Mitología de la criatura
En este
capítulo, parto nuevamente en mi casa, más específicamente en el patio, contemplando el
hermoso rosal que hay en el jardín, fruto del arduo trabajo y cuidado de mi madre.
Ahí, debajo de la tierra, está enterrado mi tío, el hermano de mi padre, aquel
que muriera hace catorce años y que dejara las puertas abiertas a la maldición
que caería sobre mi familia. Desde entonces somos la familia horrible.
Salí al patio en busca de mi abuela.
Había oído sus gritos llamándome, pero al salir comprobé que no estaba allí.
Decidí quedarme en el patio, como ya dije, contemplando el rosal, sentado en el
banco de madera que construyera mi abuelo y que ahora se está cayendo a
pedazos. Por cierto, mi abuelo tampoco estaba. También había escuchado el ruido
de las astillas partiéndose con el golpe de su hacha, pero no estaba en su
taller ni en ninguna otra parte del patio. No había nadie en el patio, solo yo.
Supuse entonces que adentro de mi casa tampoco había nadie. Me asomé a la
entrada y grité;
¿Hay alguien?
Nadie
respondió. Estaba solo. Aquello me causaba temor y alegría por partes iguales.
Cuando estás solo en tu casa las posibilidades de hacer y deshacer son
infinitas. Pero también es cuando más espíritus acechan, escondidos en los
rincones, debajo de la mesa, detrás de las puertas, adentro de los muebles. Un
escalofrío me recorrió el cuerpo entero. ¿Qué sucedía si de pronto, al volver a
entrar a mi casa, me encontraba allí dentro a la criatura? Bueno, mejor no
pensar en eso. La escalera más sabia del mundo había asegurado que la criatura
no existía, quizás debía hacerle caso y de una vez por todas olvidarme del
asunto. Luego recordé el libro de Diego el horripilante, que descansaba encima
de mi cama, en mi habitación. Quería leerlo ahora, era el momento perfecto,
pues no había nada que distrajera mis sentidos. Pero para eso tendría que
entrar a la casa y el temor seguía calándome los huesos.
De pronto escuché una voz que venía
de la casa de abajo. Era la voz de una mujer adulta, sin embargo, debido a
árboles y techos, no podía verla.
Juan el
horrible, me dijo, sé que mi voz es grave y terrorífica, pero es así como son
las cosas, y no debes asustarte.
No me asusto, le
contesté.
Me alegro mucho,
me dijo con ternura, aunque su voz fuera grave y llena de angustia. ¿Sabes? yo
fui amiga de tu padre. ¿Cómo está él?
No lo sé, no lo
he visto hace días. No hay nadie en casa, solo estoy yo. Puede ser que haya una
criatura, pero aún no lo he comprobado.
Algo he oído de
eso, me dijo ella. Sé que estás buscando una criatura. ¿Tu padre lo sabe?
No, aún no se lo
he dicho.
Es mejor que no
lo sepa.
Claro, podría
preocuparse.
Así somos los
padres, Juan el horrible. Nos preocupamos por nuestros hijos. No dormimos si no
llegan. Si alguien los toca, saltamos como fieras.
Lo sé. Está
bien, no me quejo demasiado. De todos modos, soy libre de hacer lo que yo
quiera.
Sin embargo, no
fuiste libre de elegir lo de la criatura. Ello te fue impuesto.
Si, tienes
razón. Creo que pequé de inocencia.
Está bien, Juan
el horrible, está bien esa inocencia, no debes perderla. Tampoco pierdas la
perversión, porque eso igual está bien. Ya sabes de lo que hablo.
Algo logro
entender.
Eres un buen
muchacho, Juan. Yo desde muy joven fui amiga de tu padre, y a ti te conocí
cuando eras pequeño. Eras un niño muy dulce, lleno de sueños y ambiciones,
espero que todo se haya cumplido.
Tosió.
A tu tío también
lo conocí, continuó. Éramos grades amigos, siempre íbamos de viaje al campo, a
la casa de mi abuelo. Él fue a despedirse de mí antes de morir ¿sabes? yo
también estaba enferma, postrada en una cama de hospital. Había estado al borde
de partir, pero sobreviví. Sin embargo, se abrió en mi una puerta, y comencé a
sentir cosas. Yo sabía que alguien iba a morir, lo presentía, y me dolía
profundamente saber que no podría ir a su velorio ni a su funeral, pues la
enfermedad me lo impedía. Quedé petrificada cuando supe que el muerto era tu
tío.
Desde entonces
estamos malditos.
No, no digas
eso, Juan, no están malditos, al contrario. Algo muy grande les espera.
Eso es mera
fantasía.
No, yo digo
siempre la verdad, no importa en qué tiempo, lo que yo digo siempre ocurre,
porque lo veo, Juan el horrible, y uno debe creer en lo que ve.
Yo he visto a la
criatura. Entonces, debo creer en ella, ¿No es así?
Tienes que ver
más allá de eso, Juan el horrible. La criatura, aunque exista, no importa. O al
menos no debería importarte a ti. No sé por qué tienes miedo. No es la criatura
la que te busca a ti, si no tú el que la busca a ella. Bueno, para qué decir
que si las buscas lo más seguro es que la encuentres, pero precisamente por
eso, Juan, puedes incluso decidir no buscarla más, aunque sepas que vas a
encontrarla.
Reflexioné. Intenté exponer mis
conclusiones.
Creo que la
criatura está adentro y afuera de mi casa, le dije.
¿Cómo es eso? me
preguntó.
Qué está arriba
y abajo.
No entiendo lo
que quieres decir, Juan el horrible.
No lo había logrado. Lo intenté de
nuevo.
Quizás la
criatura exista, pero no es mi culpa, yo me siento atado, es que hice un pacto
y luego ellos me pusieron monedas en los ojos…
Tranquilo Juan,
me interrumpió, no te esfuerces en explicarlo, ya lo entenderás bien y podrás
decir eso que quieres decir. Por ahora, mi único consejo es que te cuides.
Bueno, le dije,
muchas gracias por sus palabras.
De nada, Juan el
horrible. Ahora debo irme, ha sido un gusto hablar contigo, ya conversaremos en
otro momento. Adiós.
Adiós, le dije,
y un par de segundos después comenzaron a sonar fuertes golpes en la puerta de
la casa.
¡Juan el
horrible! Oí que gritaban, ¡Soy yo, Clara! ¡Ven a abrir la puerta, por favor!
Corrí a abrir la
puerta. En el camino tropecé con sillones y escaleras, pero seguí mi rumbo.
Mientras corría seguía escuchando los gritos de Clara. ¡Abre la puerta! Decía
¡Juan el horrible! ¡Estamos afuera!
Había dicho estamos. Es decir que no estaba sola. Ojalá fuera Emilio Rojas,
pensé. Bajé algunas escaleras y subí otras, pasé por algunas habitaciones, en
el comedor, una familia pobre comía en la mesa los restos de otra comida. No me
detuve a averiguar quiénes eran, seguí corriendo hasta llegar a la puerta de mi
casa. La abrí.
No había nadie afuera. Miré para
todos lados. El barrio estaba tranquilo, las filas de casas a cada lado,
amarillas, rojas, verdes y azules, el pequeñísimo jardín afuera de la casa, un
par de plantas y dos árboles, uno a cada lado, mirando hacia las ventanas. No
había nadie afuera. Me volví loco, pensé. Escuché la voz de Clara claramente
diciéndome que viniera a abrir la puerta, pues estaban afuera, pero afuera no
hay nadie.
¡Juan el
horrible! Escuché de pronto. Era Clara. Su voz venía del cielo.
¿Clara?
Pregunté, ¿Dónde estás?
Acá arriba.
Salí a la calle y dirigí mi mirada
hacia el techo. Allí, sentados en unas tejas, estaba Clara y Emilio Rojas,
tomados de la mano. Emilio sonreía, y ahora tenía el cabello rubio.
¿Qué estabas
haciendo? Me preguntó Clara.
Estaba en el
patio, le dije.
¿Partiendo leña?
No, simplemente
estaba allí. Y ustedes, ¿Por qué están ahí arriba?
Como no abrías,
quisimos entrar de otra forma, dijo Emilio Rojas.
Pero no resultó,
dijo Clara.
Bueno, será
mejor que bajen. Pueden entrar a mi casa y almorzar conmigo.
Clara y Emilio Rojas hicieron lo que
les dije. Entramos a la casa y nos dirigimos al salón, donde encontramos a mi
madre, haciendo ejercicios de yoga sobre un delgado colchón.
Es que estoy muy
estresada, dijo al vernos, mientras arqueaba su columna y levantaba la cabeza.
No te juzgamos,
madre, le dije con cariño. ¿Dónde está mi padre?
Trabajando, me
dijo.
¿Y mi hermano?
En la escuela.
¿Mi abuelo?
Está muerto,
Juan, ya lo sabes.
¿Mi abuela?
En su
habitación.
Miré hacia la puerta de la
habitación de mi abuela. Luego miré a mis amigos.
¿Qué haremos?
¿Leíste ya el
libro de Diego el horripilante? Me preguntó Emilio Rojas.
No, aún no lo he
leído. Precisamente ahora quería hacerlo, pero estaba en el patio, y pensé que
no había nadie en la casa, así que tuve miedo.
Está bien, dijo
Clara, está bien tener miedo. Pero hay que leer ese libro, Juan, y luego ir a
ver a Diego el horripilante.
Bueno, en
realidad no es un libro, les dije, es más bien como un folletín.
Pero un folletín
también puede ser un libro, dijo Emilio Rojas.
No lo sé, no lo
creo, le dije.
No discutamos
eso ahora, dijo Clara.
Mejor vamos a mi
pieza y leamos el folletín.
Fuimos los tres a mi pieza y leímos
el libro de Diego el horripilante. Decía que a comienzos del siglo pasado, en
Entrequén, las familias más adineradas habían formado una secta. ¿El motivo?
Aparte de buscar más poder y beneficios, adorar a una criatura que según
contaba la leyenda, había nacido en la plaza de Entrequén hace unos cuantos años,
del vientre de una mujer que llegó arrastrándose hasta las puertas de la
iglesia, sangrando y solo con una sábana cubriendo su cuerpo, e intentó
disparar contra un par de cristianos que predicaban. Luego decía que la
criatura se había asentado en uno de los cerros, en lo más alto, y vivía
entremedio de los árboles. Muchos afirmaban haberla visto, otros negaban
rotundamente su existencia, y recordaban que todo ello no se trataba más que de
una leyenda. Un par de sabios aseguraban que la criatura era un invento de las
familias para crear una cofradía poderosa. Lo cierto es que hasta el presente,
seguían apareciendo testimonios de personas que aseguraban haber visto a la
criatura. El libro/folletín también mencionaba a la familia láctea como una de
las familias poderosas que habían formado la cofradía.
Juan el
horrible, me dijo Clara, debemos cuanto antes ir a casa de Diego el
horripilante.
Lo sé, le dije,
debemos irnos ahora.
Tal vez no sea
buena idea, dijo Emilio Rojas. Quizás no deberíamos adentrarnos más en este
misterio.
¿Por qué crees
eso, Emilio Rojas? Le pregunté.
Es una
corazonada.
Si no quieres ir
no vas, le dijo Clara.
Está bien, dijo
Emilio Rojas, agachando la cabeza, vamos ya.
Volvimos al salón para decirle a mi
madre que íbamos a salir. Me dijo que me abrigara y me dio su bendición. También
bendijo a Clara y a Emilio Rojas.
¡Cuídense
mucho!, oímos que gritó cuando ya casi estábamos afuera de la casa.
No sé si debería decir que mi madre
siempre fue aprensiva conmigo, aunque sin exagerar. Aun así, sucedían cosas
como no dejarme salir hasta altas horas de la noche, o se enojaba si usaba un
chaleco que tuviera alguna mancha. Lo de los horarios, para mi suerte, ya había
cambiado, porque ahora estudiaba en la universidad, y podía llegar más tarde.
Pero las manchas seguían causándole ira. A mi me gustaba que mi ropa tuviera
manchas, ojalá no muy grandes, pero que las tuviera. Pequeñas manchas aquí y
allá pueden dar un muy buen aspecto si se mira de cierta forma, pero eso mi
madre no lo entendía.
¿Dónde vive
Diego el horripilante? Preguntó Emilio Rojas cuando íbamos bajando el cerro.
La dirección
está al final del folletín, contesté. Clara portaba el mentado folletín. Lo
abrió en la última página y dijo.
Diego el
horripilante vive en lo alto de la colina que está junto a la playa Montaña,
vive en el subterráneo de una casa que a simple vista parece abandonada. El
lugar alguna vez fue un hermoso jardín, casi diríase un parque, y uno podía
pasear por él y mirar la inmensidad del mar. Ahora la madera de las bancas,
alguna vez pintadas de un rojo brillante que resaltaba entre el verde del
follaje, está carcomida y desteñida, faltan pedazos de madera y algunas ni
siquiera están, sólo quedan los fierros que alguna vez sostuvieron la
estructura. Los caminos aún
se pueden ver entre la maleza, además, en el centro del lugar resalta la casa.
El sol da justo sobre ella.
Avanzamos
entre la maleza hasta llegar a la puerta de la casa, aunque en verdad puerta no
había, tampoco ventanas ni techo. El lugar, efectivamente,
estaba en ruinas. Me asomé al umbral y grité:
¡Diego el
horripilante!
Momentos después, una redonda
escotilla justo en medio del piso de la casa, se abría y aparecía ante nosotros
Diego el horripilante, con su barba alborotada y su mirada de intelectual.
Usaba un chaleco del mismo color de la tierra.
¡Han venido!
Exclamó. ¡Cuánto me alegro! Vengan, bajen. Aquí está mi hogar, que es también
de ustedes. ¡Bajen!
Uno por uno fuimos descendiendo la
larga escalera que llevaba hasta el subterráneo que era la casa de Diego el
horripilante. Básicamente en ese lugar lo único que había eran libros y
papeles, montañas y montañas de papeles, por todas partes, desde el piso hasta
el alto techo, papeles y libros y libros y más papeles. Entremedio de todo, una
cama, la cama de Diego el horripilante, y en alguna parte de la pared, un mapa
gigante de Entrequén.
Nos sentamos los tres sobre una ruma
de libros. Sobre otra ruma de libros, Diego el horripilante puso cuatro tazas,
café, y un termo con agua.
Estaba esperando
que vinieran, comenzó a decir, mientras nos servíamos el café. Aún no puedo
creer que estoy frente a alguien que vio a la criatura de la sábana.
Me miró con asombro. Luego sonrió
pícaramente, como si hubiera hecho una broma.
Cuéntame, me
dijo, cuéntame como fue que la viste.
Le conté todo desde el principio,
que el trayecto, que Juan el terrible, que la investigación, todo le conté,
hasta los últimos días.
Ya veo, me dijo.
Realmente la has visto. No es algo casual, Juan el horrible, la has visto
porque eres el elegido.
¿Qué es eso de
ser el elegido? Le pregunté.
Tú eres el
elegido para derrotar a la criatura. Clara y Emilio Rojas han sido elegidos
también para acompañarte en esta empresa.
No estaba comprendiendo.
No estoy
comprendiendo, le dije.
Hay una
profecía, Juan el horrible.
¿Qué?
Todo acto
trascendental debe tener una profecía. Aquí, entre todos los papeles que ves,
hay una que dice que Clara, Emilio Rojas y tú derrotarán a la criatura.
¿Y cómo la
derrotaremos? Le preguntó Clara.
Abrirán un
portal y la enviarán de vuelta al lugar donde pertenece.
¿Con monedas?
Preguntó Emilio Rojas.
No, no ese tipo
de portales. Este portal lo abrirán con una palabra, que conocerán en el
momento indicado.
¿Qué palabra?
Pregunté.
Diego
el horripilante se puso serio. Yo aguanté la risa.
La sabrán cuando
tengan que saberla, dijo.
¿Pero cómo es
más o menos la palabra?
No lo sé, Juan
el horrible, pero debo decirte una cosa. Esto es serio, no debes reírte, no
debes tomarte a la criatura así, a la ligera.
No lo tomo a la
ligera, Diego el horripilante.
Lo sé, lo sé.
Ninguno de los tres debe tomarlo a la ligera.
Luego miró a mis dos amigos.
¿Ustedes creen
en la criatura? Les preguntó.
No lo sé, dijo
Clara. A veces sí, a veces no. No te ofendas, Juan, solo permíteme el beneficio
de la duda. Con estas cosas no se sabe, realmente. Por un lado, quiero creerte,
por algo me he embarcado con ustedes en esta aventura, pero a veces me pregunto
si no es todo esto más que un juego.
¿Un juego? Pregunté,
totalmente confundido.
Sí, dijo Clara,
tajante. Un juego. No sé qué tipo de juego, pero eso siento.
¿Y tú, Emilio
Rojas?, le pregunté a mi amigo, que miraba distraído hacia el techo.
Yo sí te creo
Juan, yo creo que la criatura existe, y que tú la viste aquella vez del
trayecto.
Puede ser, dijo
Diego el horripilante. Lo importante es que ya están en esto. Así lo dice la
profecía.
¿Qué profecía?
Preguntó Emilio Rojas.
Una que dice que
nosotros mataremos a la criatura, le contestó Clara, y le guiñó el ojo derecho.
Emilio Rojas reflexionó. No parecía
muy convencido de la idea. Pensé que mi amigo estaba perdiendo la valentía, que
quizás, de pronto, anunciaría su retirada del juego, pero entonces Clara le
tomó la mano, y él sonrió. De pronto, tan repentinamente que me dio un susto y
retrocedí dos pasos, Emilio Rojas abrió mucho los ojos y dijo.
Yo sé donde vive
la familia láctea.
¿Dónde? Se
apresuró a preguntarle Diego el horripilante, antes de que Emilio saliera del
trance.
Camino a la
ciudad bajo el agua. A un costado izquierdo de la ruta, una casa de tres pisos,
un castillo medieval, un palacio, un santuario, un…
Emilio Rojas salió del trance y
volvió a ser el mismo. Cerró los ojos, suspiró, luego los abrió. Nos miró y vio
nuestras caras de sorpresa.
¿Qué ha
sucedido? Preguntó.
Ya sabemos donde
vive la familia Láctea, le dijo Clara, y guiñó el ojo izquierdo.
Entonces,
deberíamos ir y averiguar qué traman con eso de la criatura.
Claro, algo así,
amigo Emilio Rojas, le dije.
Nos levantamos y guardamos nuestras
cosas. diego el horripilante nos dio también algunos elementos que
necesitaríamos. Una cuerda, una miniatura de un mueble antiguo, con un espejo
de borde tallado, un martillo y una ampolleta. Era tiempo de empezar la
aventura final, era momento de decir; vamos, hasta la otra orilla. Era día y
elemento, sustancia y materia, y aunque suene a usar palabras de peso sin una
mayor coherencia, el solo peso hace que caigan y caigan y caigan.
Tienen que tener
cuidado, nos dijo Diego el horripilante antes de que abandonáramos su hogar.
¿De qué? Le
pregunté. Los tres lo miramos, asustados.
Ya saben a lo que me refiero, dijo él.
Nos
reímos de nuevo, y luego nos despedimos de nuestro amigo Diego. Esta vez, al
subir, me pareció la escalera mucho más larga. A veces miraba hacia abajo y el
vértigo hacía que temblaran mis piernas. Diego el horripilante, allá abajo, se
seguía riendo, y gritaba cosas estúpidas para que nosotros nos riéramos
también. Pero yo no podía reírme. Si me reía, me caía. Clara y Emilio Rojas si
reían, aunque noté que Emilio igual temblaba un poco al subir la escalera.
Al
fin salimos. Ahora el día estaba nublado, nubes grises y amenazantes de lluvia.
Miré hacia el horizonte. Al frente de Entrequén, la isla del Lagarto. Cosas muy
horrorosas habían sucedido allí; temblaba de sólo recordarlo. Pero ahora todo
el lugar estaba en ruinas, como casi todo a nuestro alrededor. Detrás de la
isla Lagarto, la península de la ciudad de Talcahuano, y más allá, hacia la
izquierda, la ciudad de Concepción, donde yo estudiaba en la universidad.
Bajamos
la colina y llegamos a la playa montaña. Allí, sentado sobre una roca donde
rompían las olas, estaba el joven Zanahoria, fumando un cigarrillo.
Amigos de mi
hermosa vida, nos dijo.
Nosotros
hicimos una reverencia.
¿No tendrán de
casualidad alguna babosa? Nos preguntó.
No, le dijo
Clara. Hoy no tenemos.
Bueno, no
importa.
Miró hacia el mar y siguió fumando
su cigarro. Nosotros caminamos por la orilla de la playa hasta llegar a la
salida. Luego caminamos por la avenida de los colegios hasta llegar a la plaza
pública. Allí nos sentamos a descansar en una banca. Había mucha gente pues era
día festivo.
¿Cómo llegaremos
hasta la casa de la familia láctea, amigo Emilio Rojas? Le preguntó Clara.
Esa es una buena
pregunta, amiga Clara, respondió Emilio.
Alguien en esta
plaza debe saber la respuesta, dijo Clara.
Sí, alguien en
esta plaza debe saberlo. Vamos a preguntar.
Nos levantamos y miramos a nuestro
alrededor. Las personas más cercanas eran tres jóvenes estudiantes. Dudamos que
ellos pudieran responder a nuestra pregunta. Avanzamos por los caminos por la
plaza pública mirando a la gente. Allí vimos a un grupo de niños jugando a la
pelota, en otra parte, una mujer adulta, de sombrero elegante, paseaba a su
perro salchicha. Más allá, dos hombres de cuello y corbata comían un helado.
¿Quién será la
persona que sabe cómo llegar? Preguntó Emilio Rojas.
Tal vez
deberíamos preguntarle a cualquiera, dijo Clara. ¿Y si nos separamos? Cada uno
pregunta por su lado y luego nos juntamos y vemos que tal nos ha ido.
Lo intentamos. Fijamos un plazo de
quince minutos para juntarnos en el mismo lugar de la plaza donde nos habíamos
separado. Fracaso total. Ninguno de los tres había encontrado a la persona
correcta, ni se había atrevido a preguntarle a cualquiera. Rendidos, nos
sentamos en una banca.
Veamos, dijo
Clara, ¿cómo se imaginan ustedes a la persona correcta, la que sabe cómo llegar
hasta la casa de la familia láctea?
¿Será un hombre
o una mujer? Preguntó Emilio Rojas.
Yo creo que es
una mujer, dije yo.
Yo igual lo
creo, dijo Clara.
¿Una anciana?
Preguntó Emilio Rojas.
Lo reflexioné. Traté de imaginar a
esa anciana. Sí, me parecía correcto. Al figurarme a la anciana, me pareció que
sin duda la persona que debía saber era más o menos así. Se los hice saber.
Entonces
busquemos a una anciana, dijo Clara.
Vamos, dijimos
Emilio Rojas y yo.
Nos volvimos a levantar y
emprendimos la marcha. Dimos alrededor de tres vueltas por la plaza, mirando
hacia todas partes, buscando a esa anciana. Había varias, la verdad. Pero a
penas las veíamos, luego de una primera emoción, nos dábamos cuenta de que no
era esa la anciana que buscábamos. Hasta que sucedió por fin lo que tenía que
suceder.
Nos habíamos detenido en la pileta
del hexágono, frente a la pequeña ágora donde, en su centro, se erigía la
estatua de un héroe caído. En este lugar, una multitud se congregaba siempre a
escuchar a un hombre que predicaba. No era esta vez la excepción. Allí,
encaramado en la estatua, estaba el hombre, y a sus pies, la multitud. Era
joven, no debía tener más de treinta años. Tenía el pelo largo y rubio, la tez
clara, los ojos azules. Vestía una túnica que le llegaba a los pies, cruzada
por un manto de color azul. Decía;
Somos el futuro,
la nueva era, la expansión, la frontera, la idea preconcebida, la nación, la
aldea. Si ustedes creen en mí, yo…
Un estruendo. Silencio total.
Alguien, desde el público, había disparado, y ahora el joven que predicaba
yacía muerto en el suelo. Sin decir nada, poco a poco, la gente se fue
retirando del lugar. Cuando se fueron los últimos, nos dimos cuenta que la
única persona que quedaba era una anciana en silla de ruedas, que nos miraba y
sonreía, mientras sostenía un revolver en sus manos. Levantó el revolver y
sopló el cañón. Luego nos hizo un gesto para que nos acercáramos. Fuimos hasta
ella.
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