LIBRO DE ZEFERINO; VISITA AL TEMPLO, CONVERSACIÓN CON RAFAEL PARDO

 




Los majestuosos pilares del templo de Entrequén, calculé, debían tener unos diez metros de altura, y toda la estructura tenía unos mil años de antigüedad. La cantidad de símbolos tallados en sus
murallas era infinita, y yo no entendía más que unos cuantos. Poco sabía yo de los símbolos de la iglesia, pues no eran estos de mi interés. En general, mi conocimiento sobre los símbolos era limitado, y no adscribía yo, por supuesto, a ninguno de ellos. A mí lo que me llamaba era la palabra pura. Por eso mi interés en los textos escritos por Nora antes de su homicidio, pues era yo un coleccionista de textos apócrifos, y aquel era uno de ellos. 

Tal como le había dicho a Gabriela Azul, Eleonora Placencia había escrito sobre el fracaso. ¿Qué había escrito sobre el fracaso? No lo sabía aún, y se había convertido en la mayor intriga de mi vida. Ese rumor, pasado en boca en boca entre la gente de Entrequén, había llegado a mí una mañana de enero en que conversaba con la bibliotecaria del antiguo y hace muchos años ya clausurado liceo de Entrequén. Era ella una mujer de baja estatura, pelo amarillo, descuidado, ojos muy tristes, vestida siempre con el mismo abrigo café, que la cubría del cuello hasta los pies. Siempre estaba sentada detrás de su escritorio, custodiando, tras ella, los estantes aún llenos de libros de la biblioteca del liceo. 

Tal como he dicho, el liceo de Entrequén llevaba al menos cien años cerrado, y con el paso del tiempo, su estructura había comenzado a ser presa de la amarga transformación en ruinas. Sin embargo, la bibliotecaria seguía allí, estoica, sentada detrás de su escritorio, como si nadie le hubiera avisado nunca que ya no debía trabajar más, que el liceo había cerrado. Ella decía que los niños, convertidos ya en adultos, aún la visitaban, que venían a verla a diario, que conversaba con ellos y se recordaban los viejos tiempos, cuando el liceo era aún lo que había sido y todo en Entrequén era fiesta. Pero yo nunca vi a nadie. 

*Una vez vino Ñora, me dijo un día. Poco antes de que la mataran. ¿Lo recuerdas?

*Claro que lo recuerdo, le contesté. Olía a miedo. Pero también a valentía. 

*Élla ya sabía.

*Claro, ella ya sabía. Siempre lo supo.

*Bueno, vino un día. Me dijo que estaba escribiendo, que cuando lo terminara, haría un libro y dejaría una copia en esta biblioteca. A los días nomás supe que estaba muerta.

*¿Y de qué escribía?

*Del fracaso, me dijo. 

*Ah, esa idea.

*Sí, esa idea. Aquí la bibliotecaria se rio a carcajadas. Nunca me gustó esa idea, pero bueno, allá ustedes. 

*Yo no participo de ninguna idea, le dije enfáticamente.

*Claro que sí, Zeferino, me contestó con una voz sarcástica, eres un fracasado, todos los que te conocemos sabemos eso. 

Me reí. Sí, yo era un fracasado, pero al menos no era un estúpido, como muchos otros. Pero eso que ella había dicho era un chiste, pues estábamos hablando en realidad de la idea del fracaso, una vieja mitología que en los últimos tiempos había recobrado fuerza y adeptos. 

*Espero que no te molesten los fracasados, le dije.

Se volvió a reír sarcásticamente.

*Para nada, Zeferino, al contrario. Yo lo soy también, o crees que estoy tan loca como para no darme cuenta.

*¿Y dónde quedaron esos escritos?

*Ah, no lo sé. 

*¿No lo sabes?

*No, Zeferino. Nunca más vi a Nora. Habrán quedado en su casa, o con algún familiar, o algún amigo. No lo sé. Quizás esos escritos están en manos de quienes lo mataron. Quizás ya los destruyeron, Zeferino. 

Claro, es lo más posible. 

Miré al suelo. De pronto sentí unas ganas terribles de fumarme un cigarrillo. Le pregunté a la bibliotecaria si tenía uno. De un bolso sacó dos, para ella y para mí. Mientras fumábamos, me preguntó.

*¿En qué andas, Zeferino?

*Errando, le contesté.

*Como un fantasma, me dijo, sarcástica, otra vez. 

*Claro, como un fantasma, le contesté. 

*Aquí hay varios libros que hablan de fantasmas, Zeferino. Los he leído todos.

*También yo.

*¿De qué se trata todo esto? Me preguntó entonces.

*Supongo que de una búsqueda.

*¿Qué buscas?

*Aún no lo sé. 

Pero ya lo sabía. Mientras apagaba el cigarrillo en un bello cenicero de cristal azul, pensé; voy a encontrar esos escritos. Volví a recordar ese momento, esas palabras, cuando entré en el templo de Entrequén, con la firme intención de hablar con el sacerdote y párroco de la ciudad, Rafael Pardo Pradenas. El hombre santo, como le llamaban algunos. Para otros, la bestia que había llegado a corromper la ciudad. Porque en el fondo, todos sabían que Rafael Pardo Pradenas, lo que quería, era destruir la iglesia. 

Lo encontré al fondo de un pasillo, mirando hacia el patio del templo a través de una ventana muy grande y de forma circular. Afuera, los árboles crecían por doquier, la mayoría frutales, y las plantas y flores llenaban el resto, haciendo parecer el patio como un pequeño bosque atrapado en medio de un templo, un bosque misterioso, donde podías encontrar todo lo imaginable, y aún más. Una música estridente sonaba en alguna parte.

Rafael Pardo Pradenas vestía su típica sotana blanca. Allí, iluminado por la luz que dejaba entrar la ventana circular, parecía el hombre mitológico en cual la rumoranza de la ciudad lo había convertido. Luego reparó en mí y se acercó. Al salir de la luz, lo vi como era realmente, un simple mortal, una persona de carne y hueso. Era aún joven, no más de cincuenta años, pero parte de su cabello estaba blanqueado por las canas, y tenía arrugas y pequeñas manchas en todo el territorio de su rostro. 

*Zeferino Mora, me dijo, estrechándome las manos con fuerza y calidez. Sonreía como el hombre más feliz del universo.

*Padre, le dije, yo…

*No me llames así, me interrumpió, dime Rafael, no hay problema con eso. 

*Rafael, proseguí, ¿Cómo se encuentra?

*Muy bien, Zeferino, y tú, ¿Cómo estás?

*Bien, aunque un poco asustado.

*¿Por qué, Zeferino?

*Hace muchos años que no entraba a este lugar. Las estructuras así no son lo mío, demasiado solemnes para mi gusto.

Asintiendo, Rafael Pardo Pradenas me dio la razón.

*Te entiendo perfectamente, Zeferino. Estas construcciones antiguas, tan altas, tan majestuosas definitivamente dan miedo. Mira todos esos símbolos y estatuas. Sin duda son piezas de arte invaluables, pero basta que aparezca un niño y todo se vuelve demoniaco. Ellos ven la sangre y se asustan. No corresponde ver estas cosas a esa edad. Si fuera por mí, sacaría todo, pero ya sabes que no puedo.

*Lo sé, Rafael. 

*Ven, vamos a un lugar menos solemne. Lo mejor para conversar es estar relajado.

Rafael me llevó hasta una puerta cercana, la abrió y salimos al jardín. Allí también había símbolos y estatuas. Le pregunté al sacerdote si sabía qué significaban, o que representaban; no tengo idea, contestó.

*¿Qué sabe usted del fracaso? Le pregunté luego, a quemarropa.

*Lo necesario, me dijo. Sé que puede ser una obsesión.

Comenzamos a caminar por un sendero del jardín, lentamente, como si estuviésemos empezando una peregrinación hacia a algún lugar sagrado. Luego pensé; claro, este es supuestamente un lugar sagrado. En fin, recordé a lo que había venido.

*Usted conoció a Eleonora Placencia, le dije.

*¿Es una pregunta o una afirmación?

*Una afirmación. 

*Sí, lo conocí. Era una buena muchacha, venía siempre al templo, aunque tampoco creía en nada de esto, pero le gustaba mucho ayudar y participar en todo. ¿Qué hay con ella?

Medité lo que iba a decir. Rafael Pardo Pradenas me miraba expectante. 

*Dicen que escribió algunas cosas antes de morir.

*Pero Nora escribió cosas toda su vida.

*Sí, pero estas cosas en particular eran sobre el fracaso, por lo que he sabido. 

*Ah, querrás decir, Zeferino, sobre las mitologías del fracaso.

*No sabría decir. 

*Bueno, tú tienes más años que yo, viviste cosas que yo no viví, tú deberías saber más sobre ello. 

*Cada pensamiento en particular me interesa. 

*Entonces, Eleonora estaba obsesionado con el fracaso, y tú estás obsesionado con esos escritos que dices, redactó antes de morir. 

*Así es. 

*Bueno, es un mito, Zeferino, ¿qué puedes hacer con eso?

*Seguir buscando, padre.

*No me llames padre, por favor.

Habíamos llegado a un pequeño claro dentro del bosque, donde cada árbol que rodeaba el claro era dueño de un color distinto. Allí nos encontramos con una escena que me conmovió bastante. Sentados en círculos, había diez personas, todas vestidas con una túnica de distinto color (en perfecta sintonía y sincronización con los árboles), sandalias y una corona de alambre con púas. Eran los veteranos del bosque, enemigos de los altivos y de la máquina, contra quienes lucharon por ese lugar sagrado y lograron desterrarlos a los confines del mundo, me explicó el sacerdote Rafael Pardo Pradenas al oído. 

Los observé, atento. Parecían estar estáticos, pero movían las manos cada cierto tiempo realizando ademanes que yo no entendía, pero que las otras personas sí, pues ante los gestos de uno respondían ellos también con otros gestos. Luego volvían a parecer estatuas. 

*Que bueno que hayas venido hoy, Zeferino, porque justo hoy sucederá algo que te gustará ver. 

*¿De qué se trata, Rafael?

*Estas personas, que habitan hace siglos en estos bosques, se han reunido aquí por una razón, Zeferino. Hoy conmemoran el día de la gran caída.

*¿Cuál fue ese día?

*El día que desapareció la máquina, Zeferino, lo que te dije recién al oído. Aquella fue una gran guerra en la que se vieron involucradas muchas ciudades, como Asedio, Rivera y Nostalgia. También Entrequén, por supuesto. 

*Algo he oído sobre aquellos días, Rafael, pero no es mucho lo que sé. Si puedes decirme más, lo agradecería.

*Con gusto, Zeferino. El mundo, tal como lo conocemos ahora, comenzó a gestarse aquel día. Mejor dicho, venía gestándose de antes, pero aquel fue el día clave en que cambiaron todos los paradigmas. 

*Ya veo.

*No lo creerás, Zeferino, pero más de diez millones de personas habitaban Entrequén cuando esto sucedió, y eso no es nada si lo comparamos con Asedio, Rivera y Nostalgia, que entre las tres poseían una cantidad de personas cercana a los quinientos millones. 

*¿Y la ciudad de las Ruinas?

*Un billón de personas, Zeferino. 

*¿Qué sucedió con toda esa gente?

*Abandonaron las ciudades después de la caída. Sus descendientes viven ahora disgregados por el mundo, entre las grandes montañas o a la orilla de los mares y los ríos, pero en grupos muy pequeños. Si algún día sales de aquí y te encuentras con ellos, no les hables de las ciudades, pues no quieren saber nada de ellas y seguramente se molestarán contigo. Además, tienen a los felinos de su parte. ¿Qué se puede hacer contra eso?

*¿Usted cree que se deberían salvar las ciudades?

*Claro que sí, aunque eso no quiere decir que no aspire a un día vivir entre aquellos que abandonaron. Pero antes, debo resolver algunas cosas. 

*Claro, como todos.

*Sí, además, hay cosas que maravillan mis ojos y no puedo aún renunciar a ellas. Como lo que va a suceder ahora. Mira, ya es momento.

Entonces, un rayo de luz blanca cayó desde el cielo e impactó justo en la mesa. Todo se volvió humo denso, escuché a Rafael Pardo toser y luego exclamaciones de júbilo de las personas sentadas alrededor de la mesa. Cuando el humo se disipó, lo vi. No sé lo que vi. Era sólo luz, una luz al centro de la mesa, pero en esa luz había un rostro, luego era fuego, luego una ciudad gigante, luego un sol, después la luz se separó en cuatro luces distintas, y luego cada luz adoptó la forma de un felino distinto; Lince, Puma, Tigre y Pantera. 

*¿Los dioses? Le pregunté a Rafael.

*Más que eso, me contestó. 

Seguí mirando. Ahora las luces volvieron a mutar su forma y cada una fue una ciudad; Asedio, Rivera, Nostalgia y la ciudad de las Ruinas. 

Los veteranos del bosque realizaban exagerados ademanes de adoración. Se levantaban y gritaban los más jóvenes, extasiados. Los más viejos se movían en sus asientos y alzaban las manos, y decía uno:

Han pasado cien años.

Han pasado cien años, repetían los demás. 

Las ciudades eran calderas que hervían antes de la caída, dijo otro.

Las ciudades eran calderas que hervían antes de la caída, repitieron los demás. 

Nadie sabía hacia donde ir, qué hacer o qué pensar, dijo un tercero.

Nadie sabía hacia donde ir, qué hacer o qué pensar, repitieron los demás.

La máquina funcionaba día y noche sin descanso, dijo un cuarto.

La máquina funcionaba día y noche sin descanso, repitieron los demás.

La máquina estaba triturando toda mente, toda mente fue cortada y reducida, dijo un quinto.

La máquina estaba triturando toda mente, toda mente fue cortada y reducida, repitieron los demás.

Los altivos, seguros de su altivés, no vieron venir la caída, dijo un sexto.

Los altivos, seguros de su altivés, no vieron venir la caída, repitieron los demás.

Hace años venía gestándose en los bosques la rebelión contra los altivos, dijo un séptimo, 

Hace años venía gestándose en los bosques la rebelión contra los altivos, repitieron los demás.

La unión con los felinos precipitó la caída, dijo un octavo.

La unión con los felinos precipitó la caída, repitieron los demás.

Felices las personas que vivieron esos días, dijo un noveno.

Felices las personas que vivieron esos días, repitieron los demás.

La nueva máquina es una esperanza, aunque no deja de ser máquina, dijo el décimo.

La nueva máquina es una esperanza, aunque no deja de ser máquina, repitieron los demás. 

Mientras sucedía todo eso, el cielo, o lo que se veía de cielo en aquel claro, cambiaba de color a cada rato. Primero era azul, luego amarillo, luego rojo. Luego era naranjo, luego morado, luego era gris. De todos los colores fue el cielo en todo ese tiempo que duró aquel rito solemne. 

*¿No es esto hermoso? Me preguntó Rafael.

*Lo es, le dije. Ciertamente lo es. Y mágico también.

*Sí, claro, también podríamos decir que es bastante mágico.

*¿Sublime?

*Sí, no tanto para nosotros como para ellos, pero sí. Bueno, mira, ya está terminando.

Tal como había dicho Pardo Pradenas, el rito estaba llegando a su fin. Las luces volvieron a ser solo luces y se unieron en una sola. Luego, la luz aumentó su tamaño hasta absorber todo lo que había dentro del claro, incluidos Rafael y yo, para después comprimirse hasta desaparecer en la nada. Los veteranos del bosque aplaudieron y vitorearon durante diez minutos seguidos. Nosotros también aplaudíamos de vez en cuando. Finalmente, vueltos a la compostura, al temple de estatua, se levantaron de sus asientos y caminaron, cada uno en su propia dirección, hacia el bosque, hasta perderse en su magnánima espesura. 

*Volvamos al templo, me dijo Rafael.

*Bueno, volvamos.

Nos pusimos en marcha de regreso.

*Respecto a lo de Nora, me dijo mientras caminábamos, y esos escritos de los que hablas, creo que hay alguien que puede ayudarte mucho más que yo. 

*¿De quién se trata? Le pregunté, ansioso.

*De mi hijo, Zeferino, Rafael Pardo Mora, también llamado el niño Juan, aunque ya no es un niño. 

*¿Y dónde puedo encontrarlo? 

*Ah, eso no lo sé. No vive en ningún lugar determinado, siempre anda de aquí para allá, pero estoy seguro de que un día de estos lo encontrarás. Quizás mañana, o en un mes, o en un año, pero sucederá. 

*Sí, estoy seguro de que sucederá, y creo que será pronto, Rafael. 

*Cuando lo veas, dile que se digne a visitarme. Hace mucho no viene, el muy ingrato, pero bueno, así son los hijos.

*No lo sé, nunca tuve.

*Aún puedes, Zeferino.

*Eso es cierto. Tal vez suceda también. Una última pregunta, Rafael, ¿me la permite?

*Claro que sí.

*¿Usted vivió en la ciudad de las Ruinas?

*Casi toda mi vida.

*¿Usted estuvo cuando fue la gran caída?

*Sí, todo eso yo lo vi con mis propios ojos. Seguramente tú igual lo viste.

*Puede ser, pero no recuerdo. 

*Ya recordará. Quizás cuando encuentre lo que busca. 

*Puede ser, Rafael, puede ser.

Habíamos llegado ya a las puertas del templo. Nos despedimos con un abrazo. Rafael Pardo Pradenas, el párroco de Entrequén, el hombre santo, se quedó de pie en el último peldaño de la escalera, observando mientras yo descendía los otros doscientos peldaños, mientras sonreía y movía los brazos en el aire en señal de despedida.


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