Los que van a morir te saludan
Caminaba de noche por las calles de Entrequén, a paso muy lento y mirando todas las ventanas de las casas y edificios. Me parecían interesantes las ventanas porque se abren y se cierran para regular la temperatura de la casa, y también puedes ver a través de ellas. Entonces yo observaba las ventanas. Por supuesto, en algunas de ellas había personas, señoras mayores, sobre todo, que apenas reparaban en mí, pues mantenían su mirada fija en el horizonte. Pero había una ventana donde un hombre, también mayor, de cabellos y barbas largas y canas, me miraba fijamente.
*¡Juan el horrible! me dijo. Los que van a morir te saludan.
*Hola, le dije yo.
*¿Cómo han sido tus días?
*No me quejo, le dije. Aunque mentía, porque siempre me estaba quejando
por esto o por lo otro.
Bueno, me llamó la atención que este hombre me hubiera hablado, y que
además supiera mi nombre. Quise indagar en ello.
*¿Cómo es que sabe mi nombre? lo encaré.
*Ah, jaja, dijo, porque yo los conozco a todos.
*Eso es muy extraño, ¿no cree? Yo no lo conozco a usted.
*Eso no importa, me dijo, riéndose. Esta es mi calle y tú vas pasando
por ella. Tengo todo el derecho a hablarte.
*¿Cómo puede ser suya esta calle?
*¡Lo es! exclamó. Mira a tu al rededor.
Miré. las señoras de
las otras ventanas ahora sí me observaban, sus rostros eran pálidos y ojerosos,
sus ventanas muy grandes. En algunos balcones había más de una.
*Juan el horrible, dijeron todas en coro, ¡las que van a morir te
saludan! ¿Quieres entrar?
Me hubiera gustado
saludarla a cada una, darles un abrazo, aceptar el pan que me ofrecerían. Pero
era muy tarde, y no podía darme el lujo de andar entrando en cada una de las
casas.
*Tengo que irme, les dije.
*¿Por qué, Juan? me preguntaron, muy tristes y desoladas.
*Porque es tarde, y aun me quedan un par de calles por recorrer. Después
debo volver a mi casa.
*¿Qué pasa si no vuelves? Me preguntó el hombre mayor.
Sí, bueno, ¿Qué pasaba
si no volvía? nada en realidad. Tal vez mis padres se preocuparían. Pero ellos
siempre estaban preocupados, aunque yo estuviera en casa.
*Tranquilo, Juan, me dijo el hombre mayor, hoy volverás a tu casa. Me
gustaría salir y acompañarte en tu andar por las calles de Entrequén, pero
estoy un poco enfermo y no hace bien salir a estas horas. Tal vez otro día, más
temprano.
*Claro, le dije. Cualquier día de estos.
*Adiós Juan, sigue tu camino.
Me despedí del Hombre
mayor y de las señoras. Me encontraba casi en la esquina de la avenida de los
colegios. Al doblar, me encontré frente
a un puente muy grande y antiguo. Este era el primer puente de una serie de
puentes que formaban un recorrido por el sector céntrico de la ciudad. Realizar
este recorrido me gustaba mucho, pues se encontraban allí las casas más
hermosas de Entrequén, con bellos antejardines adornados con todo tipo de
flores. Algunas flores eran de colores que no vi nunca en otro lugar.
Pero estaba hablando de
los puentes; este sector de la ciudad poseía un total de siete puentes. El
primero, donde me encontraba, era llamado el puente Pórtico, pues era el
comienzo del recorrido y además había allí un pórtico, muy alto, de color
dorado. No tenía rejas ni puertas ni nada, era sólo el pórtico, de color
dorado, con inscripciones de plata. Estas inscripciones correspondían a dibujos
y palabras. Si estas tenían un significado, yo no lo sabía, pues eran palabras
sueltas, y los dibujos, a mi vista, simples garabatos. Alguien más versado en
la historia de Entrequén hubiera podido descifrarlos fácilmente. No era este mi
caso. Yo sólo recorría la ciudad y admiraba su belleza. Bien, Tras avanzar una cuadra, estaba el
segundo puente. Este era de madera muy gruesa pero vieja, y ya estaba bastante
carcomido por el paso del tiempo. Incluso había agujeros en algunas partes. Si
no tenías cuidado del lugar donde pisabas, podías caer al caudaloso río que
corría debajo. Yo, que tenía miedo de las alturas, pasé por el puente muy bien
sujeto a la baranda, que, a diferencia del puente, era de metal. Lo bueno es
que este puente era bastante corto. Luego venía el puente del descanso. Había
en él bancas y adornos, y siempre se detenían las personas a descansar. Ahora había
unas tres. Sucedió aquí algo extraño. Una de las personas era el hombre mayor
que antes había visto en la ventana de una casa. Al verme, sonrió, y volvió a
decir eso de antes;
*Juan el horrible, los que van a morir te saludan.
*Y usted, lo interpelé, ¿no me había dicho que estaba enfermo y que no
podía salir?
*Es que ya me he recuperado, Juan.
*Pues me alegro por eso, le dije.
*¿Hacia dónde te diriges? me preguntó.
*Estoy haciendo el recorrido de los puentes, le respondí.
*Cuidado con lo que encuentres al final, Juan el horrible, podría haber
un portal.
*Claro, le dije. Tendré cuidado.
Seguí mi camino sin
despedirme. Ya estaba un poco harto de ese hombre. La verdad, no me producía
buena impresión. Hablaba con un tono que no me gustaba, como si quisiera
burlarse de mí. En fin. El cuarto puente, para ser sincero, no tenía ninguna
particularidad. Era un puente normal, como cualquier otro. Un puente común y
corriente. Todo en él era puente. El quinto puente, además de ser algo
grotesco, de un cemento desgastado y sucio, daba a un lugar donde el camino se
separaba en muchos caminos. Uno de ellos llevaba a la plaza de la ciudad, el
otro, a la municipalidad, el del al medio era el camino que llevaba al sexto
puente. Los otros dos caminos no sabía yo a donde llevaban, pues nunca me había
internado por ellos, y al querer ver que había allá al final, resultaba ser la
calle muy larga y lo que hubiera allá al fondo se veía difuso y envuelto en
oscuridad. Seguí entonces hacia el sexto puente, que era llamado el puente de
las hermanas, pues se encontraba junto a una conocida casa antigua, de diseño colonial,
donde vivían dos ancianas que eran hermanas. Pero ellas poco y nada salían de
su casa. Se decía en Entrequén que si veías a una, era un mal augurio. Y aun
más, si las veías a las dos, era la muerte segura. Pero yo no creía en esas
cosas. De todos modos, nunca las había visto, y no las vi tampoco cuando pasé
por el sexto puente. Así que seguí tranquilo hasta el séptimo y último puente,
donde había también un pórtico, en iguales condiciones que el primero.
Me quedé allí un rato,
afirmado en la baranda de concreto, observando el agua que corría debajo. Sabía
que cruzar el pórtico significaba el fin del recorrido, y el inevitable regreso
a mi casa. Recordé la pregunta del hombre mayor, aunque más que recordarla,
esta había quedado dando vueltas en mi cabeza y ahora que descansaba se
presentaba con más fuerza en mi pensamiento. ¿Por qué tenía que volver?
Preocupados o no, mis padres estarían bien, y yo también lo estaba. Un segundo
pensamiento comenzó a forjarse en mi mente, una especie de respuesta a la
pregunta que me había formulado, pero no logró salir a flote por más que me
esforzara. No había caso. Resignado, me dispuse a cruzar el pórtico para
emprender el regreso a casa.
Fue entonces cuando vi
que había una persona sentada en la columna izquierda del pórtico, observándome
desde la oscuridad. No lograba distinguir muy bien su silueta, pero me pareció
que usaba un sombrero.
*Juan el horrible, me dijo.
*¿Qué sucede? le pregunté.
*Los que van a morir te saludan.
No podía creerlo, la
misma persona otra vez. De verdad ya estaba cansado, no sería cortés en esta
ocasión.
¡Váyase a la mierda! le grité. Deje de seguirme, o lo denunciaré.
El hombre largó a
reírse como si hubiera escuchado el mejor chiste del universo.
*¿A quién me denunciarás, Juan? me dijo cuando su risa se aplacó. ¿A la
policía?
*No lo sé, le dije. Tal vez le tome una foto y la pegue en cada poste de
esta ciudad.
*¡Eso sería fantástico! exclamó, y levantándose de un salto salió de la
oscuridad y se plantó frente a mí.
Resultó que no era el
hombre mayor que ya había visto dos veces con anterioridad, sino que el
mismísimo Amigo Juárez, que me estaba jugando una broma. El Amigo Juárez era un
viejo conocido, un hombre joven, de nomas de cuarenta años, de rostro ovoide y
calvo, por supuesto. Efectivamente, usaba un sombrero, y no cualquier sombrero,
sino un sombrero de copa. Se vestía siempre con un gran traje negro que lo
cubría por entero. El Amigo Juárez era un poco extraño. Siempre aparecía de
esas formas extrañas, cuando menos te lo esperabas, en los lugares menos
pensados. Me parecía a mí, por lo general, una habilidad fascinante, pero esta
vez me encontraba molesto, tal vez porque seguía con esa energía que me había
llevado a insultarlo, creyendo que era el hombre mayor.
*¿Qué pasa, Juan? me preguntó. ¿Estás molesto? Solo ha sido una broma
*Es tercera vez que escucho esa frase esta noche, Amigo Juárez. Ya me
tiene harto. ¿Tú también lo conoces?
*¿A qué te refieres, Juan el horrible?
*A eso que dijiste. Los que van a morir te saludan, y al hombre mayor
que lo dice también. Ya lo he visto dos veces esta noche.
El Amigo Juárez volvió
a rugir en un estruendo de risa. Luego dijo;
*No, Juan, no conozco a ese hombre. Yo he dicho lo que he dicho
simplemente porque se me ha ocurrido.
El amigo Juárez me tomó del brazo y me condujo hacia una plazoleta
cercana. La plazoleta estaba en una esquina y no era muy grande. Cinco bancas
de concreto rodeaban una estatua, formando un círculo de unos tres metros de
diámetro. La estatua era grande y brillaba fulgurosamente. Representaba a una
niña pequeña, de unos nueve años de edad, de pelo largo amarrado una trenza a
cada lado. Vestía un vestido largo, algo pomposo, y unos elegantes zapatos
dorados.
Nos sentamos en una de
las bancas. Más bien, el Amigo Juárez me sentó. Él se sentó a mi lado y miró la
estatua. Parecía muy entusiasmado, como si lo carcomiera la ansiedad por decir
o contar algo.
*¿Sabes quién es ella? Me preguntó. Me miró ilusionado.
*No tengo idea, le dije.
Mi respuesta no pareció
desanimarlo. Supuse que el amigo Juárez quería contarme la historia de aquella
estatua.
*Ella es Catalina Ma, me dijo, mi querida madre.
*¿Cómo es eso? Le pregunté.
*Como lo oyes, Juan el horrible. Esa niña es mi madre.
*¿Y por qué hicieron una estatua de tu madre, Amigo Juárez?
*Porque fue una persona increíble, estimado colega. Catalina Ma fue una
de las fundadoras de esta noble ciudad.
*¿De verdad?
*¿Por qué te mentiría?
*Porque siempre me haces bromas, amigo Juárez. Hace unos minutos me
hiciste una.
*No sé de qué hablas.
*Te escondiste en la oscuridad y dijiste esa frase; los que van a morir
te saludan.
*Es verdad, amigo Juan, es verdad. Y es verdad también que miento.
Catalina Ma no es mi madre, pero sí que fue una gran persona, y una de las
fundadoras de esta ciudad. Si fuera mi madre, yo tendría más de cien años, ¿no
crees?
*No lo sé, no sé cuándo se fundó esta ciudad.
*Pues yo tampoco, pero fue hace muchos años. Está bien, Juan el
horrible, debo admitir que sigo mintiendo. Catalina Ma no fundó esta ciudad,
pero sí fue una persona muy importante en su historia. Digamos que antes de
Catalina Ma, Entrequén era otra cosa. Después de Catalina Ma, Entrequén fue lo
que fue. Lo que ahora para nosotros es nuestro pasado. ¿Me entiendes?
*Para nada, amigo Juárez.
*Bueno, no importa, Juan el horrible. Respóndeme otra pregunta. ¿Eres de
los que comen babosas?
*No, la verdad no como babosas. No me gustan.
*¿Pero las has probado?
*No, amigo Juárez, no las he probado.
*¿Entonces cómo sabes que no te gustan las babosas?
Me sorprendió esa
pregunta, pues era verdad. Cómo podía saber que no me gustaba comer babosas si
nunca las había probado. Es que en realidad, ni siquiera se me había pasado por
la mente comer una. Ahora que lo pensaba, no me parecía tan mala idea.
Tal vez coma una, Amigo Juárez, le dije. Si se me presenta la
oportunidad.
El amigo Juárez metió
la mano al bolsillo de su chaqueta y sacó de ella una babosa. Era grande, de
color plateado, muy viscosa y brillante.
*¿Qué te parece? Me preguntó el Amigo Juárez.
*Es una babosa muy bella, le respondí. Me gusta su color.
*Fíjate en su olor, dijo luego, acercando la babosa a mi nariz.
No olía la nada. O, al
menos, eso sentí yo.
*No huele a nada, le dije al Amigo Juárez.
*Es verdad, Juan, las babosas no huelen nada. Además, eso no tiene
importancia. Ni el olor ni el sabor. Ni siquiera el color importa, Juan.
*¿Y qué es lo que importa?
Ignorando mi pregunta,
el amigo Juárez llevó la babosa a su boca y la tragó sin siquiera masticarla.
Acto seguido, sus pupilas se dilataron y una sonrisa de oreja a oreja se plantó
en su rostro. Hizo unos extraños sonidos de satisfacción.
*Bueno, Juan el horrible, me dijo luego. ¿Qué tal si caminamos? Me
gustaría llevarte a un lugar.
*¿A dónde? le pregunté.
*Ya verás, me respondió. Por ahora solo diré que dicho lugar guarda
relación con Catalina Ma y su historia.
*Ah, muy bien, le dije.
*¿Entonces vas conmigo?
Otra vez la duda de si
debía o no regresar a mi casa. ¿Qué pensarían mis padres si me veían a esa
hora, en una calle desierta, junto a un hombre varios años mayor que yo,
desconocido para ellos, y vestido de esa forma tan rara? Bueno, seguro no
pensarían nada malo. Mis padres confiaban en mí y además no eran prejuiciosos.
Está bien Juan, me diría mi padre, haz lo que quieras, ya estás grande. En realidad,
eres solo un niño, diría mi madre, pero un niño muy bueno, Juan. Sé que no
andas en nada malo. Por supuesto, le diría yo, no ando en nada malo. Luego me
sentiría un hipócrita, porque a veces si actuaba de maneras que no caerían en
gracia a mis padres, y hacía todo lo posible porque ellos no se enteraran.
*Y bien, me dijo el amigo Juárez. ¿Vamos o no?
*Bueno, le dije. Vamos. Pero no tengo mucho tiempo. Debo volver luego a
mi casa.
Hizo un gesto de
fastidio.
*Olvídate de eso, Juan el horrible. Tus padres están durmiendo, no
importa a qué hora llegues. Vamos, encaminémonos de una vez hacia el lugar que
quiero mostrarte.
Nos encaminamos.
Cruzamos de vuelta el último/primer puente del recorrido de los puentes; un
poco más allá, doblamos a la derecha por un callejón de casas de colores que
bordeaba el río y llegaba hasta su desembocadura. Allí vi muchos barcos, de
todo tipo, pequeños y grandes, algunos en el medio del mar, anclados
seguramente, y otros en la orilla, encallados en la arena. En medio de todo, un
grupo de hombres construía un nuevo barco. Arriba, en la proa, un hombre de pie
miraba hacia el horizonte nocturno. Era apenas una silueta, pero se dio la
vuelta y se acercó unos pasos. La luz de un poste le dio en la cara. Era el
viejo de antes, el de la maldita frase.
*¡Juan el horrible! Exclamó…
*¡Ya sé! Le grite ¡los que van a morir me saludan!
*Exactamente, dijo, y se rio a carcajadas. Los hombres que construían el
barco también se rieron.
*Juan el horrible, dijo uno de ellos, que estaba abajo, soldando las
planchas de mental que recubrirían la embarcación. Juan el horrible, repitió.
*¿Qué pasa? Le pregunté.
*Los que van a morir te saludan, me respondió. El viejo, allá arriba,
rio con estruendo.
*¡¿Y a mí qué?! Grité, ya harto de esa maldita frase.
*Nada Juan, me dijo, tranquilo, somos tus amigos.
*Pero yo no los conozco. Y ese viejo de allá arriba me tiene cansado. Me
dijo que estaba enfermo, pero ya es segunda vez en la noche que lo encuentro
afuera de su casa.
*¿Y qué importa que esté afuera de su casa, incluso aunque esté enfermo?
*Que se puede morir.
*¡Por eso te saludo, Juan! Gritó el viejo. Más risas escandalosas de
parte de los hombres que construían el barco.
*Ustedes están jugando conmigo.
*Nada de eso, dijo otro hombre. Nosotros nunca jugamos. Nosotros nos
tomamos todo en serio, Juan el horrible.
*¿Entonces por qué se ríen de mí?
*No nos reímos de ti, dijo otro. No necesitamos un motivo para reír.
Nosotros siempre estamos alegres y la risa siempre es bienvenida. Tú deberías
ser como nosotros.
*¡Sí! Gritaron todos ¡sé como nosotros, Juan el horrible!
*Ven y únetenos, dijo el primero que había hablado. Ayúdanos a construir
este barco. Te apuesto lo que quieras que siempre has deseado construir un
barco.
Era cierto. Aquel era
uno de mis deseos más profundos. Por eso me la pasaba haciendo barquitos de
papel, que luego, cuando llovía, lanzaba cerro abajo por las canaletas. Pero
todos esos barquitos terminaban destruidos igual que mi esperanza de un día
construir un barco de verdad. Ahora, la oportunidad se me presentaba en
bandeja. Era cosa de bajar a la arena y unirme a esos hombres que, herramientas
en mano, construían ese barco. Solo faltaba una chispa que me hiciera decidir
entre unirme a ellos o seguir con camino.
El hombre viejo, allá
arriba, en la proa, comenzó a mover el pie, haciéndolo sonar contra las tablas
con un ritmo constante. Luego, al mismo ritmo, empezó a aplaudir. Los hombres
constructores lo siguieron. Entonces entonaron la siguiente canción;
Juan el horrible
Cronista de Entrequién
Ven con nosotros
Y navega por doquier
Juan el horrible
Esta es tu oportunidad
Si no la aprovechas
Otro bien lo hará
Esa era la chispa que
necesitaba. Sin pedirlo, ellos me la habían dado.
*Seguiré mi camino, les dije. Tal vez algún día pueda volver con ustedes
y navegar por doquier. Por ahora, no me han convencido. La letra de la canción
que han entonado es de escasa calidad, así que no han logrado convencerme. No
me gustan las rimas átonas. Además, detesto los musicales.
*Entonces vete, Juan el horrible, dijo el hombre constructor. No solo
reír es parte de nuestra vida en altamar. También cantamos, y mucho. Y nuestras
rimas siempre son átonas, lo siento mucho. Lo de la calidad de la letra es
discutible, sin embargo, te noto con prisa, así que, yo al menos, no te haré
perder el tiempo. Adiós, Juan el horrible.
*Adiós, me dijeron todos.
*¡Adiós, Juan! Gritó el viejo, allá arriba, en la proa. ¡Los que van a
morir te saludan!
No le contesté. Solo di
media vuelta y me dispuse a seguir mi camino. Mas, al hacerlo, caí en cuenta de
que el amigo Juárez no estaba por ningún lado. Miré a todas partes, como un
loco. Recién estaba ahí, y ahora no estaba. Había desaparecido y me había dejado
solo. Maldito Amigo Juárez, siempre hacía ese tipo de cosas. Ya estaba harto de
él y de los constructores de barcos y de ese viejo que no paraba de decir esa
frase ¡los que van a morir te saludan! Ya estaba harto de todo.
*¿Se te perdió alguien? Me preguntó el viejo, allá arriba, en la proa.
*¡¿Y a usted qué le importa!? Le grité.
Sus carcajadas ante mi
respuesta fueron tan estridentes que me dolieron los oídos. Me sentía enojado,
completamente furioso, fuera de mí. Recogí una piedra del suelo para lanzársela,
pero cuando iba a hacerlo, alguien tomó muy fuerte mi brazo para impedirlo.
*¿Qué haces, Juan el horrible? Me preguntó el Amigo Juárez. Me miraba
con incredulidad, como si no concibiera que yo fuera capaz de hacer algo así.
*¡Amigo Juárez! Le grité en su cara ¿dónde estabas? Pensé que te habías
ido.
*Tranquilo, Juan, solo fui por unas flores. Son necesarias para el lugar
a donde nos dirigimos.
Me mostró una flor
pequeña de pétalos naranjos que llevaba en la mano izquierda.
*Es una flor muy bella, le dije.
*Claro que lo es. Es la flor más bella del mundo. Además, era la flor
favorita de Catalina Ma. *¿Por qué ibas a lanzar una piedra, Juan el horrible?
*No lo sé, le respondí, no lo recuerdo.
*Entonces sigamos nuestro camino, aún falta bastante para llegar al
lugar que quiero mostrarte.
*Bueno, vamos.
Seguimos caminando. El
amigo Juárez hablaba de varias cosas, divagaba un poco, pero en general se
mantenía elocuente. Yo lo escuchaba y a veces opinaba, siempre inseguro de mis
palabras. El amigo Juárez parecía muy seguro de lo que hablaba. Incluso solía
agregar ademanes que complementaban muy bien lo que decía. Se podría decir que
sabía mover los brazos y la cabeza. Su monólogo siempre era interesante.
Mientras caminábamos, el amigo Juárez me hablo de los siguientes temas;
¿De qué sirve la poesía, Juan el horrible?
¿De qué sirve la poesía, Juan el horrible, si la poesía ya no sirve, en
su mesiánico sentido, si ya no lava pies ni le devuelve la vista a los ciegos,
si ya no multiplica el pan sino el verbo sinsentido. Bueno, eso quizás es algo,
algo naciente y extraordinario. ¿A quién le debe servir la poesía? ¿Por qué
debería servir para algo?
Escribo para interpretarme, leo para interpretar a los demás
Escribo para interpretarme, leo para interpretar a los demás. Escribo,
por lo tanto, también para los demás, para que ellos me interpreten. Cada
individuo es parte de un relato, y a la vez creador de su propio relato, de su
propia poesía. Así, al escribir, escribo mi relato y el de todos al mismo
tiempo.
Busca el misterio. Entrégate al misterio
Busca el misterio. Entrégate al misterio. Que tu vida sea el misterio.
Nunca podrás encontrar el misterio porque para eso es el misterio. Contempla la
oscuridad desde el umbral de una habitación sin luz. Ahí está el misterio, casi
puedes tocarlo con los dedos. Adéntrate en la habitación y perderás el
misterio, se habrá ido. Ahora está detrás de una puerta. Abres la puerta y sólo
hay un pasillo. Allí, al final, está el misterio. Caminas, caminas y caminas,
pero nunca llegas, nunca alcanzas el misterio. Escribimos entonces para tratar
de poner en palabras ese misterio que no entendemos.
*Qué cosas dices, amigo Juárez, le dije. A veces me impresionas con tu
forma de expresarte.
*Tú tampoco lo haces mal, querido amigo Juan, me dijo él.
*Desconfío de mí mismo, le dije.
*Yo también, me dijo él.
*¿También desconfías de mí, o también desconfías de ti mismo?
*De mí mismo, Juan. En ti confío plenamente.
*Yo también confío plenamente en ti, amigo Juárez.
*Bueno, entonces ninguno confía en sí mismo, pero confiamos en el otro.
*Claro, de esa forma.
*Me parece un buen acuerdo, Juan el horrible.
Seguimos caminando. Ya
estábamos en la costanera. A un lado, el mar calmado de Entrequén. Al otro, el
cerro y las casas en él construidas. Eran casas muy bellas todas, muy
diferentes cada una, pero todas con grandes balcones que miraban hacia el mar.
En cada balcón había muchas personas. Parecía que la familia entera de cada
casa se encontraba allí afuera. Y miraban hacia el horizonte. A los lejos, al
otro lado bahía, fuegos artificiales explotaban en el cielo.
*¿Por qué hay fuegos artificiales? Le pregunté al amigo Juárez.
*Porque es año nuevo, me respondió.
*¿En mitad del año? Insistí.
*Nunca es malo celebrar año nuevo, Juan el horrible. ¿Qué tiene de malo?
*¿Y por qué no estamos celebrando?
*Porque ahora otro asunto es el que nos ocupa. Ya falta poco, Juan,
luego podrías celebrar todo lo que quieras. ¿Te parece bien?
*Sí, me parece muy bien.
El amigo Juárez siempre
tenía una expresión de confianza en el rostro. Aunque las cosas fueran mal,
aunque titubease por un momento, siempre sabía como salir de ahí. Miraba cada
lugar como si fuera la primera vez, sorprendiéndose de todo, lo cual expresaba
con una sonrisa y un largo suspiro. Yo llevaba la vista al frente. Íbamos por
un callejón de casas pequeñas y viejas, un callejón tan largo y oscuro que no
veíamos el final. No había luz en la mayoría de los postes, ni tampoco la luz
de la luna alumbraba, pues la tapaban los árboles del cerro.
*Ya falta poco, me dijo el amigo Juárez. Casi llegamos.
Me alegró oírlo, pues
ya estaba cansado de tanto caminar. Me concentré en intentar distinguir lo que
había allí al final, entre lo que aún era sombra. Si aguzaba bien la vista,
lograba ver siluetas, mas no reconocer de qué cosa se trataba. A medida que avanzábamos,
menos postes alumbraban, y las casas parecían cada una más deteriorada que la
anterior, como si un terremoto hubiera sacudido la zona, mientras el amigo
Juárez y yo nos acercábamos raudos a su epicentro.
*Tengo miedo, le dije al amigo Juárez.
Me miró compasivo.
*No debes tener miedo, Juan. No importa lo que veas, a ti no te sucederá
nada.
*¿Estás seguro de eso?
*Claro que estoy seguro.
*Te noto muy confiado.
*Lo estoy. Totalmente confiado, Juan el horrible.
Entonces lo vi.
Habíamos llegado. Aunque en verdad no sé lo que vi. Ciertamente era un
edificio, largo y de no más de cinco pisos. No sé si era una fábrica, o una
escuela, o una cárcel, o un hospital. Solo sé que, en cada ventana del
edificio, una, dos o más señoras de avanzada edad se asomaban al pequeño
balcón, y me miraban fijamente. En el extremo derecho de la edificación vi una
torre. Arriba, un reloj gigante indicaba las doce de la noche en punto.
*Las que vamos a morir te saludan, Juan el horrible, dijeron las
ancianas.
Miré a todas partes con
un miedo extremo, pero no vi al hombre viejo. El amigo Juárez debió reparar en
mi comportamiento, pues al instante me interrogó;
*¿Qué sucede, Juan?
*En cualquier momento aparecerá, le respondí.
*¿Quién? Me preguntó.
*El hombre, el que dice eso que acaban de decir esas ancianas.
*No sé de qué hablas, Juan. Yo te traje hasta aquí porque aquí vivió
Catalina Ma, hace muchos años.
Volví a mirar hacia el
edificio, que ahora me parecía un palacio de la realeza. Ya no había nadie en
las ventanas. Ni rastros del hombre viejo. Me alivié bastante. No quería verlo nunca más, porque me causaba
una muy mala impresión. Además, ya estaba cansado de caminar por aquí y por
allá; solo quería volver a mi casa. Se lo hice saber al amigo Juárez.
*Claro, me dijo, ya es hora de volver a casa, Juan.
Estaba por darme la
vuelta cuando lo vi. Estaba sentado en lo más alto de la torre del reloj, y me
miraba.
*Los que van a morir te saludan, dijo, no muy fuerte, lo suficiente como
para que yo lo escuchara.
Comencé a temblar de
miedo. Busqué al amigo Juárez para que me ayudara, pero una vez más había
desaparecido. Sólo me quedaba enfrentar la situación.
*¡¿Qué quiere de mí?! Le grité al hombre viejo.
*Saludarte, Juan, solo eso.
*¡¿Y por qué?! ¡¿Quién es usted?!
*No importa quien soy. Hoy voy a morir, y no quería hacerlo sin haberte
saludado antes.
*¡¿Por qué dice eso?!
*Porque sí, Juan. Todos vamos a morir.
*¡Eso ya lo sé!
*Que bueno que lo sepas. No me queda nada más por decir. Ya te he
saludado, y puedo morir tranquilo.
Acto seguido, se puso
de pie, miró al horizonte, y se lanzó al vacío. No recuerdo qué pensé en ese
momento, solo sé que corrí hacia el lugar donde
supuestamente debió haber
caído, inmerso en la oscuridad de los rincones. Pero al llegar, no encontré
nada. El hombre viejo no estaba allí. Miré hacia al cielo, por si se había ido
volando, pero nada. Se había esfumado, tal como el amigo Juárez. Suspiré. De
pronto intenté detenerme por completo, respirar muy hondo y aceptar las cosas
tal como eran. Además, debía volver a mi casa, pues mis padres seguramente ya
estarían preocupados.
Justo iba pasando por la calle un taxi. Al verme, me hizo cambio de
luces. Me acerqué y me subí. Lo conducía el amigo Juárez, quien, al verme
subir, soltó la carcajada más estridente de la noche. Yo, que me había decidido
a aceptar las cosas tal como fueran, me reí con él. Cerré la puerta y el amigo
Juárez echó a andar el auto.
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