Jesús Carpintero y la escalera más sabia del mundo

Bajamos el cerro entre calles empinadas, estrechas y deformes. Una escalera llamó sobre todo mi atención. Era una larga escalera que bajaba por una parte del cerro llena de maleza y basura, y que al llegar abajo volvía a subir por el cerro de en frente. Arriba vi un par de castillos medievales, siempre los veía cuando pasaba por ahí, y Emilio Rojas me hablaba de cualquier cosa y yo no lo escuchaba, pues mi mente estaba atenta a los castillos medievales. Algo que me llamaba la atención de Entrequén, aparte de sus puertos espaciales, eran esos castillos (medievales), que no era en realidad castillos (mucho menos medievales), sino palacios -yo solía confundir ambas palabras, ambos conceptos-, pero me gustaba llamarlos así, porque me hacía mucha gracia. Cuando los miraba no podía evitar pensar en esa época esplendorosa de Entrequén de la que tanto hablaban mis abuelos.
Clara, le pregunté cuando casi llegábamos a la plaza pública, al centro de la ciudad, ¿por qué a tu abuelo lo llaman Jesús Carpintero?
Porque es carpintero, Juan el horrible, me respondió.
¿Siempre lo ha sido?
Sí, Juan, siempre lo ha sido.
¿Nunca ha sido otra cosa más que carpintero?
No, Juan, nunca ha sido otra cosa que no sea carpintero.
            Nunca había escuchado sobre alguien que no fuera más que una sola una cosa durante toda su vida. ¿Había nacido carpintero? Pensé entonces en qué era yo. Tenía treinta años y aún no era nada relevante. Me decían Juan el Horrible, pero no sé si ser horrible era algo que yo solo eso fuera. Estudiaba Biología en la universidad, pero a clases poco iba, y llevaba ya estudiando más de diez años. Miré mi forma de vestir. Poco decía de mí. Sencillamente me vestía con lo primero que encontraba, como lo hacen todos los hombres y mujeres de bien.
Juan el horrible, me dijo Emilio Rojas cuando íbamos atravesando la plaza pública, ¿Cómo está hoy la ciudad?           
            Solo entonces noté que Emilio Rojas caminaba con los ojos cerrados.
Está tranquila, amigo Emilio Rojas, le dije.
¿Pero cómo es el día?
Muy bello, hay sol, y también nubes, pero pocas. Me gusta la forma de estas nubes, y todas las formas posibles que pueda tener una nube, también me gustan.
¿Cómo está la plaza? ¿Qué ves?
No hay tanta gente como otros días, pero hay. Allí veo una pareja de abuelos tomados de la mano. Observan con alegría a un niño que juega en el pasto. Debe ser el nieto. Allá veo una mujer sola, alta, morena y crespa, sentada en la pileta mirando hacia el cielo. Bajo el brazo lleva una cartera pequeña. Ahora la está abriendo. Ha sacado un cigarro, ahora saca el encendedor y lo prende. Está fumándose el cigarro.
¿Cómo es el humo que bota, Juan el horrible?
Es denso y rápido, como el de los marinos.
¿Cómo toma el cigarro?
La forma tradicional, amigo Emilio Rojas, entre el índice y el dedo del corazón.
Ya está, dijo Clara. Emilio, puedes abrir los ojos.
            Entonces Emilio Abrió los ojos.
También hay árboles y pájaros, dijo, mirando a su alrededor. Creo que hay demasiada gente en las calles.
Sí, dijo Clara, hay demasiada gente en las calles.
Es verdad, dije yo, hay demasiada gente en las calles.
            Llegamos al paradero. Sentado en él nos encontramos, como era ya habitual, al joven Zanahoria. El joven Zanahoria se parecía un poco al personaje basado en mí que había creado el amigo Juárez para su cuento Juan el horrible. Pero el joven Zanahoria no contaba su historia, solo pedía cigarros y babosas. A penas llegamos nos miró y nos extendió la mano.
Amigos de mi querida vida, nos dijo.
            Clara sacó una babosa de una bolsa de babosas que llevaba en su bolso. Se la dio al joven Zanahoria. Luego nos dio a Emilio y a mí.
Muy agradecido, dijo el joven Zanahoria.
            El bus que iba al cerro de los estanques demoró más de veinte minutos en llegar. En todo ese tiempo no hicimos más que comer babosas. Rápidamente se armó la fila. Nosotros quedamos en medio.
Adiós, amigos, nos dijo el joven Zanahoria antes de subir al bus.

No sentamos en una mesa al fondo del bus. Emilio Rojas a la izquierda, yo a la derecha, Clara al centro. Proyectaban una película en un telón de dos por dos. Era una película en un idioma europeo, con una fotografía en sepia y un ambiente apocalíptico. Se trataba de una distopía. En un futuro no tan lejano, año 2100, la humanidad se encuentra en un estado crítico, al borde del colapso. Las ciudades, gigantescas metrópolis, no dan más abasto, todo el tiempo ocurren todo tipo de crímenes, desde simples asaltos a crímenes atroces de guerra y de estado. Entonces son creadas las primeras ciudades en el espacio. Estaciones espaciales gigantes que parecen ciudades. Los más poderosos van a vivir allí. La gente en la tierra busca constantemente una forma de llegar allá arriba. El contrabando es constante en las naves que suben hasta las estaciones. Una familia pobre intenta subir en una nave pirata. Antes de llegar, son interceptados por naves de la estación a la que pretendían llegar. Allí descubren que la realidad que se vive es aún peor que la que se vive en la tierra.
            Llegamos al lugar donde teníamos que bajarnos. Clara tocó el timbre, el bus se detuvo y abrió la puerta de atrás. Saltamos hacia afuera.
            Miré a mí alrededor. Recordaba el lugar porque ya había estado ahí, cuando íbamos a los puertos espaciales desde la casa de Juan el Terrible, aquella vez de Juan el terrible. Esa vez, Juan el terrible había mencionado a Jesús Carpintero, el abuelo de Clara. Y aquí estábamos ahora, afuera de la casa de Jesús Carpintero, que era una de esas que parecían castillos medievales.
Yo creo que la casa de tu abuelo parece un castillo medieval, le dije a Clara. ¿lo crees tú también?
Sí, sí lo creo, Juan el horrible. Mira, se ve majestuosa incrustada en la ladera del cerro, grandes y gruesos pilares la sujetan a la tierra. Aunque es de madera, tiene tres pisos y torres en cada esquina. Un muro la separa de las otras casas. La reja es elegante, como si fuera de oro, y el jardín, ya verás, también es hermoso. Para qué hablar de la escalera. Te aseguro que es la escalera más sabia que conocerás en tu vida.
Vamos a ver, le dije.
            Clara sacó una llave de su bolsillo y abrió la reja. Entramos. Efectivamente, el jardín era muy bello. Había árboles muy grandes, tan grandes como la casa, que se divisaba allá al final, entremedio de más árboles. Avanzamos por el parque. Era bastante grande, debo decir. Había bancas y personas sentadas, mirando fijamente hacia la casa.
Son personas de madera, dijo Clara. Las hace mi abuelo.
Pero parecen muy reales, le dije a Clara.
En este lugar, Juan el horrible, todo es de madera.
            Escuchaba el lejano murmullo de una voz pero no lograba ver de dónde provenía. A medida que nos acercábamos, se iba haciendo más reconocible, era la voz de un anciano, Jesús carpintero, el abuelo de Clara. Cuando llegamos hasta la casa y dimos la vuelta buscando la entrada, lo encontramos sentado en una escalera que subía hasta el tercer piso, con la cual Jesús el carpintero discutía muy afanadamente.
…pero eso no quiere decir que yo esté de acuerdo, Jesús carpintero, le oímos decir a la escalera antes de que se percataran de nuestra presencia.
¡Clara! Exclamó su abuelo al verla. Era un viejo alto y flaco, de cara huesuda y una barba de varios años. vestía una jardinera, una camisa blanca y un sombrero de paja. Sus zapatos eran negros y brillantes, recién lustrados.
            Nieta y abuelo se abrazaron. Luego el viejo nos saludó muy amable a Emilio Rojas y a mí.
Son bienvenidos a mi casa, nos dijo con una voz muy suave. ¡Qué bueno que hayan venido!
Hola, estimados, nos dijo a su vez la escalera. Emilio Rojas y yo la saludamos con unos ademanes muy erráticos.
¿De qué discutían tú y la escalera, abuelo Jesús Carpintero? Le preguntó Clara.
Oh, de nada importante, dijo Jesús Carpintero.
¿Nada importante? Dijo la escalera, indignada.
Cállate, le dijo Jesús Carpintero, serás la escalera más sabia pero no quiero que hables esas cosas delante de estos niños.
No son niños, maldita sea, viejo estúpido, le dijo la escalera.
            Jesús Carpintero se encolerizó ante las palabras de la escalera y su cara se puso roja, luego se calmó y soltó una carcajada que rápidamente nos contagió a nosotros. A    quello era muy gracioso. Hasta Emilio Roja se reía, que era el más triste de los tristes.
Bien, dijo Jesús el Carpintero, esto es lo que sucede. Quizás ustedes no lo sepan, pero hay un rumor en la ciudad.
¿Cuál es ese rumor, abuelo?
Se dice en todas partes que una criatura anda suelta.
            Emilio Rojas y yo nos miramos al instante, sorprendidos.
Juan el horrible, dijo Clara, Emilio rojas, ¿por qué se han mirado sorprendidos, al instante en que mi abuelo ha dicho esto. ¿Es que ustedes ya lo han oído?
Sí, dijo Emilio Rojas, nosotros también lo hemos oído.
¿Quién se los ha dicho?, nos preguntó el viejo.
Juan el terrible, le contesté.
Uhm, dijo el viejo, si conozco a ese Juan el terrible, y la verdad es que no me parece alguien de confianza.
Puede ser, dije yo, recordando algunas cosas. Pero no sólo eso, Jesús Carpintero. Sucede que yo he visto a la criatura.
¿Qué? Exclamaron el viejo y la escalera al mismo tiempo.
Así es, yo la he visto, se los juro.
¿Cómo es eso, Juan el horrible? Me preguntó Jesús Carpintero.
Una vez, en el trayecto.
¿Qué quieres decir con el trayecto? Me preguntó la escalera.
El segundo capítulo, les dije, pero no pareció gustarles la broma.
Bueno, Juan el horrible, me dijo el viejo, ¿nos quieres tomar el pelo?
No, de verdad, yo iba en un bus desde Entrequén a Concepción, a la universidad. Arriba del bus me encontré al amigo Juárez, y me dijo que fuera a hablar con una familia que estaba al fondo, la familia láctea.
¿Y tú fuiste? Me preguntó la escalera, atemorizada.
Sí, le respondí.
No debiste haber ido, Juan el horrible, dijo Jesús Carpintero.
No, reafirmó la escalera. No debiste haber ido a hablar con la familia láctea, Juan el horrible.
Pero fui, continué, y entonces la madre me llevó detrás de una cortina. Allí había una cama y a cada lado estaban sus dos hijos, desnudos. Ella tomó mi mano y yo le dije no. Entonces los dos hijos se fueron, ella movió la cama y abrió una puerta en el piso del bus. Ahí fue cuando vi a la criatura.
¡No puedo creerlo! Exclamó la escalera.
Yo sí te creo, me dijo Jesús Carpintero. Pero tengo una teoría. Yo creo que esa criatura que tú has visto, Juan el horrible, es una falsa criatura. Yo realmente no creo que la familia láctea tenga en su poder a la criatura, porque la verdadera criatura no está en poder de nadie, la verdadera criatura anda suelta y puede estar en cualquier parte.
¡Ah! Exclamó la escalera, están diciendo estupideces, incoherencias. Te maldigo, Juan el horrible.
¿Qué crees entonces? Le pregunté.
No existe tal criatura, lo que tú has visto no era una criatura, porque no existen las criaturas. Seguramente habrás visto otra cosa.
Pensé que eras la escalera más sabia.
Soy la escalera más sabia, Juan el horrible. Te lo aseguro, no existe tal cosa como la criatura.
Ya basta, dijo Jesús Carpintero. No nos importa tu opinión, maldita escalera.
Viejo de mierda, dijo la escalera.
Mejor vamos adentro, dijo Jesús Carpintero. ¿Quieren tomar once?
Claro que sí, Jesús Carpintero, le dijimos.
            Subimos por la escalera más sabia hasta el tercer piso, que era la habitación de Jesús Carpintero. Él lo llamaba su tugurio, pues eso era. Había todo tipo de cosas en su casa, sin embargo, como había dicho Clara, todo era de madera. Con un sistema de poleas, hecho todo de madera, subió comida desde el primer piso hasta la habitación. Nos sentamos en una pequeña mesa que había en medio de la habitación, obviamente de madera. Jesús Carpintero nos sirvió a todos café y dos tostadas con mantequilla.
¿De verdad has visto a la criatura, Juan el horrible? Me preguntó Jesús Carpintero, con una voz profunda y misteriosa.
Sí, le contesté, todo lo que dije es cierto. Ha ocurrido así.
¿Tú le crees también, Clara? Le preguntó a su nieta.
Sí, contestó clara, también le creo.
¿Y tú, Emilio Rojas?
Yo también le creo, Jesús Carpintero.
Sí. Yo también. Pero insisto en que hay algo más detrás de todo esto.
Crees que la criatura que he visto es falsa, le recordé.
Sí. Aunque en verdad, también pienso otra cosa. Pienso, con bastante miedo a equivocarme, que en realidad hay más de una criatura, y todas están sueltas, pero se esconden. Se esconden muy bien.
¿Entonces, a qué criatura estoy buscando?
Eso no lo sé, Juan el horrible. Eso tienes que averiguarlo tú. Pero de seguro puedo decirte que no debes volver a involucrarte con la familia láctea.
Ya lo sé, todos me lo han dicho. Es una familia maligna.
Sí, Juan el horrible. Es mejor no acercarse a ellos.
Está bien, no volveré a meterme con la familia láctea.
No asustes a Juan con tus cuentos, abuelo, interrumpió Clara.
Hablando de cuentos, dijo Jesús Carpintero, he escrito un cuento que quizás a ustedes pueda gustarles.
Abuelo, dijo Clara, no sigas con tus cuentos, por favor. Aburrirás a mis amigos.
Juan el horrible, Emilio Rojas, nos preguntó, ¿quieren oír mi cuento?
Claro que sí, dijimos nosotros.
Aquí va.
            Leyó. El cuento se trataba de una isla donde sólo vivían humanos y pumas. Habían varias ciudades, todas con nombres como Nostalgia, Asedio, Rivera. Era narrado por…, un humano que amaba a los pumas, y se iba a vivir a los cerros, junto a ellos. Años después, a su casa llegaba un puma moribundo, herido de muerte por otros pumas. El protagonista hacía todos los esfuerzos por salvar al puma, y finalmente lo lograba. Él, en recompensa, le dice que le revelará un secreto. El mundo, es decir, la isla, se acabará en tres días. El hombre vuelve a la ciudad a buscar a su familia para escapar de la isla. Intenta avisarle a la gente, pero todos le toman por loco. Finalmente logra convencer a unas cuantas personas y con ellas, al tercer día, en un bote precario, se echa al mar y escapa. Esa noche en la isla, los pumas ganan una larga guerra de miles de años, esa noche los pumas devoran a los hombres y obtienen finalmente el poder de la isla.
¿Qué tal? Preguntó al finalizar la lectura, ¿Qué les pareció?
Me gustó mucho, abuelo, le dijo Clara, discúlpame por haber intentado que no leyeras el cuento.
A mi igual me ha gustado, dijo Emilio Rojas. Tiene un buen desarrollo de los personajes.
¿Qué dices tú, Juan el horrible? me preguntó.
Me gustan los nombres de las ciudades, le respondí. La conversación que tuvo con la mujer en el bote es muy interesante. Y cuando viaja a la ciudad en una carreta, esa parte me ha parecido muy bella.
Yo me imaginaba que caería un meteorito, dijo Emilio Rojas.
            Todos nos largamos a reír.
            Luego de terminar la once, nos paramos de la mesa y le dijimos a Jesús Carpintero que ya era hora de irnos.
            Cuando íbamos bajando por la escalera más sabia, ella nos dijo.
Yo he escrito un cuento más bueno que esa mierda de Jesús Carpintero. La próxima vez que vengan se los leeré con gusto, estimados.
Bueno, escalera, le dijo Clara. Nos vemos.
            Ya estaba oscuro. Caminamos por el parque alumbrando con una linterna que nos había dado Jesús Carpintero y que portaba Emilio Rojas. Justo al salir a la calle pasó el bus que bajaba. Nos subimos y nos sentamos al final, como siempre. Un hombre joven iba sentado en el piso, frente a nosotros. Era un joven largo, se notaba por el tamaño de sus piernas. Moreno, pelo negro y crespo, facciones simétricas. vestía una túnica blanca y unos pantalones color mostaza. Frente a él había un paño con revistas. Me acerqué a ver de qué se trataba. Eran revistas el mismo imprimía, con textos escritos también por él.
Son investigaciones, me dijo, entusiasmado. Investigo cada cosa que escucho si me parece interesante, y escribo estos libros con la información que encuentro.  
Tomé una de las revistas, en cuya portada decía Mito del niño de la sabana. Lo abrí. No necesité leer demasiado para comprender que hablaba sobre la criatura que yo había visto. Volteé la página, allí encontré un dibujo y corroboré lo ya pensado; era la criatura que yo había visto.
Yo he visto a esta criatura, le dije.
            Su entusiasmo se transformó en asombro y admiración.
¿De verdad la has visto? Me preguntó con los ojos muy abiertos.
Sí, te lo juro. Emilio Rojas y Clara observaban incrédulos la situación.
Llévate el libro, me dijo el joven. Léelo, y cuando lo hayas leído, ve a mi casa. Al final está la dirección. Mi nombre es Diego el horripilante.
Yo soy Juan el horrible.
Nuestros nombres se parecen bastante.
Así es.
Lee el libro y ve a mi casa, Juan el horrible. Hablaremos sobre ello.
Iré, Diego el horripilante, le dije.
            Habíamos llegado ya a la plaza y teníamos que bajarnos, porque luego el bus iba para Concepción. Allí nos despedimos también los tres. Esa noche iría a mi casa, necesitaba volver por unos días y ver a mis padres. Se lo comuniqué a Emilio Rojas.
Está bien que vayas a tu casa, me dijo, ya vendrás otro día, para seguir con la investigación.
Leeré el libro que me ha dado Diego el horripilante, le dije, e iré a buscarte para que vayamos a su casa.
Me parece, amigo Juan el horrible.
¿Vendrás tú también, Clara?
Sí, Juan el horrible, también iré.
Bueno, nos vemos entonces.
            Nos despedimos y cada uno volvió a su casa. Clara en el cerro de la Alegría, Emilio Rojas en el cerro de la navidad, y yo en el cerro de la Pampa. Cuando subí, pensé en lo que había contado Emilio Rojas esa tarde en su casa, sobre la fábrica de Ma y la fábrica de Fi. Entonces recordé a mi abuelo, que había trabajado en la fábrica de Ma, y ahora estaba siempre en el patio de la casa, cortando leña para el fuego. Sentí de pronto que lo extrañaba mucho, que quería verlo pronto y decirle muchas cosas. Luego pensé que las ruinas obviamente eran puertos espaciales, y era menester visitarlas y llevar monedas para el barquero. Pensar en todo eso me alegró bastante. Ojalá el amigo Juárez vuelva luego, pensé también, seguramente traerá muchas historias nuevas de sus viajes, e irá con nosotros a hablar con Diego el horripilante. Todo sucederá, fue lo último que pensé antes de entrar a mi casa

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