contigo.
No lo hagas, Gabriela Azul, no juegues con Zeferino.
            Riendo, entramos a la casa. Era esta de madera, de un piso, muy sencilla y pintoresca. No había antigüedad que no viera por allí. Y lo más hermoso era el librero, mucho más grande que el mío, con libros de todos los colores y las anchuras. Los sillones tenían un tapiz violeta, y las luces eran rojas y turquesa.
            Nos sentamos a la mesa, donde previamente Gabriela Azul había dispuesto el almuerzo. Este era ensalada de lechuga con papas cocidas, tomates rellenos y salsa de ajo. El jugo era de frambuesas.
¿De dónde vienes? Me preguntó Gabriela Azul mientras comíamos.
De la oficina de Espinoza.
Ah, el famoso Espinoza, el abogado.
El mismo.
¿Qué es de él?
Ahí está, construyendo una máquina.
¿En serio? ¿Y en qué consiste?
No lo sé en verdad. Creo que no es una máquina propiamente tal, sino un armatoste sin sentido. Creo que Espinoza está loco.
Claro, como todos. Es el trauma transgeracional.
¿Qué es eso?
Nada, no importa, Zeferino.
No juegues conmigo, Gabriela Azul, ya te lo dije.
No juego. Mejor dime a qué has venido.
Sé que tu padre tuvo un hermano que fue asesinado.
Eso es cierto. Lo mató la liga de la justicia.
Sí, bueno, pero antes de morir escribió algunas cosas.
Ah, eso no lo sé. Sé mucho de mi tío, pero nunca había escuchado que hubiera escrito algo antes de ser asesinado.
Bueno, dicen que lo hizo.
¿Quién lo dice?
Se comenta en Entrequén. Lo he oído de algunos de dicen haber sido amigos del Ñori. ¿Así le decían, cierto?
Sí, el Ñori.
Y su nombre era Ernesto Placencia.
Sí. ¿Y sobre qué escribió mi tío, Zeferino?
Dicen que tu tío estaba obsesionado con el fracaso, Gabriela Azul. Por supuesto, él sabía que lo iban a matar, y decidió escribir algunas cosas sobre lo que pensaba de la vida, digamos.
Dices entonces que mi tío escribió sobre el fracaso.
Tal vez, o sobre algo relacionado. Quizás haya escrito sobre su vida, no lo sé, pero me interesa mucho encontrar esos escritos.
¿Para qué los quieres, Zeferino? ¿Te gustaría publicarlos?
Puede ser, Gabriela Azul, o tal vez busque descifrar algunas cosas, la verdad, sólo sé que existen, o que quizás existan esos papeles, y quiero encontrarlos.
Me parece que Placencia puede ayudarte más que yo.
Tu padre y yo no nos llevamos muy bien, querida amiga. No me tolera, dice que solo ando con cuentos.
Bueno, mi padre también habla harto del fracaso, Zeferino. Cuando cuenta sus historias de juventud en la selva de Ferraza. Fracasaron muchas veces antes de obtener la victoria.
Ni siquiera diría que fue victoria, Gabriela Azul.
Entiendo tu punto, pero creo en las hazañas de mi padre, aunque las engrandezca y las llene de artificios cuando las cuenta.
Las personas como Placencia son relatores por excelencia. Ojalá un día decida por fin sentarse y escribir una novela.
Dudo que lo haga. Está muy ocupado con su vivero. Ahora mismo debe estar allí. Te lo mostraré cuando terminemos de comer. Mi padre no tiene ningún problema contigo, Zeferino, al contrario. No seas tímido.
No soy tímido, Gabriela Azul, soy débil, esa es la verdad. Pero bueno, ¿tu madre? ¿qué es de Carmina?
Ya sabes que ella hace clases en la escuela. Debe estar allí, con los pocos alumnos que le quedan.
¿Qué materia enseña?
Artes visuales, Zeferino.
Claro, Carmina siempre fue una gran artista. Ella pintó los murales del templo de Entrequén.
Así es. Lamentablemente ya no pinta murales ni nada, sólo se dedica a hacer clases.
            Terminamos de comer. Salimos de nuevo al jardín y caminamos por la orilla de la huerta hasta llegar al vivero de Placencia. Allí estaba él, hincado frente a un jazmín susurrándole frases, ininteligibles para nosotros. Al percatarse de nuestra presencia se levantó y vino hasta mí, para mi total sorpresa, a darme un apretado abrazo.
Zeferino, dijo Placencia. Qué bueno verte, hombre.
Zeferino pensaba que no querías verlo, le dijo Gabriela Azul.
¿Cómo puede ser eso? me preguntó, asombrado.
Tonterías, Juan Carlos, tonterías. No me hagas caso.
¿En qué andas, Zeferino?
Supe que tu hermano escribió algunas cosas, Juan Carlos. Me lo dijo alguien que lo conoció en sus últimos años.
¿Y de qué escribió?
No lo sé, Juan Carlos.
Puede ser que haya escrito sobre el fracaso, dijo Gabriela Azul.
Bueno, sí, claro que puede ser. Ernesto siempre estaba hablando sobre el fracaso. Por eso algunos dicen que se buscó lo que le pasó. Y sí, yo también lo creo, porque yo también lo busqué, pero a mí no me pasó. La verdad es que, si esos escritos existen, no tengo idea donde pueden estar, Zeferino.
¿Quién puede saber, Juan Carlos?
Rafael Pardo Pradenas.
¿El sacerdote?
Sí, él era párroco de Entrequén cuando mataron al Ñori, y, además, la última persona con quien habló.
Pero si Rafael tuviera esos escritos, te lo hubiera dicho.
No digo que los tenga, porque en realidad no sé quién pueda tenerlos, Zeferino, pero deberías hablar con él para comenzar a buscar. Mi hermano y yo nos distanciamos mucho antes de que lo asesinaran y ninguno supo más del otro.
Lamento oír eso.
Bueno, no es que lo quisiéramos, pero así fueron las cosas.
Entiendo, entiendo. Y este sacerdote ¿qué información crees que podría darme?
No lo sé, algo sabrá, supongo.
Claro, algo sabrá, bueno, ya es hora de que vuelva a casa, no llego hace días, estaba con Espinoza en su oficina. ¡Gabriela Azul! la secretaria de Espinoza me ha pedido mermelada, ¿te queda algún frasco?
Sí, Zeferino, aun me quedan muchos frascos, te traeré uno enseguida.
            Entró a la casa y volvió enseguida.
Toma, me dijo alcanzándome el frasco de mermelada morada y viscosa.
Muchas gracias, Gabriela Azul, hasta luego. Hasta luego, Juan Carlos, quizás vuelva dentro de la semana.
Ven cuando quieras, dijo Placencia.
            Salí a la carretera y vi que venía un bus desde la ciudad bajo el agua. Levanté mi dedo para detenerlo. Me senté al final, junto a unos jóvenes vestidos de alguna cosa antigua, con peinados y vestimentas estrafalarias y oscuras. Me pareció que iban muy cansados, como si hubieran corrido kilómetros o nadado hasta la línea del horizonte.
            Pronto llegué a mi casa en las faldas del cerro de la natividad. Estaba rodeada de grandes árboles y para llegar a ella había que subir una escalera muy larga, que me dejaba siempre cansado, pero me mantenía en forma a mis sesenta y tres años. Pocas cosas tenía ya en mi hogar, la mayoría las había regalado. Un librero, un mueble con fotografías y una cama, donde dormía durante la noche y leía durante el día. La cocina cada vez más pobre, más vacía. Todo lo acumulado estaba pronto a acabarse. Me senté en la cama y miré por la ventana hacia el centro de la ciudad. El día seguía gris y corría un viento suave. Después miré hacia la calle, donde tres hijos jugaban a patear una botella, y otros dos sujetos, un poco más adultos, sentados unos metros más allá bebiendo de otra botella, los observaban alegres y nostálgicos. pensé en bajar e ir a conversar con ellos, pero en lo que lo pensaba, los jóvenes se levantaron y se fueron. Pero siempre había jóvenes afuera de mi casa, y niños de vez cuando, pero jóvenes, sobre todo, bebiendo y cantando.

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