Danzas y tambores

Iba a poner un pie en el umbral del edificio cuando de pronto escuché la música. Eran como ecos ahogados de un instrumento de percusión; sentía como el sonido retumbaba en las paredes para dirigirse directamente a mí, y golpearme. Pero no pude distinguir de inmediato de donde provenía la música aquella. Miré hacia afuera y no había nada, luego miré hacia adentro y tampoco. Sin embargo, antes de que pudiera volver a preguntarme sobre el origen de lo que estaba escuchando, la puerta del sótano del edificio se abrió y la música fue mucho más clara. Además, por la puerta aparecieron dos personas, vestidas con ropas sueltas y moviendo las manos y las piernas con alegría. 
-¡Hola!-exclamaron al verme.
Yo los miré confundido. Evidentemente ellos no eran del edificio, nunca antes los había visto por allí ni en algún otro lugar. Se acercaron a mí sonriendo, sin dejar de mover su cuerpo al ritmo de la música, y comenzaron a bailar al rededor mio. Yo me quedé quieto, sorprendido y a la vez con algo de temor. Traté de avanzar un poco para zafarme y alcanzar la escalera, pero al momento de hacerlo ellos me abrazaron y comenzaron a empujarme hacia la puerta del sótano.
-¡¿Qué están haciendo?!-exclamé, mientras intentaba ponerles resistencia.
-Tranquilo-me dijo uno de ellos, sin dejar de sonreír-, hermano, tú sólo sigue a tu cuerpo...
Ellos tenían el doble de mi fuerza así que me rendí. Me dejé arrastrar hacia la puerta del sótano y luego, cuando íbamos bajando la escalera, me soltaron. Pensé en regresar, pero supuse que no sería conveniente, así que seguí bajando. Ellos no paraban de moverse ni de reír, y a veces hasta saltaban. La música se hacía cada vez más fuerte; efectivamente, como yo había pensando en un principio, eran instrumentos de percusión. Llevaban un ritmo rápido y continuo, además de pegajoso. 
Cuando llegamos abajo, al sótano, vi que había en el lugar mucha gente, mucha más de la que yo pensé alguna vez que cabría ahí. Todos se movían al ritmo de los tambores; moviendo las manos, las piernas, el tronco, la cabeza, dando saltos, tirándose al suelo...todos bailaban solos, pero en realidad era una sola danza. Cada uno llevaban su propio ritmo, algunos bastante descoordinadamente, pero eso no parecía importarles. Al mirarse unos con otros se reían a carcajadas, gritaban, se abrazaban y se tocaban. Los músicos estaban al fondo, en un rincón; tocaban los tambores y bailaban al mismo tiempo. También ellos se reían y gritaban, iban de un lado a otro, cambiaban de lugar y se metían entre la multitud.
-¡Vamos!-gritó de pronto uno de los hombres-¡A seguir la danza!-y se unieron a los otros.
De pronto mis dos acompañantes me dejaron solo. De toda la gente, yo era el único parado, estático. Me daba un poco de vergüenza bailar así, pero luego de un par de minutos comencé a notar ciertas miradas reprobatorias, y que no tuve más remedio que unirme al jolgorio. Primero, tímidamente moví las piernas y los brazos, después la cabeza, después ya entrado en confianza moví todo el cuerpo, de un lado hacia otro. Poco a poco fui invadido por el ritmo, por el poder de los tambores, y entonces fui uno más entre todos ellos, y me reí también como ellos y grité como ellos. Me olvidé de cualquier cosa que estuviera fuera del sótano; me olvidé de mi madre que seguramente estaría esperando que llegase a la casa, me olvidé de la escuela, de los amigos, del amor, en fin. Sólo quería danzar, danzar y nada más que eso. Y la danza duró toda la noche. Durante horas lo único que hice fue bailar y bailar y bailar hasta que caí rendido al suelo, muerto de cansancio, con los ojos desorbitados y los zapatos echos pedazos. Fui feliz.
Cuando desperté, estaba en mi cama y era ya de día. Mi madre me había traído el desayuno y el uniforme del colegio. Entonces me quise morir. No podía levantarme, ni ese día ni en quizás cuantos más. Me dolía todo el cuerpo.


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