La reina ha salido de casa
Me encontraba
como siempre, ya lo saben, sentado en alguna parte de mi patio. Digamos esta
vez que en la banca que yo había construido con la madera del viejo mesón de mi
abuelo. El día estaba radiante y caluroso, al punto de que solo cubría mi torso
una vieja camiseta de tela, muy raro en mi persona, pues usaba yo siempre una
cantidad inmensa de ropa. Esa era la razón por la cual prefería el frío, y era
el otoño mi estación favorita.
Bueno, había estado dibujando
algunas cosas, pero había dejado mi cuaderno a un lado para observar a Vitorino
el hermoso, que se paseaba por los muros y techos de los patios, junto a
Nefertari, vecina de dos casas más a la izquierda, muy amiga de Vitorino.
Cuando pasaban cerca de mí, repararon en mi obsesiva mirada, y detuvieron su
andar para mirarme tal como yo lo hacía con ellos.
*¿Qué sucede,
Juan el horrible? Me preguntó Vitorino, un tanto agresivo, pero con la típica
ironía de su tono de voz. En el fondo él quería hablar conmigo.
*Nada concreto,
le respondí. Estoy aquí, en mi patio, observando como siempre los techos y los
muros, ¿qué cosa podría pasar?
Ambos se rieron.
*¿Qué tal,
Juan el horrible? ¿Cómo has estado? me dijo Nefertari. Era ella muy grande, con
unos hermosos ojos negros, y con un pelaje dorado, blanco y café.
*Muy bien, le
dije, aunque hace calor y eso no me gusta para nada. No me gusta usar solo una
camiseta. Prefiero cuando hace frío y puedo abrigarme con chaquetas y chalecos.
*Te entiendo,
Juan, pero eso de la ropa no importa.
*Eso dicen
ustedes porque nada les importa realmente.
*Claro, dijo
Vitorino, ¿y eso qué tiene de malo?
Atrás de mí se escuchó el crujir de
unas ramas que se movían. No tardó en aparecer Lince, que venía caminando a
duras penas entre los árboles del patio contiguo, muy cansado al parecer,
porque apenas apareció en el techo se echó cuando largo era. Respiraba
agitadamente y nos miraba con temor.
*¿Qué sucede,
Lince? Le preguntó Vitorino.
*Nada,
Vitorino, es solo que tengo miedo de que aparezca Rostro Malvado.
*Pero Lince,
le dijo Nefertari con mucha ternura, no debes tener miedo a Rostro Malvado, él no
te hará nada.
*Ustedes no
saben cómo es vivir con él. No es violento, es verdad, pero es oscuro, y eso yo
lo sé muy bien. Su sola mirada me da escalofríos.
*Bueno, dijo
Vitorino, eso es cierto.
*Así es, dije
yo, pues también a mí me parecía Rostro malvado un tanto agresivo en el solo
hecho de su mirada. Cuando salía al patio y lo veía, en lo alto del balcón del
patio contiguo, observando los techos y los muros como si fuera el rey de todo
el lugar, yo también sentía escalofríos. Pero miedo no le tenía. La verdad,
varias veces habíamos pasado por al lado y simplemente nos ignorábamos.
Escuchamos unos ruidos. Era la
ventana de la casa de al lado que se abría. Asomó su cabeza la vecina, a
quienes Lince y Rostro Malvado llamaban La reina. Yo nunca hablaba con ella
porque habíamos tenido un desencuentro en el pasado. Además, ella sí que me
parecía oscura. Estaba siempre enojada y retaba a Lince por cosas absurdas. A
veces salía a la calle con una bata, se sentaba en la cuneta y le gritaba a la
gente que pasaba. Les decía cosas como; Tú me has robado el peine que me dejó
mi madre, de vuélvemelo. Y la persona interpelada, sin saber tener idea alguna
de lo que la mujer alegaba, salían corriendo despavoridos. En fin, ella había
abierto su ventana y asomado la cabeza. Miró para todos lados sin reparar en
nosotros y luego dijo, con la mirada perdida en algún punto; ¿Ah, sí? No me
interesa. Anda con esa mierda a otro lado, o nos veremos en el tribunal. Y
cerró la ventana.
*Cosas de la
reina, dijo Lince, tratando de aliviar el tenso momento, aunque era él más
asustado. Luego dijo, mirando a Vitorino. Bueno, cada uno tiene sus cosas.
*¿Qué quieres
decir con eso? Preguntó el aludido.
*Quiero decir
eso de “el hermoso” se te ha subido un poco a la cabeza, Vitorino, y ahora te
paseas por los patios con una galantería soberbia y agresiva.
No pude evitar pensar para mis
adentros que había verdad en las palabras de Lince.
*Es cierto,
dijo Vitorino, muy altivo, sé que ser hermoso no me hace mejor que los demás. Y
sé también que todos somos hermosos, pero no debo ser yo quien deje de
pavonearse, como tú dices, sino que deben hacerlo ustedes también. ¿Qué piensas
tú, Juan el horrible? Me preguntó.
*Pienso que
ambos tienes razón de algún modo. Tal vez es cierto que tu hermosura se te ha
subido un poquito a la cabeza, Vitorino, pero claro, como tú bien dices,
expresarlo no es algo malo.
Claro que no,
Juan el horrible. Dime, amigo mío, ¿Cuántos años te tomó a ti comprender que
también eras hermoso?
Muchos años,
es verdad.
Ya ves.
La conversación no se extendió mucho
más allá de eso. Pronto Lince regresó a su Patio, Vitorino entró a la casa para
comer, y Nefertari siguió su camino por los techos y muros de forma solitaria.
Yo me entré también.
Durante la sobremesa, luego de un exquisito
almuerzo preparado por mi madre y mi padre, le pregunté a este último por
nuestra Vecina, y la raíz de sus extrañas actitudes. Él, que pasaba la mayor
parte del tiempo con los ojos cerrados, los abrió para mirarme y responder a mi
pregunta.
*Es un caso
extraño, me dijo. No siempre fue así. Cuando éramos niños siempre jugaba con
ella y sus hermanos, pero se alejó de nosotros cuando crecimos, y siempre la
oía discutir con su padre, sobre todo después que la madre muriera. Después,
todos los hermanos se fueron, ella se hizo profesora en una ciudad lejana, y el
padre quedó solo. ¿Lo recuerdas?
*Sí, recuerdo
al vecino. Era un viejo mañoso y bastante cretino.
*Así es.
Bueno, cuando él murió, ella vino y se instaló en la casa. Si la veo, me
saluda, pero es solo un saludo cortés.
*Alguien me
contó, dijo mi madre, que algunas personas del barrio han venido para ayudarla,
pues está sola y ya no tiene trabajo. Pero ella ni siquiera les abre la puerta.
*En el patio
le llaman La reina, les dije.
Me miraron con un claro signo de
interrogación en el rostro. Mi padre iba a abrir la boca cuando un grito se
escuchó desde la habitación de mi abuela.
*Bueno, dijo
mi padre, iré a ver que quiere. Se levantó de la mesa y desapareció por el
largo pasillo que llevaba a la zona de las habitaciones.
Mientras lavaba la loza, reflexioné
sobre todo lo ocurrido hasta el momento. La Reina siempre me había intrigado
mucho, y ahora sabía un poco más de ella. Pero más que su persona, lo que
realmente me intrigaba era su casa. Tenía esta idea metida en la cabeza. Cierto
era que mi deseo mayor era conocer los patios y el interior de todas las casas
del barrio, pero por ahora, la casa de la Reina era la que rondaba más en mis
pensamientos. Lejano eso sí estaba esto de cumplirse, pues la Reina siempre
estaba en casa, y aunque saliera, podía volver en cualquier momento. Me olvidé
del asunto por un rato y seguí en lo mío.
Era casi de noche cuando salí al
patio de nuevo y me senté en la sabia escalera a fumar un cigarro. Los colores
del atardecer se mostraban interesantes, como si todo no fuera más que un
sueño.
*¿Cuándo
dejarás eso? Me preguntó la escalera.
*Pronto, le
dije, muy pronto, pero a ti que te importa.
*No seas
insolente, Juan el horrible.
*Perdón
escalera, me he dejado llevar. Pero lo digo enserio, pronto dejaré de fumar.
*Espero así
sea.
Mientras fumaba, miraba fijamente la
ventana de la casa de La reina, y recordaba lo que había sucedido en la mañana,
y mis irremediables deseos de conocer su interior. La casa estaba a oscuras.
Quizás la reina ha salido de casa, pensé, pero bueno, no haría nada de todos
modos.
De
pronto, la puerta del patio se abrió. Pensé que aparecería ella y me asusté
bastante, pero quien apareció en realidad fue Rostro Malvado. Se quedó parado
inmóvil sobre el balcón, y clavó su mirada en mí.
*Juan el
horrible, me dijo, con una voz grave, un tanto siniestra. La reina ha salido de
casa. ¿Qué quieres hacer?
Quedé atónito. Jamás se me hubiera
podido ocurrir que algo así sucedería. No sabía qué hacer ni que responder,
hasta que logré serenarme de nuevo.
*Rostro Malvado,
lo encaré, ¿Qué es esto? Cuando pasas por mi lado me ignoras. Cuando me miras
desde tu patio, lo haces como si yo fuera tu enemigo. Yo no te conozco, no sé
nada de ti, pero aun así, podría decir que hasta te tengo cariño. ¿Qué sucede
realmente? ¿Por qué de la nada apareces y me anuncias que La Reina ha salido de
casa, y me preguntas qué es lo que quiero hacer?
*Juan el
horrible, no es fácil cuidar este lugar, y no tengo por qué hablarle o
sonreírle a cualquier criatura que ande por los patios o los techos. Pero
moriré pronto y me gustaría conversar contigo. Ven. Como ya te he dicho, La
Reina ha salido de casa y no volverá hasta dentro de unas horas.
Bueno, de pronto, lo que había
estado ansiando esa misma tarde, se presentaba ante mí como una posibilidad
cierta. Me encontraba dubitativo, pero cada vez más decidido a cruzar.
*¿Qué piensas
tú que debo hacer, Escalera? Le pregunté a la Escalera.
*No lo sé,
Juan, no lo sé. Puede que sea una jugarreta de Rostro Malvado. Yo tampoco lo
conozco demasiado, no sé qué pretende, pero, dime, ¿qué es lo peor que puede
pasar?
En
esto la sabia Escalera tenía mucha razón. Me puse de pie, crucé mi patio y
salté de un brinco el muro que separaba del patio de la Reina. Caminé un rato
entre el bosque de árboles y jarrones que tenía en su huerto hasta que llegué a
los pies de la escalera de aquel patio. Era esta una escalera muy vieja y siempre
estaba durmiendo, nunca se daría por enterada que yo había estado allí. En lo
alto estaba Rostro Malvado, esperándome.
*Vamos, sube,
Juan, conversemos.
Subí con cautela de todos modos,
pues me sabía entrando en un terreno demasiado ajeno al mío, incómodo pero a la
vez intrigado como bestia. Entraba en un lugar que durante años me había sido
vedado. El halo de misterio que la casa poseía era grande e irresistible,
sentía en mí una fuerza poderosa que me atraía hacia ella, sentía que me
acercaba a un punto de no retorno.
Al llegar arriba, Rostro Malvado me
dijo;
*No puedo
entrar contigo, Juan el horrible. Además, esta será la última vez que nos
veamos.
*Comprendo,
Rostro Malvado. Dile a Franz que lo extraño y siempre pienso en él.
*Le diré,
Juan. Adiós.
Rostro Malvado saltó hacia el huerto
y rápidamente se perdió entre las ramas de un árbol. Quedé solo. Una oscuridad
casi total reinaba sobre todo, solo una tenue luz proveniente de un poste
lejano permitía ver la manilla de la puerta. La puerta de la entrada era de
vidrio y se deslizaba hacia la izquierda, esto ya lo sabía yo porque había
visto muchas veces como la Reina lo hacía. Abrí la puerta y entré en la casa.
Sabía yo que todas las casas del
barrio eran iguales, por lo tanto, aunque la oscuridad fuera total, frente a mí
estaba la cocina, que no era más que un largo pasillo con todos los muebles de
un lado, y la luz estaba al final, que era también la entrada a la cocina
adentro de la casa. Caminé entre la oscuridad y no demoré en llegar hasta la
entrada de la cocina. Estaba tanteando la pared con mis manos, buscando el
interruptor, cuando una voz muy severa se escuchó resonar por toda la casa:
*¡Juan el
horrible! ¡¿Por qué motivo quieres entrar en mi casa?
Me atemoricé. Mi corazón se aceleró,
mis manos sudaban, pero al mismo tiempo sentía una extra especie de placer.
*Juan el
horrible, volvió a decir la voz, ¿por qué entras en mi casa así sin más, sin
ninguna autorización?
Intenté explicarle la situación,
pero solo salían de mi boca tímidos balbuceos que se deshacían al instante en
el silencio.
*¡Juan el
horrible! Gritó la voz, ¡deja de actuar como un estúpido y dime que hace en mi
casa!
*Rostro
Malvado, logré decir. Él me dejó entrar.
*¿Quién es ese
tal Rostro Malvado? Me preguntó.
*Ya sabe
usted, le respondí, aquel que siempre vigila a quienes deambulan por los techos
y muros de los patios.
*Correcto,
dijo, y la luz se encendió.
La casa por dentro era una sola sala
donde convergía el living, comedor, baño, habitación y cocina. No había paredes
entre cada lugar, simplemente estaban las cosas que lo componían, sin
demarcación alguna. Casi todo allí era de color rojo o amarillo, aunque no
había demasiadas cosas aparte de lo esencial. Era una casa despojada de objetos
decorativos.
Al centro de todo, sobre un sillón
de tapizado dorado, se encontraba sentada una pequeña niña de no más de ocho
años, de cabellos claros con trenzas muy largas, vestida con un bello vestido
floreado y una cinta rosada en su cabello. Me observaba fijo con ojos
interrogantes.
*Juan el
horrible, me dijo, ¿Por qué has entrado a mi casa?
*Quería
conocerla, le dije, con una sincero amargo en mi voz.
*¿Por qué?
*Siempre he
deseado conocer el interior de las casas de la población de Ma, y esta es la
más próxima a la mía. Me causaba mucha curiosidad. Lo siento, pequeña.
*¿No crees que
eso que tú dices sea un poco raro, Juan el horrible?
*Puede ser.
Sí, bueno, lo es.
*Juan el
horrible, me dijo, ya con una voz más tranquila y pausada. Yo vivo aquí hace
muchos años. Antes vivía con mi padre y mis hermanos, pero ellos se han ido.
Mejor así, no eran muy buenos conmigo. Sin embargo, aunque vivo sola y no voy a
la escuela, yo sigo estudiando, porque algún día iré a la universidad. ¿Ves
esos libros que están sobre la mesa? Los he estado leyendo.
Miré hacia la mesa. Estaba llena de
libros. Algunos de ellos eran descomunalmente grandes.
*Cuando sea
mayor, voy a ser profesora.
*Eso me
alegra, le dije. Es una bella profesión.
*Claro que sí.
Y tú. ¿Qué quieres ser cuando crezcas?
*No lo sé, le
dije, he pensado en muchas cosas, pero aún no me decido por ninguna.
*Debes
decidirte pronto Juan, antes de que sea tarde.
*No lo sé,
pequeña niña. Tal vez no sea tan importante.
La luz volvió a apagarse, y con ello
volvió de pronto mi temor. Intenté moverme, pero fui incapaz. Me sentía
congelado, clavado a ese lugar. Intenté gritar, pero mi boca ni siquiera se
abría. Luché contra esta extraña sensación durante varios minutos. Poco a poco
esta fue disminuyendo, hasta que ya pude mover los brazos libremente, mis ojos
se acostumbraron a la oscuridad, permitiéndome distinguir algunas formas, y
entonces ya pude mover las piernas. También mi temor se aplacó bastante.
Intenté enfocar el sillón para ver
si la niña seguía allí, pero no estaba, en el sillón ni en ninguna parte.
Yo
ya me encontraba satisfecho. Había logrado por fin mi cometido de conocer el
interior de la casa de la Reina, ya no había nada más que hacer allí, así que
di media vuelta y luego de atravesar la cocina, el patio, el muro, y mi patio,
llegué finalmente a mi casa.
*¿Qué tal? Me
preguntó la escalera antes de entrar.
*Bien, le dije,
es una casa interesante.
En nuestra pequeña salita de ocio
estaba mi padre, como todas las noches, echado en el sillón con los ojos
cerrados y la tele prendida. Los abrió al sentirme llegar.
*¿Vamos a
comprar una bebida? Me preguntó.
*Claro, le
dije.
*Voy por la
botella, sentenció, y se levantó a buscarla.
De vuelta del negocio, mi padre me
dijo.
*No es bueno
ver todas las cosas, Juan.
Miré hacia la calle de enfrente. La
reina venía llegando. Pasó junto
nosotros sin dirigirnos la mirada. Llevaba una capa negra y un sombrero
de plumas. La vi entrar a su casa y encender las luces. Nosotros entramos en la
nuestra.
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