CRIATURA (Parte I)



Yo trabajaba en una tienda de máquinas, en la avenida de las tiendas de máquinas. Se llamaba Imperio. El cartel que anunciaba el local tenía motivos egipcios y luces de neón. Una pirámide, un faraón con rasgos caucásicos, una nave en el cielo y un río que se perdía en el infinito de la imagen, cuyo cause era tranquilo y crecía cada cierto tiempo para hacer fértil la tierra. No era la única tienda con motivos egipcios, y también había otras que aludían a griegos, bárbaros y mongoles. La tienda de motivos mongoles se llamaba Ulán Bator, como la capital de aquel país. A mí me parecía Ulán Bator uno de los mejores nombres de ciudad que había escuchado en mi vida. Otros nombres eran;
-Cuernavaca.
-Sarmizegetusa
-Leipzig
-Cracovia/Varsovia
-Rojava

No era mucho mi trabajo en la tienda de máquinas. Estaba siempre detrás de un mesón mirando las máquinas y la gente que jugaba en ellas. De vez en cuando alguno venía y compraba un cigarro, o cambiaba billetes por monedas. Yo me entretenía leyendo o escribiendo cuentos que, pensaba, mostraría luego a la gente que quisiera leerlos, como el amigo Juárez o Emilio Rojas. Aunque era María mi mejor lectora, la más fiel y la que mejor me entendía. ¿Hace cuánto nos conocíamos? Unos veinte años, por lo menos. Aunque a veces los años se me confundían y creía que algo que había ocurrido hace veinte en realidad había sido hace diez, o viceversa.
*Oye tú, rey, me dijo el caballero que jugaba en la máquina más cercana al mesón, interrumpiendo la relectura que realizaba en esos momentos del cuento del amigo Juárez, Persona desaparecida. Lo miré. Era un hombre alto y panzón. Tenía pinta de gánster, usaba traje, sombrero y fumaba un puro. Con el brazo izquierdo sostenía la chaqueta del traje, y con la mano derecha seguía jugando en la máquina.
*¿Qué quiere? Le pregunté.
            Él dejó de jugar y vino hasta el mesón. dejó la chaqueta sobre el mesón, sacó el encendedor que yo tenia encima y encendió el puro que sostenía con sus labios.
*¿Cómo te llamas, muchacho? Me preguntó luego.
*Juan, le respondí.
*Tú eres aquel que llaman Juan, el terrible.
*No señor, se equivoca. A mí me llaman Juan, el horrible.
            Esto pareció sorprender bastante al señor. Su expresión de confianza pasó a ser de confusión.
*¿Estás seguro, muchacho?
*Claro que sí. Juan, el horrible, así me llaman todos, siempre me han llamado así.
*Esto es muy extraño. Soy detective privado. Me pidieron que investigara a un muchacho más o menos de tu edad, a quien llaman Juan, el terrible.
*Jamás había escuchado hablar de él.
*Ya. No hay problema, Juan, el horrible. Confío en tu palabra. Pero tengo otra pregunta. ¿Conoces a aquel que llaman el amigo Juárez?
*Sí, señor, a él sí lo conozco.
*¿Y sabes donde lo puedo encontrar?
*El amigo Juárez tiene una librería, en la avenida de las librerías.
*Ah, ya me parecía haberlo escuchado por ahí.
Ahora el detective parecía satisfecho con mi respuesta.
*¿Ha hecho algo malo el amigo Juárez? Pregunté.
*No lo sé, eso es lo que quiero averiguar, Juan el horrible, me respondió.
*El amigo Juárez es una buena persona, le dije al detective.
*No lo dudo, Juan el horrible, no lo dudo. Sólo necesito hacerle algunas preguntas. Quizás él sepa dónde encontrar a ese tal Juan, el terrible.
*Y este Juan, el terrible, ¿Qué es lo que ha hecho?
*Ah, eso es secreto, no lo puedo revelar. Aunque, entre nos -el detective acercó sus labios a mi oído derecho-, hay una criatura suelta, Juan el horrible. Eso es lo que realmente busco. La criatura.
Se reincorporó, tomo su chaqueta y se la puso con finos ademanes. Luego se ajustó el sombrero y dio nuevas caladas al puro que fumaba.
*Ahora debo irme, me dijo. Ha sido un gusto, Juan el horrible.
*Igualmente, le dije yo, y el hombre detective se fue.
Recién entonces, cuando él se hubo ido y yo vuelto a mi tranquila labor, pude reflexionar sobre las extrañas palabras que había dicho en mi oído. ¿Una criatura suelta? ¿A qué clase de criatura se refería el detective? ¿Quizás un animal salvaje? ¿O se refería a una criatura del más allá, mitológica, legendaria, salida de quizás qué clase de ficción? En fin, no quise detenerme mucho rato en estos pensamientos, pues ya se acercaba la hora se cerrar la tienda de máquinas. Claro que mientras echaba a la fuerza -cosa de todos los días- a los últimos ludópatas, y dejaba todo listo y ordenado para el día siguiente, seguí pensando en las palabras del detective. No me cabía en la cabeza que una criatura anduviera suelta. Las criaturas que yo conocía no estaban sueltas, o si lo estaban, no venían a la ciudad ni eran investigadas por detectives privados.
           
            Estaba colocando el candado de la reja de la puerta de la tienda de máquinas cuando escuché una voz conocida que se acercaba a paso acelerado.
*¡Juan el horrible! Gritó el amigo Juárez ¡El niño que encontró al dinosaurio!
Me levanté y lo saludé con un apretado abrazo. Vi que lo acompañaban Emilio Rojas y el Gordo Jara y los saludé también con mismas cortesías. El amigo Juárez vestía sus habituales prendas oscuras y su capa de terciopelo de color burdeo. En la cabeza llevaba un sombrero de copa. Se le veía notoriamente muy contento.
*Juan el horrible, repitió. No esperaba encontrarte por estas calles.
*Es que trabajo aquí, amigo Juárez, le dije.
*¿En una tienda de máquinas? Preguntó sorprendido.
*Así es, en una tienda de máquinas.
*¡Me parece increíble, Juan! Dijo indignado. Deberías trabajar en una librería, en la avenida de las librerías. De hecho, ¡deberías trabajar con nosotros!
*Estoy bien aquí por ahora, amigo Juárez. Quizá más adelante.
*Como tú quieras, Juan el horrible, pero ya sabes que hay un puesto en nuestra librería para ti.
*Gracias, amigo Juárez.
*No me des las gracias, mejor acepta mi oferta lo antes posible. No es bien visto para un artista como tú trabajar en una tienda de las máquinas.
*No soy artista, amigo Juárez.
*Claro que lo eres, Juan el horrible, eres un artista de la palabra y lo sabes.
*Sólo soy un plagiador, amigo Juárez.
*Como todos, hijo, como todos. Pero no hablemos de eso ahora.
            El amigo Juárez abrazó a Emilio Rojas y al gordo Jara y los apretó contra él.
*Con nuestros amigos nos dirigíamos a un lugar, al que quizás quieras acompañarnos. ¿Qué dices, Juan el horrible? ¿Nos acompañas?
*¿Y qué lugar es ese, amigo Juárez?
*Vamos a la casa de Juan, el terrible, cuyo nombre es curiosamente parecido al tuyo.
            Recordé entonces lo ocurrido unas horas antes, el asunto con el detective privado, y de inmediato se lo hice saber al amigo Juárez. Le conté detalladamente todo lo que había sucedido. A medida que escuchaba mi relato, sorpresivamente para mí, el amigo Juárez iba esbozando una sonrisa que culminó, junto con mi narración, en una estridente carcajada. Lo miré asombrado. El Gordo Jara acompañó al amigo Juárez en la risa. Emilio Rojas, en cambio, se mantuvo serio, un poco triste, como siempre.
*¿Por qué se ríen? Les pregunté.
*Porque ha sido una jugarreta, Juan el horrible, una broma. El detective era Juan el terrible. Le gusta hacer ese tipo de cosas. Le hablamos de ti hace unos días. Le sorprendió el parecido con su nombre, y le sorprendió también que te atrevieras a ir a sentarte a la mesa de la familia láctea. A todo esto, aún no nos has contado como te fue ese día.
*Sucedieron cosas extrañas, amigo Juárez.
*Ya decía yo que esa familia andaba en cosas turbias, pero bueno, no se diga más, caminemos hacia la casa de Juan el terrible.
*Vamos, le dije. No estaba seguro de si quería ir, pero qué más daba. Ese día no tenía que ir a la universidad.
            Llegamos por la avenida de los liceos hasta los pies del cerro de los Estanques. Entremedio de un sin número de casas había una larga escalera, que se perdía arriba en lo alto del cerro, casi como si no tuviera fin, como si se fundiera en lo infinito del cielo.
*Juan el terrible vive muy arriba. Emilio, ¿te animas a leer ese cuento que dijiste hace un rato que leerías mientras subimos la escalera? Creo que es un buen momento para que lo leas.
*Claro, dijo Emilio Rojas, un poco apenado. Se llama Motor Y sacó unas hojas de su chaqueta. Comenzamos a subir la escalera y Emilio Rojas leyó su cuento.
            El cuento iba sobre un joven que constantemente escuchaba un sonido de motor, proveniente de la casa que colindaba con la suya, donde habitaba una mujer de edad con sus muchos gatos. Al principio el sonido, o digamos mejor el ruido, era molesto para el protagonista, luego fue costumbre, después ya era una intriga, y finalmente terminaba siendo una obsesión. Inversamente proporcional a los sentimientos que despertaba en él este ruido, éste se iba haciendo cada vez más intermitente, hasta desaparecer por completo, y dejaba al joven sumido en la más absoluta desesperanza, ya que finalmente la mujer era encontrada muerta en su casa, sus cosas trasladadas otro lugar, perdiendo así toda ilusión de volver a escuchar el ruido del motor.
*¿Qué te pareció el cuento?, le preguntó el amigo Juárez al Gordo Jara cuando Emilio Rojas terminó la lectura. Llevábamos tres cuartos de escalera.
*Me pareció un chiste sin sentido, dijo el Gordo Jara. Lo siento, amigo Emilio Rojas, pero debo decir la verdad.
*Tranquilo, dijo Emilio Rojas, con esa cara de pena que siempre tenía. Cada uno es libre de dar su opinión.
*Sí, dijo el amigo Juárez. Pero debes decirnos el porqué de tal apreciación.
*Porque algo que te es molesto no puede llegar a convertirse en una obsesión. Simplemente por eso.              El Gordo Jara siempre parecía muy seguro de lo que pensaba. No así Emilio Rojas, cuya naturaleza era la duda. Ante cualquier cosa, por pequeña que fuera, se mostraba dubitativo, confuso, quizá incluso incómodo, como si quisiera salir arrancando. A mí me había gustado mucho el cuento. Lo hice saber antes que el amigo Juárez me preguntara.
*A mí me ha gustado tu cuento, Emilio Rojas, le dije.
*Me siento muy honrado, Juan el horrible, me dijo él.
*Pero no me ha quedado muy claro eso del motor. ¿A qué te referías exactamente con ello?
*La verdad, ni yo lo sé, Juan el horrible.
*¡Es un elemento vacío!, exclamó el amigo Juárez, y se echó a reír a carcajadas, acompañado por el Gordo Jara. Emilio Rojas y yo nos miramos fijamente. Creí por un momento que iba a llorar, pero sonrió. No había visto antes un gesto así en él.
            Subimos un par de peldaños más y el amigo Juárez nos indicó que ya nos encontrábamos frente a la casa de Juan el terrible. Era una casa de un piso, precedida de un antejardín lleno de flores marchitas en viejos maceteros, y una que otra escultura pequeña por aquí y por allá, la mayoría de ellas bustos de emperadores del imperio Romano. La casa, hecha entera de madera, vieja y carcomida por un millar de termitas, parecía a punto de derrumbarse. De hecho, estaba un poco inclinada hacia la derecha, tal vez por eso daba la impresión de que en cualquier momento caería.
            El amigo Juárez abrió la reja y nos invitó a pasar con un ademán de cortesía. Iba a golpear la puerta, pero antes de que su mano alcanzase a rozarla siquiera, esta fue abierta por Juan el terrible. Era él. Era la misma persona que me había visitado en la tarde, en la tienda de las máquinas. Pero ya no llevaba su vestimenta de detective. Vestía, en cambio, un buzo azul y una polera blanca. Iba descalzo y parecía bastante alegre con nuestra presencia.
*¡Han llegado!, exclamó Juan el terrible. Los estaba esperando.
            Se hizo a un lado y nos invitó a entrar. Entramos.

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